Novelistas
eBook - ePub

Novelistas

  1. 496 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Novelistas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

James, autor de títulos clásicos como Otra vuelta de tuerca o Las bostonianas, fue un autor necesario que vertebró el siglo xix y el xx, tanto en Europa como en América, con sus ficciones, pero también con sus lúcidos y penetrantes ensayos. En este volumen, publicado originalmente en 1914, se reúnen aquellos textos críticos y divulgativos, profundos y rabiosos, que James dedicó durante las dos décadas anteriores a diferentes autores de novela, tanto anglosajones como franceses o italianos, analizando desde la obra de sus propios maestros hasta las últimas y a veces polémicas manifestaciones artísticas.Con un estilo absolutamente personal e inimitable, y una capacidad de penetración como sólo un autor de su talla podría hacer, James recorre los clásicos modernos que consideraba imprescindibles, además de algunos de sus contemporáneos y nuevos novelistas. Pasión por la literatura, crítica mordaz, elegancia y acierto: Henry James en estado puro."El efecto –por no decir la principal obligación– de la crítica es que nuestra asimilación y disfrute de lo que alimenta nuestro intelecto sea lo más consciente posible, ya que esa consciencia estimula la exigencia mental y va más allá, en busca de más pasto con que alimentarse", Henry James.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Novelistas de Henry James en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Crítica literaria. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2018
ISBN
9788483936177
Edición
1
Categoría
Literatura
Gabriele D’Annunzio
1902
Para el crítico incansable los momentos más celebrados son esas raras ocasiones en las que se encuentra con «un caso»: así decidirá enseguida llamarlo para su comodidad y organización; un componente que sea de verdad determinante, o que suponga una contribución decisiva, a la cuestión de la crítica. Estos hallazgos compensan muchas horas grises, muchos contactos estériles y más de una mirada ingrata y desconcertada a rostros que se han revelado inexpresivos. Siempre alerta y a la espera de la ocasión más afortunada, ese inquisidor que indaga en las razones de las cosas –y con esto me refiero especialmente a las razones de los libros– la deja a menudo pasar de largo, da pasos estériles, pierde la confianza y, antes o después, tiene que definir –aunque sólo sea para aplicarlo él mismo– un principio práctico que le permita reconocerla. Este puede ser una mera aproximación, un simple utensilio de fabricación casera para la práctica de su oficio, pero cumplirá su cometido si le mantiene a salvo de cometer errores ya desde el comienzo. A su luz podrá llegar a ver los signos y marcas que identifican algo como valioso, y ponderar con cierta precisión los aspectos que lo dotan de realismo. Y aunque a costa de mucha paciencia, terminará por darse cuenta de cuándo, cómo y por qué «el caso» se anuncia y se presenta por sí solo, de tal manera que sentirá incluso que fracaso y alegría han trabajado en alianza para que él desarrolle una capacidad de detección que bien podría considerarse instinto. Así logra hacerse un retrato de los candidatos, todos ellos bastante interesantes por lo demás, que no son dignos de esa distinción y deben ser descartados; porque, llevado por la necesidad, se ha visto impulsado a percibir en el viento el olor del miembro más fuerte de la manada. Es posible que no siempre esté en situación de exponernos los motivos de su certeza, pero nunca pasará por alto la presencia de uno de esos productos perfectos que son el delirio de todo estudioso. Y reconoce, así mismo, que ese estado de perfección proviene sobre todo del logro de la coherencia, de esa coherencia definitiva que brota del disfrute sin restricción de la libertad.
Muchos de nosotros no habremos olvidado, sin duda, que hace unos años fuimos testigos de una época y una sociedad que despertaron de repente de una especie de sueño inducido por las drogas a una existencia que se regía por leyes estéticas, a la concepción estética de la vida. Como consecuencia, esta feliz idea comenzó a recibir los honores de un apetito voraz y una curiosidad sin límites pero, por otra parte, se vio rodeada y manipulada al mismo tiempo por muchas formas distintas de inexperiencia, tantas como nunca antes abrazaran un único pretexto. El espectáculo era extraño y acababa por resultar pesado por la sencilla razón de que el principio en cuestión, una vez proclamado –un principio, por cierto, que no se formulaba fácilmente, pero que podremos definir sin temor a equivocarnos como «la belleza a cualquier precio», esa belleza que apela por igual a los sentidos y al intelecto– nunca terminó de encontrar su sitio como doctrina asentada y útil. Para nosotros fue una extraña fruta exótica venida de otras tierras, de extraordinario sabor y madurada a un sol que no era el nuestro; una fruta que nos pasábamos unos a otros y ofrecíamos con solemnidad en banquetes organizados para darla a probar, pero que no encontrábamos afín a nosotros, porque no era de fácil digestión. Traía consigo no el reposo, sino la agitación. Y nosotros no estábamos del todo convencidos, porque el estado de convicción es calmo. Aquel iba a haber sido el estado –un estado mental conseguido y establecido– en el que ya no conoceríamos la fealdad y nos sentiríamos cómodos en presencia de esa conciencia estética o, cuando menos, percibiríamos esa conciencia estética como algo natural en nuestro entorno. Ese hubiera sido el reino de la paz, la beatitud suprema. Pero la estabilidad seguía eludiéndonos: teníamos un centenar de buenas razones para ello, pero no nos sirvieron para gran cosa salvo para iluminar un poco nuestro inmenso desierto. No llegaron a convertirse en un «tipo» estético concreto y único. Una muestra auténtica y bien lograda habría obrado el milagro: habría, al menos, aplacado nuestra curiosidad. Pero estábamos abocados a quedarnos, hasta hace poco tiempo, con nuestra curiosidad intacta.
Sin embargo, el anhelo del signor D’Annunzio es presentarnos su creación como algo destinado exclusivamente a la gratificación. Enseguida encontramos en él, en tanto que figura literaria, una expresión de la realidad tan elevada que nuestras habilidades nunca llegarían a alcanzarla. Adquiere de inmediato el valor de ofrecernos, sólo con desplegar su lógica, la medida de nuestras propias carencias en ese sentido: nuestra timidez, nuestras miserias y nuestros fracasos. Arroja una luz sobre la conciencia estética de nuestra época mucho más directa e inevitable de la que se ha alcanzado, según yo lo veo, en otros ámbitos; y hay más de un misterio que él, si se le pregunta con acierto, puede ayudarnos a esclarecer y –por lo que me parece– más de una explicación que él puede dar a nuestras desventuras. Comienza su andadura con la enorme ventaja de estar tocado por la gracia, y no impulsado por el afán, y de hacer brillar la llama llevado por un lema que no es ni el sudor de su frente ni la aspiración de su cultura. Avala la influencia de aquellas cosas que han dispuesto del tiempo necesario para asentarse. Belleza a cualquier precio: esa es, para él, una vieja historia; el arte, la forma y el estilo como finalidad de toda existencia superior son cuestiones que se dan por sentadas. Y de él puede decirse, creo yo, que gracias a estos instintos y actitudes transmitidos e inculcados, su desarrollo personal comienza allí donde concluye el forcejeo del simple inquisidor entregado. Porque el signor D’Annunzio se entrega a su manera, una manera sin duda extraordinaria: ese es un rasgo de su fisonomía con el que nos encontraremos y sobre el que tendremos algo que decir; pero le percibimos hasta tal punto como seguro poseedor de esa herencia de circunstancias favorables, que su sentido de la responsabilidad intelectual resulta casi desproporcionado. Este es uno de sus rasgos más interesantes: el modo en que el juego del instinto estético, por pura extravagancia y como último refinamiento de la libertad, se pone la corona de la dedicación y del esfuerzo. Todo esto no sirve sino para proporcionarle un ornamento y una ocasión para la exhibición: son sus tributos a la civilización. Y, entre tanto, la esencia de todo esto persiste en su sangre y en sus huesos. Ya desde el principio ningún error pudo impedir que accediera al corazón mismo del panorama literario, una nueva forma de energía expresiva y perceptiva; el asunto había quedado zanjado por acción de la intensidad y de la variedad, por no mencionar la precocidad, de su producción poética.
Nacido en Pescara, en el Regno –antiguo reino de Nápoles– «hacia» 1863, como veo que apunta algún cauto biógrafo, apenas terminada su adolescencia ya había dado a su genialidad lírica todas las oportunidades posibles de escandalizar, incluso, a los moderadamente austeros. Enseguida se definió como luego pasaría a la historia: una imaginación extraordinaria, una inteligencia artística y poética de dimensiones excepcionales y un refinamiento concentrado casi por completo en la vida de los sentidos. Para cualquier crítico que en su afán de exponer las cosas con claridad simplifique un poco, las únicas ideas que D’Annunzio trata de imponernos son las eróticas y las plásticas, que tienen para él una intensidad pareja: o tal vez sería más correcto decir que las convierte en facetas intercambiables de una misma figura. Comenzó su carrera jugando a unirlas en un verso, a componer innumerables tonadas ligeras, logrando un efecto general de curiosidad y brillantez extraordinarias. Y lo más sorprendente: ha continuado jugando con ellas en prosa, y ellas han persistido como sustancia de su bagaje intelectual. Sin embargo, dejando aparte Intermezzo, L’Isottèo, La Chimera, Odi Navali, así como otras muchas cuestiones, me propongo hablar aquí sólo de su prosa, pues el tema que en ella trata es suficientemente amplio para esta ocasión. Sus cinco novelas y sus cuatro obras de teatro han contribuido a difundir su fama: sugieren, por sí mismas, todas las observaciones para las que tenemos espacio aquí. Al ritmo que va la industria literaria en nuestros días, no puede decirse que su volumen de producción sea grande, y esto nos induce a pensar si alguna vez fue posible construir un talento, un temperamento, o incluso toda una «visión de la vida» de forma tan vívida para el lector y con tan escaso material. El escritor goza aún de una juventud envidiable, pero esa imagen literaria tan sólida que proyecta –la de algo asentado en el tiempo y sobre la acumulación– le convierte en una especie rara. Precocidad es un término en cierto modo inadecuado, puesto que la precocidad pocas veces escapa al componente de promesa que lleva implícito, y no es promesa exactamente lo que emana de la dolorosa madurez subyacente a la ejecución del Triunfo de la muerte. Hay ciertas manifestaciones de experiencia, de la experiencia del hombre hecho y derecho, que son como los mojones que marcan el final del camino: indican su posible fertilidad, si no su posible destreza; una verdad que no ha impedido que El fuego fuera la siguiente, con un objetivo indudable y más ambicioso si cabe. Y nosotros, precisamente, hemos tenido ante nuestros ojos –y en verso, debo añadir– a su Francesca da Rimini, representada por una gran actriz que ha hecho posible que este drama haya causado la impresión que ha causado.
En relación con esto debo añadir que si se las compara con sus novelas, las obras teatrales del signor D’Annunzio tienen sin lugar a dudas un peso menor: y aunque atestiguan suficientemente su estilo, su sentido romántico y su dominio de las imágenes, reflejan a pesar de su elocuencia apenas la mitad de su talento, ese talento que aflora en gran medida en El fuego, donde el autor se nos muestra por implicaciones como un dramaturgo intencionado, incluso preeminente. Este ejemplo resulta interesante porque tenemos la oportunidad de comparar, en un acercamiento definitivo, la capacidad de dos lienzos rivales –pues en eso se convierten para la ocasión– en los que se puede representar la pintura de la vida. Pero ese acercamiento nunca es tan grande, ni la comparación tan pertinente, como cuando los distintos esfuerzos no son más que diferentes fases de un mismo talento; y en modo alguno nos sorprende menos, sólo por encontrarse bajo esta yuxtaposición, esa capacidad para retratar –infinitamente superior– que subyace en la novela. Pero lo que sí nos llama la atención del signor D’Annunzio es que en estos momentos todas sus obras teatrales han sido un éxito, con una única excepción. A pesar de todo debemos considerar que Francesca es un triunfo de la curiosidad; de la curiosidad del autor, quiero decir, más que de la curiosidad del público. Porque es algo esencialmente pictórico e ingenioso y, como retrato de la pasión –a pesar de su estructura, y sus discretos aciertos– ocupa un segundo puesto. Rebosa esa plenitud de la expresión verbal en su autor no menos que sus hermanas, gracias a lo cual esta composición suscitará siempre la curiosidad, incluso la ternura, en cualquier lector interesado en esa cuestión trascendental del «estilo en la obra de teatro» e interesado sobre todo en aprender en virtud de qué química estética una obra teatral se propone, como obra de arte, esquivar ese estilo. Y es en un equilibrio como este, tan difícil de explicar, donde se nos hará creer por un lado que la obra carece de estilo y, por otro, nos parecerá que el tema lo pide a gritos, como si fuera un hombre enfermo, despojado de todo.
Debo hacer mención, en todo caso, a un hecho ligeramente perverso: gracias –en parte– a que cuenta con una traducción de gran calidad, el signor D’Annunzio aparece ante el público angloparlante como dramaturgo de primera línea. De cada una de las tres versiones en inglés de otras obras suyas cuyos títulos se citan al comienzo de este artículo puede decirse que son adecuadas y respetables, si consideramos las enormes dificultades que se han encontrado. D’Annunzio conoce la fortuna de la mano de su traductor al francés, que ha logrado mantenerse en todo momento apegado a su texto (si no tenemos en cuenta que en algún momento le faltó el valor, de manera ocasional y sin consecuencias, cuando el original, directo en exceso, desafiaba a la honestidad) y, a pesar de todo, ha conseguido un tono no menos idiomático y, sobre todo, no menos impregnado de autoridad, que el del autor. Sin embargo el señor Arthur Symons, que ha logrado transmitir esa elocuencia algo insistente de La Gioconda y lo complejo e intrincado del verso de Francesca con la debida fidelidad –y, sobre todo en el último caso, con una habilidad y una paciencia excepcionales– no puede cargar con la culpa de que la métrica del inglés fluya con menos libertad que el original, pues ese es el precio que debe pagar siempre el traductor que trata de hallar paso a paso la correspondencia exacta, buscando un orden idéntico. Tampoco se le puede culpar –incluso menos, si cabe– de acercarse aún más a nuestra cultura con la traducción de un texto donde es la simple anécdota la que proporciona el tema y en la que se apoya una enorme superestructura, un texto que no llega a desarrollarse plenamente, no llega a adquirir una textura trágica suficientemente interesante. En otras palabras: más allá del glamour que le otorgan sus arraigadas asociaciones literarias, el tema de Francesca supone una tremenda decepción, y no se trata con la profundidad que cabría esperar de una dramatización tan compleja.
Pero estas son, por el momento, cuestiones secundarias. Lo que sí es relevante es el salto que ha dado nuestro autor, el avance que ha experimentado entre su primera y segunda novela –El placer y El inocente– concebidas ambas con la frescura juvenil y la energía pura, de las que se apartaría, según algunos de sus admiradores, demasiado pronto y de modo excesivamente brusco. Podemos considerar como rasgo característico de su intensa vida literaria el hecho de que su carrera, todavía breve, esté ya organizada en períodos, y que su obra contenga suficiente material para marcar esas diferencias en virtud de las cuales, gracias a los estudiosos, parece preservarse la dignidad de la historia. Me he referido ya a la naturaleza de su primera inspiración: podremos hacernos una idea si digo que esa famosa «belleza» entronizada que funciona aquí, con toda claridad, como su gran obsesión, no es una belleza moral: desde luego no en grado perceptible. Sería probablemente complicado encontrar otro ejemplo en la literatura donde haya una expresión tan grande de la vida personal y que se apoye tan poco, sin embargo, en una semblanza del propio carácter y de la propia voluntad. Y no es que el signor D’Annunzio no haya seguido en más de una ocasión el rastro de este tema; pero nada resulta más interesante, como veremos después, que la forma aparentemente inevitable en que fracasa su intento.
El placer, la primera de sus cinco novelas –por orden cronológico– tiene el mérito, a pesar de sus imperfecciones, de darnos la escala y el ángulo de visión del autor con gran nitidez y desde el principio, constituyendo así una suerte de resumen profético de sus elementos. Todo lo que hizo en obras posteriores está en mayor o menor medida expuesto en esta, y nada falta en ella que no echemos en falta también en otras obras. Sugiero, sin embargo, que esto no se convierta antes de tiempo en una discusión sobre lo que echamos de menos, pues no será posible realizar una exposición inteligible de lo que falta si no se determina con precisión lo que se encuentra. El conde Andrea Sperelli es un joven que paga –y un alto precio, según se nos da a entender– por sucumbir al desenfreno de los sentidos: porque lo que nos ofrece la historia es básicamente un retrato de esa vida. El conde se presenta ante nosotros com...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Robert Louis Stevenson
  5. Émile Zola
  6. Gustave Flaubert
  7. Honoré de Balzac 1902
  8. Honoré de Balzac 1913
  9. George Sand 1897
  10. George Sand 1899
  11. George Sand 1914
  12. Gabriele D’Annunzio
  13. Matilde Serao
  14. La nueva novela
  15. Dumas hijo
  16. La novela en "El anillo y el libro"
  17. Charles Eliot Norton, un americano erudito de las artes
  18. Notas sobre Londres