Woody
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Woody

La biografía

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Woody

La biografía

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Con más de cuarenta y cinco películas dirigidas y una larga carrera como actor, cómico, escritor y músico de jazz, Woody Allen es uno de los artistas más polifacéticos de nuestro tiempo. Desde sus inicios con El dormilón, hasta su último estreno Café Society, todas las películas de Woody Allen tienen una inconfundible sensibilidad que es solo suya. En esta biografía nueva y completa, David Evanier analiza sus principales obras en paralelo con la agitada vida personal de Allen. Para ello ha entrevistado largamente a sus colaboradores, familia y amigos, entre ellos a la primera esposa de Woody, Harlene Rosen, que nunca había hablado de él desde su divorcio en la década de 1960. El sexo, el amor, la suerte, la moral, el judaísmo, la eterna lucha entre la cabeza y el corazón son los temas que han obsesionado a Woody Allen y que permean toda su obra y muchos episodios de su vida. David Evanier habla de todo ello, y no elude el relato completo y objetivo del largo litigio que le enfrenta desde hace décadas con su expareja Mia Farrow tras emprender una relación con la hija adoptiva de esta y ser acusado de abusos a la pequeña que adoptaron en común. Esta es la biografía definitiva, la más actualizada y personal: con todos ustedes, la vida y la obra de Woody Allen.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416714841
Categoría
Art

VI

‘TAN DURO Y ROMÁNTICO COMO LA CIUDAD QUE AMABA’

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Allen consiguió su primer gran éxito de taquilla con su siguiente película, Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (1972), una de las diez más taquilleras del año. El productor Jack Brodsky había comprado los derechos para la gran pantalla del bestseller con la idea de que fuera el debut de Elliott Gould en Paramount… pero Gould abandonó el proyecto. “Mi antiguo socio, que en paz descanse, conocía al doctor David Reuben, el autor del libro –me explicó Gould–. Me dijeron que había dos jóvenes directores que estaban interesados en el proyecto. Uno era Bob Reiner y el otro era Woody. Woody era mi favorito así que se lo dejé a él. Iba a ser un proyecto de Rollins, Joffe, Brodsky y Gould pero Woody se hizo con el control de todo. Nos conocíamos de antes. Louise Lasser era la suplente de mi primera esposa [Barbra Streisand] en Ambición de mujer, cuando se representaba en Broadway. Recuerdo una vez que estábamos Barbra y yo paseando por Central Park y nos encontramos con Woody y Louise paseando, totalmente abstraídos. Había visto actuar a Woody como monologuista en la investidura de Lyndon Johnson, así que lo tenía por un cómico brillante e irónico, pero nunca imaginé que llegaría a ser un director de cine tan bueno.
”Años más tarde –continuó Gould, haciendo referencia a lo mal que llevaba Woody la fama–, estaba cruzando la calle Cincuenta y siete, casi en la esquina con la Quinta Avenida por el lado oeste, cuando vi a Woody. Al principio él no me vio a mí, así que lo intenté parar tomándolo de la mano en mitad de la calle y pegó un salto. Creo que lo asusté, que le dio un poco de miedo. Mi gesto pretendía ser cariñoso pero supongo que resultó un poco agresivo, que me tomé demasiadas confianzas al hacerlo y por eso se llevó ese susto. Se sentía demasiado expuesto cuando andaba por la calle”.
Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo era una recreación muy libre del popular manual de autoayuda del sexólogo David Reuben. Allen hizo la película sin leerse siquiera el libro. Desechó todo su contenido y se quedó solo con el título, que consideraba muy comercial, y con las estúpidas preguntas que encabezaban cada capítulo. Las utilizó para dar título a las siete historias que pretendían servir de parodia del cine y los medios de comunicación.
Es una película errática, con muchas secuencias largas y sin gracia, pero Allen sacó lo mejor de Gene Wilder en el sketch “¿Qué es la sodomía?”, donde interpreta a un doctor que se enamora de una oveja y arruina su vida. Incluso él mismo se atreve con una parodia subtitulada de las películas de Antonioni junto a Louise Lasser en “¿Por qué a algunas mujeres les cuesta llegar al orgasmo?”, en el que interpreta a un aristócrata a cuya mujer solo le excita el sexo en lugares públicos. Allen hace una gran imitación de Marcello Mastroianni, bastante relajada: es uno de los pocos momentos en los que nos olvidamos de Woody, el schlemiel.
En “¿Qué sucede durante la eyaculación?”, Allen recrea lo que ocurre dentro el cuerpo de un hombre durante el orgasmo. Allen hace el papel de espermatozoide neurótico que tiene miedo de lo que le pueda ocurrir. “¿Funcionan los afrodisiacos?” es el mejor: Allen hace de bufón en una corte medieval e intenta seducir a la reina (Vanessa Redgrave). El sketch se rodó respetando las claves de las películas de época e incluye varios de los chistes de los monólogos de Allen y su habitual pose de nebbish. Woody persigue como siempre a la belleza inalcanzable mientras intenta sin éxito abrir la cerradura del cinturón de castidad de su amada, con su habitual torpeza para las cuestiones mecánicas.
Dos de las historias tienen como trasfondo el mundo judío y no solo no tienen ninguna gracia sino que son más bien repugnantes. En una de ellos, “¿Qué son los pervertidos sexuales?”, Allen concentra toda su rabia contra la ortodoxia judía en el personaje de un rabino de risa tonta que disfruta fantaseando con que una joven gentil lo ata y azota mientras su mujer se ve obligada a comer cerdo a sus pies. En esta época Allen solía meterse bastante con los rabinos y los jasídicos, siempre en tono de humor, primero en sus monólogos (el rabino que acaba protagonizando un anuncio de vodka, los rabinos que hacían topless porque no llevaban sus kipás…) y más tarde en sus películas. En lo que parece una parodia del concurso televisivo What’s My Line?, el sketch nos trae a la memoria los comentarios de Louise Lasser sobre los ataques de rabia que sufría Allen durante su matrimonio. El sketch es excesivo y malintencionado, pero lo peor es que no tiene ninguna gracia. En otro segmento, “¿Son homosexuales los travestis?”, Allen despliega de nuevo su habitual parodia del judío gordo y vulgar, Lou Jacobi (No te bebas el agua), un empresario al que le gusta vestirse de mujer a escondidas, en lo que supone un nuevo ejercicio de burlesque. Estos sketches son propios del peor Allen, sin ningún tipo de gracia; no sirven como parodia de los medios de comunicación, solo para darnos pistas sobre los volátiles conflictos internos que Allen arrastra desde su infancia. Aquí es donde suele entrar en juego la expresión “judío renegado”, un apelativo que se usa bastante a la ligera y que en la práctica acaba aplicándose a cualquier tratamiento de personajes judíos que no agrade a los críticos. Allen y Philip Roth son los objetivos habituales de este tipo de ataques. Allen ha definido su posición en otros términos: admite un cierto odio hacia sí mismo, pero mantiene que no tiene nada que ver con el hecho de ser judío. “Tengo otros motivos: por ejemplo, lo que veo en el espejo cuando me levanto por la mañana… o el hecho de que no sea capaz de leer un mapa de carreteras”. Si el retrato que Allen hace de los judíos en Todo lo que siempre quiso saber… se hubiera convertido en un patrón habitual, puede que no me quedara más remedio que darle la razón a sus detractores. Sin embargo, las otras cuarenta y dos películas de Allen carecen de este tipo de malicia. Por supuesto, siempre encontraremos referencias humorísticas y una cierta ambigüedad respecto a la cultura judía en todas sus obras, pero, como escribió el prestigioso autor Hillel Halkin, lo que refleja en realidad este tipo de situaciones es la profunda identificación que siente el cómico hacia el objeto de su burla. Allen ha expresado varias veces hasta qué punto se identifica con Israel y ha dejado clara la importancia que tiene el Holocausto en su forma de ver el mundo. Según Morley T. Feinstein: “Lo que más pesa en la identidad de Woody Allen como judío es el Holocausto. Es su piedra filosofal, su constante punto de referencia, su metáfora favorita”. “Tradicionalmente, cuando los judíos bromeamos acerca de dios –escribió el rabino Joseph Telushkin– lo hacemos con un humor muy amable: puyas irónicas más que risotadas estruendosas. Woody Allen es un maestro de este género, por encima de ningún otro cómico contemporáneo”.
Que los judíos se rían de sí mismos es algo ya habitual en la obra de Sholem Aleichem y es una respetable tradición tanto en la literatura yiddish como en la judeo-americana, desde el Stern de Jay Friedman, el Criers & Kibitzers, Kibitzers & Criers, de Stanley Elkin, o las obras de Isaac Bashevis Singer, Stephen Dixon y Philip Roth, al To an Early Grave de Wallace Markfield (en el que se basó la película Bye Bye Braverman) o la Trilogía de Williamsburg de Daniel Fuchs. Freud escribió en El chiste y su relación con lo inconsciente que “muchos de los mejores chistes […] tienen como origen la forma de vida de los judíos […]No sé si es fácil encontrar un pueblo que se ría tan abiertamente de sus propias limitaciones”. “El humor judío –escribió Sarah Blacher Cohen– no solo es una expresión de la característica tendencia judía al masoquismo, sino que también constituye una importante vía de escape. Riéndose de sus terribles circunstancias, los judíos han sido capaces de superarlas. Su humor ha servido de equilibrio contra la adversidad externa y la melancolía interna”.
Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo fue un éxito de público pero no de crítica. “Es una película más divertida de explicar que de ver y hay pocos casos así… –escribió Paul D. Zimmerman en Newsweek–. De hecho, la película es un fracaso porque no consigue salvar el escalón entre lo que hay en el guion y lo que aparece en la pantalla”. Todo lo que siempre quiso… consiguió una recaudación en Estados Unidos de dieciocho millones de dólares (lo que hoy serían 86,9 millones de dólares), convirtiéndose en la undécima película más taquillera de la filmografía de Allen.
En El dormilón, película que Allen escribió junto a Marshall Brick­man en 1973, Allen consigue llevar a buen puerto una mezcla de ciencia ficción y comedia. Miles Monroe (Allen) es un clarinetista y el propietario de la tienda de comida sana “La zanahoria feliz”, en Greenwich Village. Después de ser operado sin éxito, los médicos lo envuelven en aluminio y lo congelan. Cuando se despierta ya no está en 1973 sino en 2173, en un futuro distópico. El estado totalitario lo ve como una influencia exterior y peligrosa que amenaza con contaminar a la población. Monroe/Woody, como es habitual, se regodea “en las dos cosas que solo pasan una vez en la vida: el sexo y la muerte”. El estado le ha dado una nueva identidad y él necesita que los rebeldes le devuelvan la antigua. Se disfraza de robot para esconderse de la policía y empieza a trabajar para Luna (Keaton), una poetisa de la alta sociedad. Luna y el musculoso Erno intentan que Miles vuelva a ser el que era, recreando una escena de su infancia. Preparan una cena de pascua y fingen ser sus padres, hablando con acento yiddish. No funciona del todo, ya que Miles no acaba transformándose en su yo del pasado sino en Blanche DuBois, con su acento sureño y todo, en lo que supone uno de los mejores momentos de la película. Keaton, a su vez, se convierte en Stanley Kowalsky en una versión desternillante de Un tranvía llamado deseo. En otra escena delirante previa, Allen participa en el concurso de miss América representando a Montana.
El dormilón se estrenó en el Radio City Music Hall el 18 de diciembre de 1973 y fue un gran éxito de crítica y público. La película es la novena en la lista de las más taquilleras de Woody Allen: recaudó 18.344.729 dólares. Con ella, Allen se consagró definitivamente como una estrella, tanto en la actuación como en la dirección. Poco después de su estreno, United Artists le renovó el contrato por siete años. Gracias a El dormilón se ganó el respeto de Vincent Canby, el crítico de cine de The New York Times, que se convertiría en su seguidor más fiel aunque no el más talentoso. Por si eso fuera poco, Penelope Gilliatt, una de las mayores fans de Allen, aprovechó para hacer un perfil de Woody para The New Yorker en el que dejaba clara su admiración.
Los dos críticos más importantes y con mayor intuición, los que realmente le importaban a Allen, eran Pauline Kael y John Simon, y ahora lo miraban con más atención y respeto. Kael escribió que las dos películas anteriores de Allen, Bananas y Todo lo que siempre quiso saber… “ya tenían algunos golpes brillantes que hacían intuir que estábamos en presencia de un genio de la comedia algo errático”. El dormilón le pareció “la más equilibrada y constante de sus películas […] Es un pequeño clásico”. Sin embargo, reconocía que le faltaba la excelencia de “los chispazos inesperados, geniales y alocados” de las dos anteriores películas. “Disfruté mucho con El dormilón y me pasé la película riéndome… pero no es lo que se dice una película desternillante”. Admitía que le resultaba difícil “explicar completamente” la contradicción que encerraba su razonamiento, pero Kael era así. También reconoció que Allen estaba “mejorando como cómico gestual y cada vez se maneja mejor como director”.
Simon, fue, por primera vez, más rotundo en sus halagos: El dormilón era la mejor película de Allen hasta la fecha. “Basta con decir que en esta película Allen abusa menos de sus frustraciones sexuales y de su inadaptación social […] Los elementos visuales están mucho más cuidados que en sus chapuceros años de formación”.
Simon anticipó la voluntad de Allen de llevar su registro como director hacia una narrativa más coherente, constante y dramática. “Allen –escribió– se va alejando poco a poco de las comedias basadas en las frases sueltas y los gags de usar y tirar, mientras que se aproxima a una estructura más completa y disciplinada. Al mismo tiempo, hace mayor hincapié en el humor visual, con resultados dispares. Con todo, el guion de Allen y Marshall Brickman se las apaña para resultar divertido en la mayoría de las ocasiones e incluso muy divertido en muchas de ellas. Además de actuar y dirigir con mayor aplomo que nunca, Allen también compuso la banda sonora e interpreta algunas de sus alegres melodías de jazz. Por encima de todo, añade una buena dosis de sátira política y cultural a nuestro repertorio cinematográfico, tan necesaria actualmente como el propio cambio real en nuestra política y nuestra cultura”.
En 1973, durante una entrevista con el escritor Stephen Banker, Allen habló, como tantas otras veces, sobre la naturaleza inexplicable del talento y cómo tenía que ver con el instinto, la casualidad y la suerte. No conseguía explicar su don para la comedia: “No creo que el sentido del humor se pueda analizar –dijo–. Es algo que siempre me maravilla. Cuando me pongo a escribir chistes, me llegan por sorpresa: estoy solo en el cuarto, buscando la gracia, dándole vueltas y vueltas, y de repente me puedo oír a mí mismo contándolo. Lo estoy oyendo por primera vez, como todos los demás, y me parece gracioso. No piensas en un chiste y luego lo cuentas. Lo cuentas y luego te sientas a escribir lo que acabas de contar”.
Cuando le preguntaron si se sentía un perdedor, Allen recurrió de nuevo a sus características preocupaciones en torno a la mortalidad y la muerte en sí. “Tengo la sensación de que todo el mundo se siente un perdedor. Es algo automático. Y si no se sienten así, deberían, porque todo el mundo es un perdedor. Es imposible no ser un perdedor. La misma esencia de la vida te hace así”.
Banker le pidió a Allen que pusiera un ejemplo de esa “misma esencia de la vida”. “Bueno, sabemos que somos mortales –contestó Allen–. Resulta que vivimos aquí pero en realidad no sabemos por qué, es complicado adaptarse a la situación y antes de que nos demos cuenta estamos muertos sin haber llegado a entender en ningún momento de qué iba todo esto. Así que, automáticamente, te conviertes en un perdedor. No hay ninguna duda al respecto. De hecho, no me gusta la gente presuntuosa. Los odio de primeras. No puedo evitarlo. No me gustan las personas con confianza en sí mismas y no me fío de ellas, nunca lo he hecho. Siempre me atrae la gente, tanto hombres como mujeres, más retraída”
Allen siguió publicando sus parodias de la literatura clásica, las biografías académicas, las historias teológicas y los tratados filosóficos en The New Yorker, The New Republic y otras revistas. Normalmente eran una mezcla de lo metafísico, lo mundano y lo coloquial, el conflicto paradójico entre una forma clasica y un fondo gracioso, extravagante. El tema solía tener que ver con el mundo judío y el enfoque siempre era irreverente hacia el judaísmo y la Biblia. Allen me escribió que creció leyendo el Antiguo Testamento en hebreo, sobre todo el libro de Job. Sus dudas acerca de la existencia de dios estaban presentes en muchas de esas historias, con sus parodias de las historias bíblicas y las tradiciones religiosas judías, además de su habitual ridiculización de los rabinos. Con todo, incluso en estos relatos, siempre está buscando alguna prueba de que dios exista, aunque sin éxito alguno. No deja de darle vueltas al asunto, con sus chainik (quejas, protestas) constantes, confiando de alguna manera, contra toda evidencia, en que dios dé la cara en algún lugar, de algún modo. En “Leyendas jadísicas”, una mujer le pregunta a un rabino por qué a los judíos no se les permite comer cerdo. El rabino contesta: “¿No se nos permite comer cerdo?… Glups…”. En su versión de la historia de Job, “Los pergaminos”, publicada el 31 de agosto de 1974 en The New Republic, Allen aborda el problema de seguir creyendo en dios después del Holocausto. Nos cuenta la historia de un pastor que descubre seis pergaminos (junto a dos entradas para ver un espectáculo de patinaje sobre hielo llamado “Ice Capade”) en unas grandes vasijas de arcilla. La autenticidad de los pergaminos parece dudosa puesto que “la palabra Oldsmobile aparece varias veces en el texto”. Allen cita de los pergaminos que el Señor mandó seis plagas y que la esposa de Job se enfadó, rasgó sus vestiduras “y luego quiso subir el alquiler pero negándose a pintar”. Allen reformula la orden a Abraham de sacrificar a Isaac. Dios le dice que era solo una broma y le da una cachetada a Abraham por ser tan ingenuo. “Esto deja claro que algunos hombres siguen cualquier tipo de orden, por muy absurda que sea, siempre que les llegue de una voz resonante y bien modulada”.
También tenemos el caso del vendedor de camisetas “golpeado por los malos tiempos. Ni conseguía darle salida a su mercancía ni conseguía prosperar”. Le implora al señor: “He cumplido con tus mandamientos. ¿Por qué no puedo siquiera ganarme la vida cuando mi hermano pequeño se está forrando con el prêt-é-porter para niños?”.
Y el señor oyó al hombre y le dijo: ‘En cuanto a tus camisetas…’
–¿Sí, señor?– dijo el hombre, arrodillándose.
–Cose un cocodrilo encima del bolsillo.
–¿Señor?
—Tú limítate a hacer lo que te estoy diciendo. No lo lamentarás.
Y el hombre cosió en todas sus camisetas el símbolo de un cocodrilo pequeño y, mira por dónde, de repente su mercancía empezó a venderse con un enorme éxito y él se regocijó mientras entre sus enemigos cundían el llanto y el rechinar de dientes…
Hay muchos testimonios que contradicen la imagen de Allen como alguien distante y reservado en el trato; estos testimonios vienen normalmente de personas que estaban empezando, que no eran aún sus compañeros de trabajo. Craig Modderno me contó el suyo y Steve Stoliar no quiso ser menos. Stoliar es el autor del mejor libro sobre Groucho Marx, Raised Eyebrows: My Years in Groucho’s House [Con las cejas levantadas: mis años en la casa de Groucho]. Cuando tenía poco más de veinte años, Stolian trabajó como archivista y secretario personal de Marx, viviendo en su casa de 1974 a 1977. Durante ese tiempo hizo otros dos amigos: Dick Cavett y Woody Allen. Groucho le había pasado la autobiografía de Cavett y le había dicho: “Toma, lee esto. Te gustará”. A Stoliar le gustó, y mucho, y le escribió a Cavett. Entablaron correspondencia y, una vez muerto Marx, mantuvieron el contacto. Un día, Cavett le escribió: “Por cierto, espero que no te importe, pero le he enseñado algunas de tus cartas a Woody y me dice que están muy bien escritas”. En 1982, cuando Stoliar ya tenía treinta años, Cavett lo contrató para que le escribiera sus guiones en la HBO y Stoliar se mudó de Hollywood a Nueva York.
“Un día me llamó Cavett –me contó Stoliar– y me dijo que se había enterado de que Woody estaba rodando su última película en el edificio situado a ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Introducción: Cómo llegué a Woody
  6. I El encanto fue la causa
  7. II ‘Escribir le salvó la vida’
  8. III El auténtico Broadway Danny Rose
  9. IV ‘Woody, c’est moi’
  10. V Un baño de miel
  11. VI ‘Tan duro y romántico como la ciudad que amaba’
  12. VII La mujer que salva a Leonard Zelig
  13. VIII Dick y Woody
  14. IX ‘Destellos fulgurantes de grandeza’
  15. X Sexo, mentiras y cintas de vídeo
  16. XI Woody se saca (otra vez) un conejo de la chistera
  17. XII Bolas de acero
  18. Epílogo. Emocionar a todo el mundo
  19. Notas
  20. Filmografía
  21. Bibliografía
  22. Listado de imágenes
  23. Agradecimientos