¿Qué fue de los intelectuales?
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¿Qué fue de los intelectuales?

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¿Qué fue de los intelectuales?

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En ¿Qué fue de los intelectuales?Enzo Traverso plantea, desde el título mismo, la preocupante ausencia del intelectual en la escena contemporánea. Y reseña, en una formidable síntesis, la actitud crítica de escritores y periodistas comprometidos frente a las coyunturas políticas e ideológicas que marcaron el siglo XX, desde la Guerra Civil Española hasta la lucha por los derechos de las minorías. Con el fracaso de los socialismos reales y la caída del Muro de Berlín, se cierra un ciclo marcado por la utopía del comunismo y se abre otro, que rechaza el ideal revolucionario e impide el debate de ideas, bajo un neoconservadurismo tibio e insípido.Los intelectuales de hoy son gerentes de marketing o asesores de imagen de los partidos políticos, y "expertos", como los politólogos o los economistas neoliberales que recorren los paneles televisivos desplegando gráficos, encuestas de opinión y jerga técnica, pretendiendo una neutralidad engañosa. También son estudiosos que, ante la falta de futuro, se abocan a elaborar la memoria. Frente a este horizonte empobrecido, Traverso propone que los pensadores y los investigadores preserven su autonomía crítica y, sobre todo, puedan superar la "especialización" en campos estrechos, para así interrogar y cuestionar el orden del presente. Las derrotas del pasado no pueden ser excusa para aceptar un sistema que sigue siendo injusto y desigual.Contra un "humanitarismo" generalizado, que se presenta como la virtud postotalitaria por excelencia y la única ideología permitida en una época que ambicionaría ser "postideológica", Traverso demuestra que el pensamiento disidente no ha desaparecido del todo, y que tiene el potencial para reinventarse en un contexto nuevo, construyendo articulaciones con los movimientos sociales, hoy huérfanos de proyecto, y con los gérmenes de nuevas utopías.

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Del nacimiento de los intelectuales a su eclipse
—La palabra “intelectual” está tan gastada que ya no se sabe bien a qué remite. En su opinión, ¿cómo se puede definir al intelectual?
—Hace unos diez años, una foto de la agencia France-Presse dio la vuelta al mundo y generó un escándalo. En ella vemos a Edward Said, eminente profesor de literatura comparada de la neoyorquina Universidad de Columbia, lanzar piedras contra un puesto de control israelí en la frontera libanesa. Era el verano de 2000. Ese gesto espontáneo de protesta no tenía nada de heroico, pero revela una toma de posición.
Usted tiene razón: la palabra “intelectual” está desgastada. Todo el mundo la utiliza de cualquier manera, y a menudo asume significados diferentes. No comenzaría este diálogo con la enumeración de las posibles definiciones –son muchas– ni con una tipología de los intelectuales. Ya tocaremos ese punto más tarde. Si evoqué la foto de Said lanzando piedras –podría haber recordado también a George Orwell con el fusil al hombro durante la Guerra Civil Española o a Marc Bloch durante la Resistencia francesa–, es porque, en la historia del siglo XX, la noción de intelectual no puede disociarse del compromiso político.
Edward Said y Theodor W. Adorno, que eran refinados musicólogos, dedicaron páginas muy interesantes al contrapunto y la disonancia, una escritura musical y una forma estética fundadas sobre el contraste más que sobre la armonía tonal.[1] Son excelentes metáforas para definir el papel del intelectual. El intelectual cuestiona el poder, objeta el discurso dominante, provoca la discordia, introduce un punto de vista crítico. No sólo en su obra, como lo hicieron Said y Adorno en sus escritos sobre música y literatura, sino también y sobre todo en el espacio público. A menudo también debe asumir las consecuencias de sus elecciones.
—Desde un punto de vista histórico, ¿la figura del intelectual surge realmente con el caso Dreyfus o se trata de un estereotipo que hay que criticar?
—Se suele fechar el nacimiento de los intelectuales con el caso Dreyfus, vista su dimensión ética y política. En Francia, el caso Dreyfus pone en cuestión la República, la justicia, los derechos humanos, el antisemitismo: podemos considerarlo, simbólicamente, como un momento fundacional. Por supuesto, también podemos buscar precursores: los “filósofos”, los hommes de lettres del Siglo de las Luces, eran intelectuales. Recordemos la defensa que Voltaire hace de Jean Calas en nombre de la lucha contra el fanatismo y la intolerancia; o la campaña de Cesare Beccaria, en Italia, contra la pena de muerte; o el debate sobre la emancipación de los judíos sostenido por el abate Grégoire en París y por Christian Wilhelm von Dohm en Berlín; o la creación de las sociedades contra la esclavitud en varios países europeos. Todas estas personas ya son intelectuales. Pero la transformación del adjetivo “intelectual” en sustantivo ocurre a finales del siglo XIX. El primero en utilizarlo con su significado actual es sin dudas Georges Clemenceau el 23 de enero de 1898, cuando alude a una petición en defensa del capitán Alfred Dreyfus en su diario L’Aurore.[2] Zola, el autor de “Yo acuso”, se convierte en el paradigma del intelectual. La palabra se emplea luego de manera peyorativa por los antidreyfusistas de la Acción Francesa y en especial por Maurice Barrès, quien ya había abordado la cuestión en su novela Los desarraigados (1897). Para ellos el intelectual es el espejo de la decadencia, una de las grandes obsesiones de la reacción europea en el cambio de siglo: el intelectual lleva una vida puramente cerebral, desvinculada de la naturaleza; está encerrado en un mundo artificial, hecho de valores abstractos, donde todo es medido y cuantificado, donde todo se vuelve feo, mecánico, antipoético. El intelectual encarna una Modernidad anónima e impersonal, no tiene raíces y no representa el espíritu o el genio de una nación. Es un espíritu “cosmopolita”, incapaz de comprender la cultura de un pueblo arraigado en su terruño. El intelectual lucha por principios abstractos: la justicia, la igualdad, la libertad, los derechos humanos; quiere que triunfe la verdad, defiende valores universales.
—¿Entonces qué hace que la palabra “intelectual” se vuelva corriente justo en esa época y no durante el Siglo de las Luces? ¿Esto traduce un cambio social?
—La función ética y política de los hommes de lettres durante el Siglo de las Luces era comparable a la del intelectual dreyfusista. Sin embargo, hay una diferencia considerable entre esas dos épocas: el filósofo del siglo XVIII se posiciona en relación con la Corte; la burguesía cultivada y la aristocracia son prácticamente sus únicos interlocutores. El intelectual del siglo XX actúa en una sociedad tanto más articulada, con clases antagónicas, en un campo político dividido entre una derecha y una izquierda. Su estatuto social cambió gracias a la llegada de la Modernidad: las sociedades europeas conocieron la industrialización, la urbanización y el advenimiento de un espacio público en el sentido moderno del término. En suma: vieron el nacimiento de la sociedad de masas, lo que significa también la aparición de la prensa, los medios, la edición. Por supuesto, los diarios ya existían en el siglo XVIII; pero en la década de 1890 la prensa se convierte en una industria, con tiradas considerables. El periodista es un nuevo “tipo social” que contribuye a formar la opinión pública. El mercado es, en ese momento, un vector de emancipación de los intelectuales. Les permite vivir de su pluma, gracias a la venta de sus textos, no gracias a la manutención del príncipe del cual eran consejeros: a fines del siglo XIX, los intelectuales forman un grupo social que se ha vuelto autónomo.
—Pero este mercado, gracias al cual los intelectuales se vuelven autónomos y sus voces se hacen oír más y mejor, ¿no es desde el inicio una fuente de alienación? ¿Los primeros intelectuales pueden ser objetivos si deben vender sus ideas a un periódico?
—En el siglo XIX, en los albores de la sociedad de masas, el mercado pudo tener un papel emancipador. Hay que regresar aquí a la noción de espacio público, de la cual Jürgen Habermas dio una definición ya clásica: se trata de un lugar intermedio entre la sociedad civil y el Estado; entre la esfera de lo privado y de los intercambios económicos por un lado, y la esfera de las instituciones por el otro. Dicho de otra manera, la crítica se forja su lugar entre el ámbito de la producción y el ámbito de la decisión. Entendida en sentido lato, la burguesía europea del siglo XVIII es una clase en formación que accede a la cultura e inventa un lugar abierto, no jerarquizado ni delimitado por la ley, en el cual es posible ejercer una función crítica de la razón.[3] Esto requiere la existencia de capas sociales que lean y se informen (burgueses, funcionarios públicos, profesiones liberales), así como de periodistas que releven la información pero que también analicen e interpreten la actualidad, orienten las opiniones. Se agregan figuras provenientes de una situación marginal, todavía sin reconocimiento político alguno: las mujeres, que no tienen derecho al voto y son dominadas socialmente, desempeñaron ya un papel importante en la construcción de este espacio animando salones y tertulias literarias de Berlín a París y discutiendo en pie de igualdad con los filósofos. En esa época el mercado asegura la conexión entre los distintos segmentos del espacio público: quienes compran un libro o un diario le permiten al intelectual vivir de su pluma gracias a los derechos de autor.
—¿Pero el mercado no ejerce su influencia sobre el conjunto de la cultura?
—Por supuesto, el fenómeno es más general. Norbert Elias lo explicó en el ámbito de la creación musical, comparando a Mozart con Beethoven. Mozart depende de la Corte vienesa para vivir, mientras que Beethoven puede vivir de su arte, algunas décadas más tarde, porque ya existe un mercado y un público al cual dirigirse. La distancia que los separa no es muy grande desde un punto de vista cronológico pero sí lo es en el aspecto social. Beethoven busca el reconocimiento de un público más allá de la Corte, y eso marca profundamente su entera trayectoria existencial y artística.[4] Al decir esto, no quiero idealizar el mercado sino más bien insistir en la contradicción de la Modernidad naciente. Sin lugar a dudas, en el apogeo del capitalismo industrial, el mercado es ya indisociable de la explotación y del colonialismo, pero también permite a los letrados emanciparse de la Corte. Marx y Engels captaron las contradicciones del mercado en el Manifiesto del Partido Comunista (1848), en que denunciaban la alienación creada por el capitalismo, al mismo tiempo que le reconocían el mérito de haber transformado el mundo, en tanto vector del cosmopolitismo y de la difusión de las ideas modernas.[5]
—Sin embargo, Gérard Noiriel rememora ese momento de la esfera pública como el de los primeros faits divers [hechos de crónica diaria, sueltos de prensa] entre los cuales sitúa los escritos antisemitas de Drumont. ¿No es acaso, desde el final del siglo XIX, el lado perverso del mercado, donde también se pueden difundir ideologías?
—En Francia, Drumont profesa su credo antisemita en las páginas del diario del que es director, La Libre Parole; y al crear un diario, L’Humanité, Jean Jaurès busca implantar y estructurar el socialismo como corriente de ideas a escala nacional. Noiriel tiene toda la razón cuando afirma que, desde finales del siglo XIX, la difusión del racismo y del antisemitismo concierne a la cultura de masas, tanto más que a las obras con pretensiones científicas.[6] Hace falta estudiar por qué vías el racismo y el imperialismo se transforman en imaginarios nacionales gracias al nacimiento de una industria cultural que se dirige a un público amplio. En este proceso, la prensa ilustrada cumple una función importante, del mismo rango que la educación escolar o las exposiciones universales. El espacio público es un campo magnético en el cual se oponen fuerzas y corrientes antagónicas.
—¿Pero cómo se explica que en esa época un letrado haya conservado una libertad de pensamiento, que no lo hayan sometido las exigencias del mercado y del público lector, como es el caso hoy, cuando un libro efectista y simplificador se vende mejor que un ensayo documentado y crítico?
—La reificación del espacio público, que transforma la creación cultural en objeto de consumo, no es una “mala senda”, es una evolución consustancial a la sociedad de mercado misma. Pero no hay que borrar las contradicciones del proceso histórico. A comienzos del siglo XX, la transformación de los bienes culturales en mercancías no había alcanzado el nivel de la actualidad. En el momento del caso Dreyfus, Émile Zola y Bernard Lazar vivían de su pluma y se afirmaban mediante sus escritos. Una opinión pública comenzaba a reaccionar y los intelectuales podían orientarla.
—¿Pero el caso francés no es peculiar?
—Francia indudablemente es un caso que presenta algunas características peculiares, en la medida en que el espacio público aparece muy pronto bajo la Tercera República, lo que es una excepción en una Europa dinástica. En Francia, por otro lado, la oposición entre científico e intelectual no existe. Los profesores de la Sorbona son actores importantes en la defensa de Dreyfus, especialmente el círculo reunido en torno a Émile Durkheim. En la misma época, en Alemania, la oposición entre el científico (Gelehrte) y el intelectual (Intellektuelle) es tanto más radical e incluso se afianzará bajo la República de Weimar. El científico es incorporado en el aparato del Estado, encarna la ciencia y el orden; la universidad es el bastión del nacionalismo.[7] El intelectual, en cambio, actúa por fuera de las universidades, que son los lugares de formación de las elites y las custodias de la cultura conservadora. Es un producto de la naciente industria cultural. En ciertos aspectos, la oposición entre científico e intelectual no hace otra cosa que reproducir la oposición entre Kultur y Zivilisation, la cultura tradicional y la civilización tecnológica, fría, deshumanizada. En ese entonces, dicha antítesis, que estructura toda la cultura alemana de la época, era desconocida en Francia. Es el caso de Max Weber, quien, en las conferencias reunidas bajo el título El científico y el político (1919), desprecia a los “periodistas”, “demagogos” y aún más a los intelectuales revolucionarios (que se volvieron protagonistas de la vida política en noviembre de 1918, cuando cayó el régimen guillermino y después, en enero y en la primavera del año siguiente, durante la insurrección espartaquista y la república de los consejos de Baviera).[8] Dicho esto, no deben olvidarse algunas afinidades con Francia: en los dos casos, los nacionalismos definen al intelectual como un periodista o un escritor cosmopolita, desarraigado, a menudo judío, que encarna una modernidad aborrecida. El intelectual casi siempre es un outsider.
—Detengámonos en el caso de Alemania. ¿Usted define al intelectual necesariamente del lado de la Modernidad? ¿Es posible que un intelectual sea conservador? ¿Qué puede decirse de Nietzsche, por ejemplo?
—Existe una tradición en Francia –marcada por los trabajos de Deleuze y recientemente por los de Onfray– que consiste en hacer un uso libertario de Nietzsche, de modo que se reivindica su faceta crítica y “subversiva”. Pero es necesario reconocer que este era, en sentido estricto, un reaccionario; bajo ningún concepto pertenecía al campo de los “intelectuales” en el sentido tradicional del término. Por mi parte, tendería más a incluir al autor de El origen de la tragedia entre las filas de los grandes críticos conservadores de la Modernidad, repudiada como una era de la decadencia, en las antípodas del mundo clásico. Domenico Losurdo demostró de manera convincente y muy argumentada que el pensamiento de Nietzsche, con su desdén hacia las masas, se inscribe en la reacción europea contra una modernidad identificada con la rebelión de las clases subalternas y simbolizada por la Comuna de París. Desde este punto de vista, sin dudas estaba más cerca de Gustave Le Bon que del anarquismo. No era un “revolucionario conservador”, ya que rechazaba cualquier reconciliación con la modernidad técnica; podemos discutir la apropiación que de él hizo el nazismo, pero ciertamente no era un libertario. Ernst Nolte –un historiador a quien, en muchos aspectos, cuesta bastante frecuentar pero que a veces es agudo– acierta cuando postula a Nietzsche, junto con Marx, como uno de ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Colección
  4. Portada
  5. Copyright
  6. Prólogo
  7. Del nacimiento de los intelectuales a su eclipse
  8. El ascenso del neoconservadurismo
  9. ¿Cuáles son las alternativas para el futuro?