El Dios de la alegría y el problema del dolor
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El Dios de la alegría y el problema del dolor

  1. 128 páginas
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El Dios de la alegría y el problema del dolor

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Índice
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Información del libro

¿Por qué no me quita Dios este sufrimiento? Hay quien dice que Dios permite el dolor. Otros dicen que es un castigo. Incluso algunos defienden que es un regalo de Dios.¿Cuánto hay de cierto en esto? ¿Cómo reaccionar ante el dolor? ¿Por qué me pasa eso a mí, y no a otro? Contemplamos cada cierto tiempo desastres naturales, males físicos y morales que dejan al hombre abatido y desconcertado. ¿No podía Dios haberlos evitado? ¿No podía haber construido un mundo mejor? ¿Qué explicación ofrece la fe católica?

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Información

Año
2017
ISBN
9788432145926
Categoría
Religión
PARTE I
LAS CAUSAS DEL DOLOR
I. EL PROBLEMA
El Dios de la alegría
Una primera consideración, antes de abordar de lleno la cuestión del sufrimiento: la casi totalidad de las realidades humanas no son digitales, sino analógicas. En este mundo tan digitalizado en el que vivimos, conviene recordar que en la mayor parte de los aspectos de nuestra vida, no se trata tanto de ceros y unos, de sí y no… sino de más o menos, de mejor o peor. No se trata solo de ser estudiante, sino buen estudiante. No se trata de estar matriculado en un curso, sino de estudiar de verdad. Se puede ser mejor o peor estudiante, sin dejar de ser estudiante.
Lo mismo pasa con cualquier otra actividad a la que nos dediquemos: conductor, atleta, funcionario, cocinero, padre de familia o lo que sea: se tratará de ir consiguiendo mejorar y, si es posible, alcanzar un cierto grado de excelencia.
También sucede con el cristianismo: no se trata tanto de estar apuntado como cristiano, sino de ser un buen cristiano. El mero hecho de estar apuntado no sirve de casi nada. Una persona puede estar matriculada en un curso… y no servirle de nada. Si no va a clase, no abre un libro, ni se presenta a los exámenes… ¿de qué le ha servido «ser estudiante»?: de nada. De hecho es como si no lo fuera. Pues con el cristianismo sucede algo análogo: podemos estar apuntados en la lista oficial de los cristianos… y vivir como paganos.
¿Cómo puedo medir mi cristianismo? ¿Cómo puedo saber si soy buen cristiano? Los estudiantes tienen un medio muy concreto para saber si son o no buenos estudiantes: los exámenes son un termómetro bastante claro del esfuerzo y la capacidad de cualquier alumno.
¿Los cristianos tenemos algún termómetro para saber si estamos siendo buenos cristianos? Me parece que sí: hay bastantes. Uno indudable es la preocupación por los demás, la caridad. Pero hay otro también muy claro: el modo como entendemos a Dios. Podemos acercarnos a Él como a un Padre amoroso, que se desvive por nuestra felicidad y nuestra alegría… o podemos verle como un ser terrible y enigmático, alejado de nuestra preocupación por ser felices e, incluso, como causa de nuestros males.
Los cristianos decimos y repetimos que Dios es el Dios del amor y de la alegría. Es casi el núcleo de la enseñanza cristiana, según recogen los evangelios. Cuando el papa Francisco ha escrito un documento con carácter programático, según él mismo dice, lo ha titulado Evangelii gaudium: «La alegría del evangelio». El cristianismo ha afirmado esta verdad desde siempre, y el último pontífice la está subrayando cada vez con más fuerza[1].
En consecuencia, ser cristiano es, en su núcleo más fundamental, confiar en Dios. Si un cristiano no confía en Dios… difícilmente puede decir que es cristiano. Pero solamente confiamos de verdad en aquellas personas a las que amamos y de las que nos sentimos amados. No se puede confiar en un enemigo, en una persona que nos hace el mal, que nos hace sufrir.
Si de algún modo se nos mete en la cabeza que Dios es el responsable de nuestros sufrimientos… ¡qué difícil será que podamos confiar en Él! Por tanto, el problema del dolor nos acerca al punto esencial del cristianismo. O más bien, un error en el enfoque de la cuestión del mal nos puede hacer desconfiar de Dios: puede alejarnos de Él y hacer tambalear nuestra fe cristiana.
Solo si vemos a Dios como el Dios de la alegría, del amor y de la paz, podremos confiar en Él, podremos ser verdaderamente cristianos.
El escándalo del mal
Frente al Dios de la alegría, se levanta lo que se suele llamar el «escándalo del mal». El Catecismo de la Iglesia Católica lo plantea con las siguiente palabras: «Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal?» (Catecismo I.C., n. 309).
La palabra «escándalo» tiene un significado específico en los escritos teológicos. No es un tumulto de ruido y gritos, como se suele entender en el lenguaje de la calle. El escándalo, en terminología teológica, es cualquier cosa (acción, palabra, imagen…) que incite a otro a pecar, a alejarse de Dios. En este sentido, el dolor y el sufrimiento son, cuando no se entienden bien, verdaderos motivos de escándalo: separan de Dios.
La culpa, lógicamente, no está en Dios. Tampoco propiamente en el daño concreto, sino en una mala reacción nuestra ante el dolor o el mal. Por eso se puede afirmar que el dolor es una piedra de toque de nuestro cristianismo: es una prueba de si somos cristianos de verdad, hasta el fondo… o si nos hemos quedado en un cristianismo superficial, en un mero estar «apuntados».
Es evidente que un ateo no se encuentra con este problema: si el mundo fuera consecuencia del azar y del caos, lo extraordinario sería que algo funcionara bien. En un mundo sin Dios, lo normal sería el caos, el choque, el desorden intrínseco, con sus lógicas secuelas de daño y de sufrimiento. El dolor y el mal pueden plantear otros problemas a los ateos, pero no en relación con la bondad de Dios.
Tampoco presenta ningún problema a quien tenga alguna creencia de corte maniqueísta: si hay una deidad buena y otra mala, el dolor y el mal quedan automáticamente justificados. Ni reviste mayor dificultad si se considera a Dios como «el gran arquitecto del universo»: un dios así habría echado el universo a rodar… y luego se habría desentendido de toda la historia.
Pero si creemos en un Dios amoroso y providente, ¿cómo se explica la existencia del mal? ¿Cómo se compagina ese mal con el amor de Dios? Ese es el problema que no podemos dejar de abordar, planteado ya desde los antiguos griegos. Un hombre de fe no puede enfrentarse a ese problema y encogerse de hombros. El cristianismo ha sabido afrontar siempre con confianza la relación entre la fe y la razón: Dios es la fuente última de toda verdad, y el esfuerzo por entender las distintas realidades de este mundo siempre nos llevará a entender mejor a Dios, dentro de nuestras limitaciones.
Por eso, este libro está escrito pensando en personas que tengan, al menos, un poco de fe en un Dios amoroso: son quienes se pueden encontrar más perplejos al encontrarse con esa posible contradicción entre un Dios de la alegría y la realidad del dolor y del sufrimiento.
Y quizás en este siglo XXI en el que nos encontramos, tenemos las herramientas para dar una respuesta más comprensible a este problema que en los siglos anteriores. De todos modos, la cuestión es complicada: no tiene solución fácil ni precisa. Es necesario disponerse a pensar despacio las cosas, con serenidad y detenimiento.
Existencia real del mal
El mal existe. Una afirmación indiscutible para la mayoría de las personas. Aun así conviene comenzar reconociéndolo[2]. En ocasiones el mal se presenta como una mera ausencia de bien: un hombre que nace ciego o cojo. Otras es un daño ocasionado consciente y voluntariamente. A veces es una catástrofe natural. En otros momentos, una mera sensación interior de malestar ante el mundo que nos rodea o ante nuestra propia identidad. En cualquier caso, algo que nos produce dolor y sufrimiento.
Algunas personas niegan la objetividad del bien y del mal, afirmando que unas personas consideran un bien lo que otras ven como un mal. Pero para lo que aquí nos interesa, podemos dejar de lado el análisis filosófico de este relativismo. El mal se presenta como lo que nos hace daño como seres humanos, como personas, como miembros de la sociedad. A veces lo sentimos más físicamente; otras solo en nuestro interior; en ocasiones, alguna cosa nos hace un daño real y no nos damos cuenta hasta pasado bastante tiempo; pero no por eso deja de ser un mal, algo que nos ha hecho daño… aunque en un primer momento nos pasara desapercibido.
Podríamos definir brevemente el bien como aquello que nos perfecciona como personas, lo que nos ayuda en nuestro desarrollo y nos facilita alcanzar la plenitud como hombres. El mal, por el contrario, es lo que nos daña, lo que nos dificulta llegar a esa plenitud anhelada por todos.
Es decir, el mal nos hace daño. Y ese daño lo notamos porque sentimos dolor, sea físico o psíquico. Cuando un microbio hace daño a mi cuerpo, lo noto en el dolor; si me doy un golpe, lo mismo. Y cuando alguien se porta mal conmigo, también noto un dolor interior que me avisa de la injusticia cometida. El dolor es siempre la reacción al daño causado por un mal.
Y el dolor, a su vez, tiene una consecuencia especial en el hombre: el sufrimiento. El dolor es una reacción natural ante un daño, sea físico o social. Pero el hombre, además, tiene una segunda reacción: sufre, es consciente del dolor; se da cuenta, muchas veces, del absurdo del dolor. Eso es el sufrimiento: la reflexión interior ante el dolor… y la mayor o menor desesperación ante un dolor al que, muchas veces, no se le encuentra ningún sentido.
Hay, pues, cuatro escalones: mal - daño - dolor - sufrimiento. Desde un punto de vista psicológico, el verdadero problema es el del sufrimiento. Lo que se suele llamar el problema del dolor no es tanto del propio dolor, sino del sufrimiento. El sufrimiento es lo que nos golpea con fuerza abrumadora, lo que nos lleva a estados de depresión más o m...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. PARA COMENZAR
  6. PARTE I. LAS CAUSAS DEL DOLOR
  7. PARTE II. CARA A CARA FRENTE AL DOLOR
  8. BIBLIOGRAFÍA COMENTADA
  9. JORGE ORDEIG