La nación por-venir
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La nación por-venir

El bicentenario y lo nacional-popular en el Perú

  1. 245 páginas
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La nación por-venir

El bicentenario y lo nacional-popular en el Perú

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No hay nación sin un proyecto nacional y este se construye desde la política, en la cual la cultura juega un papel central. Hoy la cultura popular ha impreso su sello invadiendo silenciosamente los espacios hegemónicos de la cultura "oficial". Esta irrupción es también política y da cuenta del agotamiento de un Estado que no ha podido representar la diversidad. En este libro, Sergio Tejada navega con solvencia por la literatura sobre cómo ha sido pensada la nación, tanto en Europa como en América, para explicar la historia del nacionalismo en el Perú. Este recuento pasa por los principales movimientos e insurgencias populares en el Perú, desde Túpac Amaru hasta Humala y el proyecto nacionalista, pasando por el APRA primigenio y los gobiernos que han mantenido un sello popular a lo largo del siglo XX; así como por el análisis del pensamiento político desde los primeros cronistas hasta Basadre, siguiendo en su trayectoria a González Prada, Mariátegui y Haya de la Torre. En el marco del bicentenario, está pendiente la tarea de articular una voluntad colectiva nacional-popular que devenga nación. Las diferencias y los conflictos pueden ser parte de la historia nacional, de un pasado difícil que se debe resolver si se busca la unidad: no es el olvido sino el reencuentro con la propia historia lo fundamental para la consolidación de la nación.

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Información

Capítulo 1.
El siglo de las nacionalidades I: la mirada europea
El siglo XIX puede ser considerado, desde Europa y América, como el siglo de las nacionalidades. A lo largo de sus años se consolidaron casi todos los actuales Estados-nación europeos. Mientras algunas naciones venían de una formación de más largo aliento, como Francia, otras lograron su unificación bien entrado el siglo, como en el caso italiano. Durante la primera mitad del siglo XIX se conforman en prácticamente todo el territorio americano, al menos formalmente, repúblicas independientes, liberadas del yugo de las coronas española y portuguesa. Si bien un enfoque eurocéntrico puede atribuir el impulso independentista latinoamericano exclusivamente a la influencia de la Revolución Francesa y la independencia de los Estados Unidos, también se puede interpretar la historia partiendo de la existencia de una influencia recíproca: desde la conquista de América, los relatos que llegan a Europa sobre la abundancia, los paisajes y las formas comunitarias de vida, influyen en la imaginación de escritores y pensadores. No es casual que desde el siglo XVI, después de la conquista, empiecen a aparecer y tener gran popularidad libros como Utopía de Tomás Moro (1516), Ciudad del sol de Tommaso Campanella (1623) o La nueva Atlántida6 de ­Francis Bacon (1626)7. A esto se suma el redescubrimiento por parte de las élites intelectuales europeas del legado grecorromano y la Ilustración, que introducen en el debate político las ideas republicanas. Los valores centrales de la Revolución Francesa —­la libertad, la igualdad y la fraternidad—­ no se explicarían sin estas influencias. Pero, además, es necesario recordar que la rebelión de Túpac Amaru II se inicia en 1780, nueve años antes de la Revolución Francesa, y tuvo enormes repercusiones en los virreinatos españoles y en la Metrópoli; y la revolución haitiana de 1791 tuvo como antecedente una serie de revueltas que generaron polémicas en Europa, pánico entre los colonialistas y simpatías entre pequeños sectores intelectuales que desde el viejo continente abogaban por la abolición de la esclavitud.
Las revoluciones burguesas en Europa y las luchas independentistas en América tuvieron sus propias causas. Se originan en condiciones internas (en Europa muchas revoluciones coinciden con crisis económicas cíclicas y en América con el impacto de las reformas borbónicas sobre la población indígena y la criolla), pero sin duda las noticias corrían entre uno y otro lado del Atlántico, y no deberíamos descartar una influencia mutua. La noticia de la invasión napoleónica a la Península Ibérica generó la instauración de juntas en todos los virreinatos (salvo en el Bajo Perú) y fue la Junta de Chuquisaca en el Alto Perú (Bolivia) la primera en rechazar frontalmente a la corona española. Es interesante notar que América fue más reacia a mantener algún ­vínculo con la realeza europea, mientras que en Europa se instauraron varias monarquías constitucionales. Las casas feudales jugaron un rol central en la conformación de ciertas naciones europeas (por ejemplo, la Casa de Orange en Holanda), algo que no ocurrió en América Latina, donde las naciones (o, más específicamente, los proyectos de nación) se construyeron sobre la base de los territorios de los virreinatos y los aparatos burocráticos, en gran medida heredados de la colonia.
La herencia colonial marcó un camino errático hacia la conformación de las naciones en esta parte del continente. Aquellas que tuvieron mayor éxito lo hicieron, irónicamente, sobre la base del virtual exterminio de la población originaria, que se había iniciado con la conquista. El modelo suizo de construir una nación multicultural a partir de un «contrato social» entre cantones (de lengua alemana, francesa e italiana) no fue pensado como una posibilidad. Al menos no conocemos que entre los precursores de la independencia se haya planteado que las nuevas repúblicas debían resultar de un acuerdo entre etnias o comunidades lingüísticas, que bien pudieron haber sido consideradas naciones en sí mismas8. El modelo que primó fue el de la homogeneización, y hacia la población indígena, cuando no el menosprecio, el paternalismo. Sobre todo en los países andinos, los Estados criollos monoculturales que se construyeron distaban mucho de ser «nacionales», su intervención sobre el conjunto de la sociedad (a través de la legislación, las políticas públicas, la formación de instituciones y organizaciones) no contribuía a la unidad nacional, sino, por el contrario, a la exclusión de las mayorías.
Por lo expuesto, el siglo XIX es central en la conformación de las naciones tanto en Europa como en América, y permite comprender su desarrollo posterior. A manera de «punto de partida», abordaremos cómo se pensó la nación desde Europa, con énfasis en Alemania, Francia e Italia. Cabe notar que en estos países existió un debate académico sobre el concepto de nación y el significado de lo nacional, mientras que en América este no se percibe claramente. El contexto de la independencia generaba debates en torno a las formas de gobierno de los países (entendidos como tales básicamente a los mismos territorios que abarcaban los virreinatos), sobre la república y la monarquía, mientras que la idea de patria, si bien era muy recurrente, fue influida por las ideas bolivarianas de la «Patria Grande», de manera que en muchos de sus usos distaba de la idea europea de nación. El debate sobre lo nacional en América, al menos en el área andina, empieza más tarde, con la identificación del «problema indígena». Por ello, Jorge Basadre sostuvo que el suceso más importante de la historia peruana del siglo XX fue el «redescubrimiento del indio». En consecuencia, es importante establecer la distinción entre «miradas», una europea y otra latinoamericana.
1. Herder y Fichte: los orígenes del nacionalismo alemán
El mayor exponente del nacionalismo alemán del siglo XIX es, sin duda, Johann Fichte. Nacido en 1762 en el seno de una familia con serias carencias económicas, Fichte tuvo que truncar su paso por la facultad de teología de la ciudad de Jena. Su incursión en la filosofía lo llevó a simpatizar con Kant, de quien fue discípulo algún tiempo hasta que se distanciaron.
El romanticismo alemán había propiciado algunas ideas sobre la «singularidad alemana». Johann Herder (1744-1803), teólogo luterano y filósofo de la historia, había introducido la idea del Volksgeist, el «­espíritu del pueblo», referido a lo propio de un pueblo y que lo diferencia de otros. Este espíritu sería una «fuerza creativa» expresada en la lengua, las costumbres, el arte, las leyes (García Martínez, 2007). La idea del Volksgeist influyó en el romanticismo y las ideas posteriores sobre el pueblo alemán, pero el hecho que despierta en determinados sectores la necesidad de defender la nación es la crisis que generó la entrada de Napoleón en Berlín en 1806. Para defender la nación había que definirla y entender que no era solo el territorio lo que se defendía sino algo más «esencial».
Este es el contexto de los Discursos a la nación alemana que leyó Fichte en la Academia de Berlín entre 1807 y 1808, en los ­cuales ­buscaba elevar el espíritu del país y llamar al pueblo a la unidad nacional y la defensa de lo propio. Fichte realiza un diagnóstico de la nación alemana, lamentando el egoísmo y la falta de solidaridad entre sus miembros: «Cuando el egoísmo es tan completo, la unidad nacional se desquicia al primer ataque», y coloca la idea de «raza» en el centro de la nacionalidad: «La nación se ha separado traidoramente de la raza…» (1968, p. 18). Para revertir esta situación, propone una «nueva educación» que apunte a crear de nuevo la nacionalidad. Es decir, convive en Fichte una visión esencialista de la nación, que se manifiesta en la preponderancia que le da a la «raza» y los rasgos únicos y «primitivos»9 del alemán, y una visión que podríamos llamar historicista, expresada en la convicción de que una nación puede ser creada o recreada a partir de la educación, de la intervención consciente de los actores sociales.
Mediante un plan educativo se debía lograr «unir á (sic) todos los alemanes en un solo cuerpo, en el cual cada uno de los componentes se sienta ligado y vivificado por el mismo interés» (p. 22)10. Para este plan era fundamental el compromiso de las élites educadas, las únicas que podían llevar adelante esta empresa, pero más importante aún era la inclusión de las masas populares en los beneficios de la educación. Junto a esta apuesta, que aparentemente buscaba generar un grado básico de homogeneidad entre lo diverso, se encuentra un abierto racismo y una actitud xenófoba: el «alemanismo» de Fichte consiste en «impedir nuestra fusión con cualquier pueblo extraño y nuestra confusión con él, y en crearnos una nacionalidad independiente de todo poder ajeno» (p. 13).
La exaltación de «lo alemán» es constante en la obra de Fichte y, aunque el contexto de la invasión napoleónica exigía un discurso movilizador de la resistencia, es fácil encontrar en esta las raíces del racismo de Estado que llegó a su cenit con el nazismo. Fichte llega a afirmar que «únicamente el alemán, en razón de ser una raza viva, tiene verdadera patria y que «solo él es capaz de amor racional y personal hacia su nación, cosa que no puede lograr el hombre cuyos principios son arbitrarios y muertos» (p. 115).
El pensador alemán desarrolla la idea de «carácter nacional», entendido como la creencia en un sentido primario y en la eternidad de una colectividad o como el desarrollo de «lo primitivo y lo divino». Dicho carácter implica que sus habitantes tengan conciencia de la eternidad de su patria y tengan el deseo de legarle obras eternas. Si bien no hay una definición exacta del concepto de nación en los discursos de Fichte, se percibe la centralidad que le otorga a la raza, a la lengua, a la idea de un origen remoto del pueblo alemán que lo haría perdurar hasta la «eternidad» en la medida en que haya conciencia de la divinidad y grandeza del pueblo, forjada mediante la intervención de las élites instruidas en un proceso educativo hacia las nuevas generaciones. Como veremos, el concepto de «carácter nacional» de Fichte será recogido y resignificado un siglo después en Austria por una generación de pensadores marxistas preocupados por la llamada «cuestión nacional».
2. La aproximación socio-jurídica de Mancini
Para pensar la nación, encuentro particularmente interesante detenernos en el pensamiento italiano y su contexto. Italia es un país con una unificación nacional tardía en comparación con el resto de Europa. Tras sucesivas derrotas frente a los invasores, los Estados de la península se van cohesionando, identificándose unos con otros, y desarrollando una idea conjunta de nación que no logra materializarse ante las amenazas externas y la falta de una fuerza unificadora. La idea de nación se nutre del Renacimiento, del redescubrimiento del mundo romano (que, a diferencia del mundo árabe, casi toda Europa olvidó por varios siglos) y, posteriormente, de la ilustración. Desde los escritos de Maquiavelo podemos encontrar el anhelo de la unificación nacional y no es sino hasta 1861 que esta se inicia.
A pesar de ello, durante el siglo XX el «problema nacional» seguía teniendo vigencia en los debates académicos y políticos, en los cuales se percibe una serie de elementos de gran similitud con el contexto latinoamericano. El inicio del siglo muestra un cuadro de grandes diferencias entre los territorios industrializados del norte y las zonas agrarias empobrecidas del sur. Un país sin horizonte claro que excluía de un proyecto nacional a las crecientes masas populares y que pronto caería en el fascismo. Gramsci, ya desde las cárceles de Mussolini, dirá que en Italia existía un divorcio entre «nación» y «pueblo», y esto se reflejaba en la escasa participación de las grandes mayorías en un proyecto nacional.
Si rastreamos los orígenes del nacionalismo italiano, es necesario detenernos en el brillante político del renacimiento italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527), un hombre de origen humilde, estudioso de las formas de gobierno, observador y sistematizador de aquellas prácticas de los soberanos (en esos tiempos los reyes) que los llevaban al éxito o al fracaso. Era además un republicano, quizás su faceta menos conocida, aunque el objetivo final de su obra más importante, El Príncipe, haya sido la búsqueda de la unificación italiana. Maquiavelo pertenece a la generación de pensadores que se nutrió del redescubrimiento del legado romano, que se desarrolló intelectualmente en Florencia, un centro urbano de importante desarrollo cultural donde desde finales del siglo XIV se inicia el Renacimiento.
Dadas las condiciones para la tarea de unificar Italia, vio como única alternativa el concurso de una fuerza unificadora, de un líder que pudiera ver en sus observaciones un camino para lograr el éxito. Por ello dirige su libro a Lorenzo II de Medici, pensando en él co...

Índice

  1. Agradecimientos
  2. Introducción El problema nacional en el bicentenario
  3. Capítulo 1. El siglo de las nacionalidades I: la mirada europea
  4. Capítulo 2. El siglo de las nacionalidades II: la independencia en América
  5. Capítulo 3. El debate desde el marxismo
  6. Capítulo 4. El pensamiento nacional-popular en América Latina
  7. Capítulo 5. El debate contemporáneo
  8. Capítulo 6. Proto-nacionalismos y proyectos nacionales en el Perú
  9. Reflexiones finales. La nación persiste
  10. Bibliografía