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Ensayos sobre literatura

Robert Louis Stevenson

  1. 448 páginas
  2. Spanish
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Ensayos sobre literatura

Robert Louis Stevenson

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Primera entrega de los ensayos reunidos del autor de La isla del tesoro. Empezamos con su universo literario. La arquitectura de un escritor.Narrador inolvidable, poeta valioso, viajero y acuñador de anécdotas biográficas, para conocer completamente el universo Stevenson es necesario visitar también su faceta ensayística, a la altura del resto de su obra, didáctica y cercana, pero también rigurosa y precisa. Envidiable.Escribir reúne sus Ensayos sobre literatura, donde los textos sobre sus libros de cabecera dan paso a los retratos de sus autores favoritos, se mezclan con variados consejos de escritura, confesiones literarias y recuerdos sobre su propio trabajo y la creación de títulos tan maravillosos como El señor de Ballantrae o La isla del tesoro.

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Información

Año
2018
ISBN
9788483936269
Edición
1
Categoría
Literatura
Los escritores
Las novelas de Victor Hugo
Apres le roman pittoresque mais prosaique de Walter Scott il lestera un autre roman a creer, plus beau et plus complet encore selon nous. C’est le roman, a la fois drame et epopee, pittoresque mais poetique, reel mais ideal, vrai mais grand, qui enchassera Walter Scott dans Homere1.
Palabras de Victor Hugo sobre Quentin Durward
Las novelas de Victor Hugo ocupan una posición importante en la historia de la literatura; muchas innovaciones, de las que antes se hicieron algunos tímidos intentos, se han materializado y llevado en ellas hasta sus últimas consecuencias; gran parte de lo que aún no estaba definido en materia de tendencias literarias ha alcanzado en ellas una madurez rotunda; muchas cosas han llegado a un punto donde se distinguen del resto, y en la última de todas, Noventa y tres, ese culmen alcanza la perfección. Es algo que está en la naturaleza de las cosas: los hombres que de algún modo son representativos de determinada fase del progreso pueden equipararse a las manecillas que recorren la esfera del reloj –que continúa su avance como sugieren esas manecillas– con mayor justicia que al mojón inmóvil, medida sólo de lo pretérito. El movimiento no se detiene. Ese algo dotado de significación, en virtud de lo cual la obra de un determinado hombre se distingue de la de sus predecesores, sigue soltándose y volviéndose cada vez más articulado y reconocible. El principio de crecimiento que colocó a su primer libro en un puesto más elevado que el que ocupaban los de otros escritores es el mismo que eleva a este último libro suyo a un estadio más alto que su primera obra. Y precisamente la producción más estúpida de cualquier era literaria nos da a veces la pista necesaria para comprender que hemos estado buscando una obra maestra en vano, durante demasiado tiempo, de tal modo que la obra más floja de un autor puede ser la que, al llegar con la estela de muchos otros, nos permita por fin captar esa esencia subyacente a todas ellas, ese tuétano de significado que unifica el trabajo de una vida y lo convierte en algo orgánico y racional. Esto es lo que ha hecho Noventa y tres por las anteriores novelas de Victor Hugo y, a través de ellas, por toda una facción de la literatura moderna. Aquí tenemos la continuación legítima de una larga tradición literaria aún viva, y también su explicación. Cuando hay muchas líneas que van en direcciones divergentes pero sólo lo justo para confundir al ojo, sabemos que lo único que tenemos que hacer es conseguir que vuelvan simple el caos, algo que se hace continuamente en la historia de la literatura. Así entenderemos mejor la importancia de las novelas de Victor Hugo, si las contemplamos como una prolongación de una de las principales líneas de las tendencias literarias.
Cuando comparamos las novelas de Walter Scott con las del genio que fue su antecesor y al que honró como maestro en su arte –me refiero a Henry Fielding– me siento algo sorprendido al principio, al constatar la diferencia que hay entre los dos. Fielding tiene en sí tanta ciencia humana… tiene la mano más firme para llevar el timón de su historia, su sentido del personaje más afinado –lo dibuja (en cierto modo, igual que Scott hace en otras ocasiones) de un modo bastante más abstracto y académico– y, por último, hace gala de más sentido del humor y del mismo buen carácter que el gran escocés. Con todos estos puntos de coincidencia entre ellos, resulta sorprendente que su trabajo sea tan distinto, pero el hecho es que la novela inglesa miraba en una dirección determinada y buscaba una serie de efectos, en manos de Fielding, mientras en manos de Scott miraba en todas las direcciones posibles y buscaba todos los efectos que pudieran utilizarse en ella. La diferencia entre estos dos hombres determina una importante liberación. Con Scott comienza el movimiento romántico, el movimiento de la curiosidad que se amplía y de la imaginación que se emancipa. Y parece trivial decir esto, pero las cosas triviales a veces no se asimilan del todo. Y esta liberación, esta emancipación que afecta al cambio técnico que se ha producido en la novela moderna en prosa, tal vez nunca se ha explicado claramente.
Para hacerlo será necesario comparar los dos juegos de reglas en los que se basan las obras de teatro, por un lado, y las novelas por otro. El propósito de una y otra es tan parecido, tratan de pasiones e intereses tan similares, que estamos dispuestos a olvidar la oposición fundamental que subyace a sus métodos. Pero esa oposición fundamental existe. En la obra teatral la acción se desarrolla en gran medida a través de cuestiones que son ajenas al arte, es decir, cuestiones reales, y no una norma artística. Se trata de una especie de realismo que no debe confundirse con el realismo en pintura, del que tanto hemos oído hablar. El realismo en pintura es cuestión de propósito, mientras en la obra teatral, es un asunto de método. He oído contar la historia de un pintor francés que, cuando quería pintar una playa llevaba el realismo a sus últimas consecuencias y pegaba en el lienzo arena de verdad. Eso es precisamente lo que se hace en el teatro: el autor dramático tiene que pintar sus playas con arena de verdad: por el escenario se mueven hombres y mujeres reales, de carne y hueso; lo que oímos son voces reales, lo que se simula añade sentido a lo que de verdad es. Vemos a una mujer esconderse tras un biombo haciendo de Lady Teazle y, al cabo de un rato, la vemos que vuelve a aparecer. Todas estas cosas que siguen siendo en el teatro como son en la vida: no se transmutan por acción de las convenciones artísticas, son terriblemente tercas, y es muy difícil lidiar con ellas. Además dan lugar a una serie de limitaciones de tiempo y espacio para el dramaturgo. Estas limitaciones se aproximan de alguna manera a las que impone la pintura: el autor dramático sufre un impedimento, está atado no sólo a un momento, sino a la duración de cada una de las escenas o actos; está confinado al escenario, casi igual que el pintor lo está a su lienzo. Pero la restricción más grande a la que se enfrenta un autor dramático es a tratar con sus actores, y sólo con ellos. Hay momentos de suspenso, hay determinadas disposiciones del elenco de personajes, un crecimiento lógico de la emoción… y estos son los únicos medios que el dramaturgo tiene a su alcance. Es cierto que, con la ayuda del pintor de escenas, el sastre y el director de orquesta, puede añadir a todo esto cierto espectáculo y gran aparato2; pero para el autor teatral esto está fuera de toda cuestión, y no tiene nada que ver con el toque vivificante del genio. Cuando estudiamos la novela, sin embargo, no vemos nada de esto. Aquí nada se reproduce directamente para nuestros sentidos. Y no hablo sólo de la concepción fundamental del trabajo: tampoco el escenario, ni los aparatos, ni el mecanismo en virtud del cual esta concepción se nos hace inteligible. Todos ellos se han metido en el crisol de la mente de otro hombre y luego vuelven a salir, todos mezclados, en forma de palabra escrita. Al perder cualquier nota de ese realismo que hemos descrito antes, el arte gana claramente en libertad, en amplitud y en competencia. Y así la pintura, en la que las líneas redondeadas de las cosas se extienden sobre un tablero plano, es más libre que la escultura, donde se preserva la solidez. Al dejar de lado estos rasgos de identidad es cuando el arte gana fuerza. Y esto ocurre también en el caso de las novelas, si se las compara con el teatro. La narración continuada es un tablero plano en el que el novelista lo dispone todo. Y de esto resultan dos cosas: una pérdida de la viveza, sí, pero compensada: compensada por una ganancia de su poder sobre el tema. De manera que podemos subordinar la importancia de una cosa a la de la otra, e introducir todo tipo de detalles sutiles hasta un punto que antes era impensable. Y el artista puede representar la ostentación de las trompetas ante el emperador victorioso y el cotilleo de las comadres de un mercado de provincias, la decadencia gradual de un hombre de cuarenta años y el gesto de un momento apasionado. Y se sentirá igualmente incapaz, si lo mira desde determinado punto de vista, e igualmente capaz, si lo mira desde otro, de reproducir un color, un sonido, un trazo, un argumento lógico, una acción física. Puede mostrar a sus lectores, tras los personajes que por un momento ocupan el primer plano de su historia –y también en torno a ellos– la sugerencia continuada de un paisaje, el cambio de tiempo y lo que éste acarreará en las vidas y fortunas de los hombres, que se adivina tenue en el horizonte; el fatalismo de acontecimientos lejanos, la corriente de la tendencia nacional, el marco sobresaliente de la causalidad. Y todo esto, lanzado sobre un tablero plano, con naturalidad y sin sobresaltos, entra a formar parte de la textura de una narración continua e inteligente.
Y aquí llegamos a la diferencia entre Fielding y Scott. En la obra de este último, fiel a su carácter moderno y romántico a la vez, nos damos de pronto cuenta del peso del trasfondo. Fielding, por otra parte, aunque ha reconocido que la novela no es más que épica escrita en prosa, escribió con el espíritu de la pieza teatral, y no de la épica. Naturalmente, no pretendo afirmar con esto que el teatro sea en modo alguno incapaz de regenerarse de una manera similar a la de la novela. El hecho que tengo en contra es suficiente para prevenir al lector frente a tal equivocación: quiero decir que Fielding no llegó a percibir algunas ventajas que posee la novela con respecto a la obra de teatro o, al menos, no las dio importancia y no las sacó partido. Continúa viendo todo, hasta el final, como lo vería un dramaturgo. El mundo con el que él se relaciona, el mundo que ha creado para sí y que él ha querido crear y ofrecer a sus lectores, era un mundo de interés exclusivamente humano. En cuanto al paisaje, se conformaba con dar unas cuantas instrucciones como director de escena, como lo hubiera hecho en un libreto: Tom y Molly se adentran en un bosque impracticable. En cuanto al nacionalismo y al sentimiento público, resulta chocante pensar que Tom Jones tiene lugar en el año cuarenta y cinco, y que el único empleo que hace de la rebelión es poner un batallón de soldados en el camino de su héroe. Sin embargo, es importante destacar que sí se produce un cambio en la concepción del personaje con el inicio del movimiento romántico y la consiguiente introducción en la ficción de gran cantidad de materiales nuevos. Fielding nos dice también que él pensaba que hacía falta dar cuenta de los actos de sus criaturas: pensaba que cada uno de estos actos podía descomponerse en una serie de elementos personales sencillos, de la misma manera que descomponemos una fuerza en un problema de dinámica abstracta. Los motivos de mayor calado le son siempre desconocidos: no entiende que la naturaleza del paisaje o el espíritu de los tiempos puede estar en todo, en el corazón de una historia; por ese motivo nunca los menciona. Pero a Scott su instinto, el instinto de ese hombre que pertenece a una edad radicalmente distinta, le enseñó otra cosa; y en su obra, los personajes como individuos empezaron a ocupar una proporción mucho más pequeña, en comparación, de ese lienzo en el que los ejércitos hacen sus maniobras. Los personajes de Fielding siempre fueron grandes, pintados a tamaño natural y con una voluntad perfectamente arbitraria. Con Scott empezamos a tener cierto sentido de las sutiles influencias que moderan y cualifican la personalidad de un hombre, y esa personalidad ya no se lanza sobre un escenario, aislada de forma artificial, sino que se restituye al lugar que ocupa en la constitución de las cosas.
Al producirse este cambio en la manera de ver a los hombres y de contemplar sus actos, mostrados en primera instancia en una novela, es cuando la historia se renueva y vivifica. Porque el arte precede a la filosofía, incluso a la ciencia. La gente tiene que haberse dado cuenta de lo que sucede, tiene que haberse interesado por ello, antes de comenzar a debatir las causas e influencias. Y en esta vía el arte es pionero del conocimiento. Las predilecciones que el artista tiene, sin saber por qué, esas aceptaciones y reconocimientos irracionales, reclaman al mundo lo que todavía no hemos asumido, un rincón más, otro rincón. Y una vez que los hechos están ante nosotros, perfectamente vívidos, y que nosotros contamos con el tiempo necesario para organizarlos en nuestra mente, es cuando aparece el hombre de ciencia a darnos una explicación. Scott se interesó por muchas cosas a las que Fielding no hizo ningún caso, y por este motivo, y no otro, las incorporó a sus novelas. Si le hubieran dicho que lo que estaba iniciando era la esencia misma de un movimiento, se hubiera mostrado incrédulo y no poco escandalizado. En la época en la que él escribió aún no se había perfilado la auténtica deriva de ese nuevo estilo de ficción que busca complacer a la gente; incluso ahora sólo es posible formarse una opinión adecuada del asunto si estudiamos las novelas de Victor Hugo. Estas novelas no sólo son descendientes naturales de los libros de Waverley, sino que en ellas se encuentra lo que luego veremos en la revolucionaria tradición de Scott llevado a sus últimas consecuencias –y más allá de Scott– en lo que respecta a su concepción de la prosa de ficción y sus fines. Hugo le ha superado en su propio espíritu en lugar de limitarse a seguirle, obediente. Tenemos aquí, como dije antes, una línea de tendencia literaria que se ha trabajado, y a la que luego han seguido otras, cada una de un modo distinto. Cuando llegamos a Hugo vemos que la desviación, que no parecía muy grande ni muy seria, entre Scott y Fielding, es en realidad un golfo inmenso tanto en pensamiento como en sentimiento, que sólo podrán sortear las generaciones futuras. Y es lógico que uno de los principales logros de Hugo sobre Scott sea el avance experimentado en la conciencia de sí mismo. Pero ambos hombres siguen un mismo camino: uno lo hizo a ciegas y sin planificación alguna, mientras el otro avanzó resuelto y reflexivo. Nunca hubo artista menos consciente que Scott, y seguramente no habrá muchos más conscientes que Hugo. El párrafo que hay al principio de este artículo muestra la manera tan orgánica que tiene de entender la naturaleza de sus propios cambios. En cada una de sus cinco principales novelas (que me propongo examinar aquí) subyacen dos estructuras deliberadas: una artística, la otra conscientemente ética e intelectual. Se trata de un hombre que habita en un mundo muy diferente del de Scott, quien profesa firmemente (en una de sus introducciones) que no cree que las novelas tengan influencia moral alguna. Sin embargo, Hugo es demasiado artista para permitir que los dogmas le impidan el paso, y la verdad es que el resultado artístico parece tener, al menos en un caso importante, escasa relación con el otro, el resultado ético.
El resultado artístico de una novela, lo que deja en la memoria una novela verdaderamente poderosa y artística, es tan complicado y tan refinado que resulta difícil darlo un nombre, aunque al mismo tiempo sea tan simple como la naturaleza. Estas dos proposiciones pueden parecer destructivas entre sí, pero lo son sólo en apariencia. El hecho es que el arte trabaja en un ámbito que está más allá del territorio del lenguaje o de la ciencia y logra, para ofrecérnoslos, una serie de efectos a través de la sugerencia o la exageración para los que no tenemos nombre. No, tenemos darles nombre porque estos efectos no encajan exactamente en las necesidades de la vida. He aquí esa sospecha de vaguedad que suele rodear al propósito de cualquier novela: está claro para nosotros, si lo pensamos, pero no estamos habituados a considerar que una cosa está clara si se queda sólo en el pensamiento: tenemos que formularlo con palabras, y el lenguaje analítico no está lo suficientemente pulido para desempeñar esa finalidad. Todos sabemos de esta dificultad en el caso de la pintura, por muy simple y muy fuerte que sea la impresión que nos ha dejado. Pero como el lenguaje es el medio con el que se transmite la novela, no...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. LA ESCRITURA
  5. LOS LIBROS
  6. LOS ESCRITORES
  7. Origen de los textos