1.
DUELOS Y QUEBRANTOS
El más famoso de esos desafíos fue tal vez uno que ni siquiera llegó a realizarse porque uno de los duelistas ahuecó el ala antes de la batalla. (Aunque fuentes muy rigurosas aseguran que jamás tuvo lugar porque la historia misma es ficticia. Da lo mismo.) Ocurrió (o no) a comienzos del siglo XVIII en la corte de Augusto de Sajonia, un rey algo estrambótico, amante de las artes y con fama de forzudo, fama que él mismo acreditaba por el procedimiento de doblar herraduras en público.
Augusto el Fuerte contrató a un clavecinista francés llamado Louis Marchand, una auténtica primadonna que consiguió poner de los nervios a su maestro de capilla (o sea, a su director musical), otro francés llamado Jean Baptiste Volumier.
Como su fornido patrón estaba muy encaprichado con Marchand, plantear un órdago frontal era impensable so pena de despertar la cólera del monarca. El taimado Volumier urdió entonces una añagaza y convenció a Augusto de que organizara un duelo musical entre Marchand y otro insigne virtuoso del clavecín: Johann Sebastian Bach. No sabemos si Marchand espió los ensayos de Bach durante las horas previas al certamen, pero estaba claro que le iba a resultar imposible salir airoso de aquel trance y, cuando llegó la hora señalada, el francés simplemente no compareció. Para no afrontar la ignominia que conlleva toda deserción frente al enemigo, puso pies en polvorosa y regresó de inmediato a París. Mil kilómetros de más que penosa diligencia.
Bach, por su parte, recicló el duelo en concierto e hizo las delicias del público. O eso cuentan.
¿Cuáles solían ser las reglas de un duelo como aquél? Básicamente, los duelistas intercambiaban retos. Bach le habría dado a Marchand un tema para que éste improvisara y viceversa.
Un duelo que sí llegó al showdown (como decimos los jugadores de póker) fue el de Händel contra Scarlatti organizado en Roma por el cardenal Ottoboni. Acabó en empate porque Händel era mejor organista y su rival se daba más maña con el clavecín.
Mozart tuvo que medirse en Viena con Muzio Clementi y ganó por 2-1: el público dictaminó que estaban igualados en arte (es decir, en técnica), pero que Mozart desplegaba un gusto más exquisito.
El más formidable duelista del panteón clásico fue Ludwig van Beethoven, que derrotó, entre otros, al checo Joseph Gelinek, niño mimado de los salones vieneses a finales del XVIII. Mis intrigas musicales (La Décima Sinfonía, El violín del diablo y Morir a los 27) están firmadas con el seudónimo Joseph Gelinek porque me resultaba atractivo y en cierto modo irónico que el perdedor de aquel lance escribiera una novela sobre el genio de Bonn.
Cuando llegó a Viena, Beethoven ya era un talento musical extraordinario, pero la aristocracia vienesa no estaba dispuesta a tolerar que un paleto alemán se convirtiera en el amo de sus salones por el simple hecho de haber triunfado en unas cuantas soirées musicales. Gracias al testimonio de un músico de la época, Carl Czerny, conocemos el antes y el después de la gran contienda entre Gelinek y Beethoven. Czerny se cruzó con el checo la mañana del duelo y le dijo:
—He oído que esta tarde os enfrentáis a un tipo recién llegado de Bonn.
—Sí —respondió Gelinek—, ¡lo voy a triturar!
A la mañana siguiente, Czerny volvió a tropezar con la hasta entonces vedette indiscutible de la aristocracia local y le preguntó por el resultado de la competición:
—La de ayer fue una noche que no olvidaré fácilmente. Ese joven debe de haber pactado con el diablo. ¡Nunca he oído a nadie tocar de esa manera! Le facilité un tema y le juro que ni siquiera Mozart lograba improvisar con tanta maestría. Luego tocó varias de sus composiciones, que son maravillosas, ¡realmente fantásticas!, y demostró que domina efectos y técnicas de teclado con los que nosotros no podríamos ni soñar.
—Ya veo —dijo Czerny—. ¿Y cómo se llama ese prodigio?
—Es un sujeto bastante feo, achaparrado y negruzco con una personalidad de lo más agreste. Su nombre es Beethoven.
En el capítulo siguiente mostraremos argucias desaprensivamente gallardonianas para seducir con palique musical a la mismísima Julia Roberts.
2.
LA SEDUCCIÓN DE JULIA Y LOS MODOS DEL HUMOR
¿Con qué opciones contamos? ¿Qué repertorio de alardes (musicales) tenemos a nuestra disposición? Pese a las homilías de los moralistas más recalcitrantes, es obvio que dineros son calidad, que el poderoso caballero ayuda notablemente al éxito de cualquier empresa, pero no todos los bolsillos se pueden permitir un pretty woman (o man) con la persona a la que queremos encandilar. Quiero decir, un pretty woman completo.
(Advertencia para los bolsillos que sí se lo pueden permitir: sed mesurados en la administración de vuestros envidiables recursos. La opulencia pedestre espantará a los más rectos y/o a los menos necios. Marx insinuaba que el matrimonio burgués es una forma de prostitución encubierta. Seguramente exageraba. Lo aconsejable, en cualquier caso, es mantener el velo corrido: quien vende su cuerpo al mejor postor en el mercado de las transacciones carnales debe mirarse en el espejo para contemplar un compendio de virtudes.)
Richard Gere mete a Julia Roberts en su avión privado y la lleva a San Francisco para escuchar La traviata desde un palco que cuesta 370 dólares por barba. ¡Que sí, que lo he mirado! Un pretty woman pata negra en la Ópera de San Francisco (marco incomparable donde los haya), cuesta eso: 370 dólares, unos 300 euros al cambio actual. ¿Quién puede costeárselo… con la que está cayendo?
(Observaréis que tampoco yo, fino estilista laureado por la crítica más exigente —excluido el feroz Arcadi—, soy inmune a los marcos incomparables, las precipitaciones y otros sintagmas huecos. A la primera oportunidad os endilgaré referentes emblemáticos.)
La buena noticia, sin embargo, es que hay otro sistema para impresionar a nuestra presa: revelarle arcanos de la ciencia musical que no haya oído ni en el Clásicos Populares de mi querido y fallecido amigo Fernando Argenta. Hondos misterios que no vienen en la Wikipedia, fuente de todos los saberes.
Para dejarla boquiabierta con lo que voy a contar es indispensable ver (y anunciar que se han visto) todas las conferencias dadas por Leonard Bernstein en la Universidad de Harvard duran...