Inocentes y otras
eBook - ePub

Inocentes y otras

  1. 280 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Inocentes y otras

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Sin duda la mejor novela hasta el momento de la "inmensamente talentosa Dana Spiotta" (Michiko Kakutani), autora finalista del National Book Award estadounidense y premio del Círculo de la Crítica del mismo país, Inocentes y otros es la historia de tres mujeres que buscan sentido en la amistad, el trabajo y el amor. Meadow y Carrie siempre han sido amigas. Crecieron juntas en Los Ángeles y con el mismo amor obsesivo por el cine. Ahora Meadow hace documentales de creación y Carrie películas más comerciales, aunque con un toque feminista. Su amistad es complicada, pero la devoción que sienten la una por la otra está por encima de sus visiones divergentes del cine y el mundo. Y de pronto aparece Jelly, una mujer cuyas relaciones más significativas han tenido lugar a distancia. Jelly seduce a la gente por teléfono. Escuchando. Pero las tres tienen en común la necesidad y la dificultad de ser buenas: buenas artistas, amantes, amigas, madres. Buenas personas.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Inocentes y otras de Spiotta Dana en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Medios de comunicación y artes escénicas y Películas y vídeos. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416714704
SEGUNDA PARTE

Jelly y Jack 1985

Jelly descolgó el auricular de su teléfono Trimline de plástico rosa y el tono de llamada le resonó en el oído. Lo apartó un poco y oyó el zumbido lejano de un sonido en busca de un receptor. Cuántas veces se había dormido después de despedirse y no había logrado devolver el auricular al soporte. Ese breve intervalo en que él ya ha colgado pero tú sigues allí, como una llamada medio conectada, semidesintegrada, hasta que más tarde se oye el clic de la desconexión, seguido por el silencio, y más tarde, si todavía no has colgado, unos pitidos insistentes, agudos. Así, con sonidos extraños, era como el teléfono intentaba comunicarse con ella: pitidos urgentes para decirle que colgara, timbrazos largos para decirle que descolgara y el impertinente tono de ocupado para decirle que no. El teléfono siempre estaba diciéndole cosas. Pulsaba los diez botones: el 1, el prefijo, el número, cerrando el cerco, descartando un número casi infinito de combinaciones. Sus dedos no necesitaban notar las ranuras de los números, pero las notaban de todos modos. Tantas distracciones, innecesarias e indeseadas. Tenía que concentrarse para aislarse de toda la información. Fuera había un pájaro, trinando para ella. Estaría por lo menos a cinco metros de la ventana cerrada, pero aun así la molestaba. Seguro que estaba en el roble chino del jardín. El sonido del teléfono de otra persona, un timbrazo tan cargado de esperanza que pronto daba paso a una soledad todavía mayor. Perdía toda posibilidad, casi podías ver el sonido resonando en una casa vacía.
Él no tenía contestador automático. Ése es un detalle relevante, un elemento distintivo. Podías dejar sonar el teléfono todo el día. ¿Eso es verdad? ¿Alguien lo ha intentado? El roce del plástico en la mandíbula y la oreja. Lo vuelve a apartar. Si se echara de lado, con el auricular encima de la cabeza y usando solo una mano para mantenerlo en equilibrio, podría pasar horas hablando.
−¿Hola? −dijo una voz masculina, que se fue aclarando a medida que hablaba, como un carraspeo abriéndose paso desde el fin del mundo. A continuación se oyó otro carraspeo. ¿Era la primera vez que hablaba en todo el día? ¿Lo había despertado? Sacar a alguien del sueño era algo íntimo, especial, pero también entrañaba más riesgo. A veces la persona que se despertaba al principio se mostraba asustada o vulnerable, y luego se enojaba al tomar conciencia de la interrupción que había supuesto aquella llamada. A Jelly le había pasado una vez: «¿Por qué coño me molestas mientras duermo? Ni te imaginas lo que me cuesta coger el sueño. ¿Y ahora qué? Voy a estar despierto hasta a saber cuándo, hija de puta». Jelly no era capaz de sobreponerse a una sensación como ésa. Ni siquiera Jelly. Este hombre, en cambio, dejó de toser y esperó. Ella cerró los ojos y se concentró en el color blanco de las cosas fáciles, relajadas, felices. El hecho humano, puro y cariñoso, de llamar a un desconocido, de atravesar el país y acariciar una vida.
−Hola −dijo ella. Su voz se desliza sobre la l y se posa en la a expectante, esperanzada. Siempre se toma su tiempo. Nada pone más nerviosa a la gente que las prisas.
−¿Quién es?
−Nicole.
−¿Nicole? ¿Qué Nicole? Creo que se equivoca.
Aquél era el momento crucial.
−¿Es usted Mark Washborn?
−Eh... no. O sea, no soy Mark, no. ¿Cómo ha dicho que se llama?
−Nicole. Soy amiga de Mark. Creía que éste era su número nuevo.
−Pues no. Pero es raro porque a Mark sí lo conozco. O sea, es un buen amigo mío.
−Ay, madre. Qué metedura de pata. Siento mucho, muchísimo, haberle molestado, eh...
Casi nunca recurría al «eh», pero era un sonido importante, que introducía una transacción inconsciente potente. Usado de forma correcta, y no como un hábito o un tic rítmico, invitaba al otro a completar la frase. Se trataba de una compleja partícula conjuntiva, una apertura sin contenido que combinaba la tensión de la sintaxis con la necesidad humana de completarlo todo.
−Jack. Jack Cusano.
−¿Jack Cusano? Pero no el Jack Cusano productor musical, ¿no?
−Eh... sí.
−Jack Cusano, el compositor de bandas sonoras... El que hizo ese trabajo tan fabuloso en las películas de Robert DeMarco.
−Eso es. −Se rió, y la carcajada le aclaró un poco la voz.
Ella se reclinó en la almohada y sujetó el teléfono de modo que apenas le rozara la mejilla. Imaginó su voz llegando al transmisor, las ondas sonoras que se transformaban en frecuencias eléctricas y circulaban por los cables del teléfono hasta la central telefónica, se convertían en microondas que viajaban por todo el país con el recuerdo −la impronta− de su tono de voz exacto, sus frecuencias altas y bajas, sus elegantes modulaciones, hasta la central telefónica de Santa Mónica, que enviaba la corriente eléctrica a través de la autopista de la costa del Pacífico hasta la casa de la playa de Malibú y el teléfono de Jack, sin duda un modelo elegante, negro e inalámbrico. Y todo eso a gran velocidad: el pequeño amplificador que él tenía junto al oído volvía a convertir la señal en sonido instantáneamente. Un milagro de la tecnología. El sonido era tan claro como si ella estuviera en la habitación con él. Y ella... ella podía (qué increíble) oír el océano de fondo. Una gaviota, el sonido del agua al retirarse de la playa. Habría jurado que oía el sol brillando detrás de sus ventanas, orientadas al oeste.

Jelly y Oz

Muchos años antes de que Jelly llamara a Jack, antes de que empezara a llamar a hombres por amor (y no por trabajo), y antes de que recuperara la vista, se había enamorado de Oz. Lo conoció el verano de 1970 en el centro para invidentes.
Oz era un gigantón calvo de metro noventa y cinco, que caminaba dando bandazos. Pero tenía unas manos suaves y a ella le gustaba la sensación de sudor mezclada con aquel vago olor a clavo que percibía cuando él le pasaba un brazo por los hombros. Jelly era al menos treinta centímetros más baja que Oz, de modo que pasarle un brazo por los hombros era un gesto de lo más natural para él. Luego Jelly descubriría que aquel leve olor a clavo que percibía debajo de su sudor −o junto a éste− se debía a una bolsita aromática que encontró en su cajón de las camisetas cuando fue a guardar la colada que había lavado y doblado para él. La sorprendió bastante dar con aquel detalle tan femenino, un antiguo saquito de seda con un lacito. Jelly apenas percibió una mancha rosada, pero notó el tacto casi rasposo que suele tener la seda antigua. El saquito ya debía de estar dentro de la cómoda cuando Oz la compró en una tienda del Ejército de Salvación. Porque él nunca compraría un saquito de hierbas y lo metería en un cajón, ¿verdad? A Jelly le parecía altamente improbable. Pero Oz había notado el olor, eso seguro: cuando eres ciego notas todos los olores. De hecho, incluso puede resultar molesto: te vuelves tan sensible que la superposición de olores puede resultar desconcertante, puede llegar a confundirte. Poco a poco, Jelly había dejado de describir los olores como «buenos» o «malos»; ahora pensaba en ellos como olores «reales» o «tapadera». Quería que todo oliese tal como era. Olores auténticos. Una axila tenía que oler a sudor, a pelo y a piel. Una boca tenía que oler a limpio, pero no a menta. El pelo tenía que desprender un olor vegetal, como a planta. Y una habitación tenía que oler a madera vieja. Una vela, a cera fundida. La calle, a lluvia y a hojas. El jardín, a hierba, a tierra y a flores. Entrar en una tienda y notar el apestoso olor a amoníaco por debajo de un aroma artificial a pino le revolvía el estómago en cuestión de segundos. Muchas veces se marchaba porque le faltaba el aire, tapándose la nariz.
Últimamente incluso los olores reales la agobiaban. No soportaba pasar junto a la casa de sus vecinos y su ridículo lilo. ¿Qué tipo de árbol era ése, con sus súbitos estallidos de flores marchitas? Ésa era otra cosa que le hacía llevarse los dedos a la base de la nariz. Solo de pensar en sus flores podridas le venía a la mente aquel olor tan denso. Incluso había adquirido el hábito de, si no tenía más remedio que caminar hacia aquella casa y hacia aquel árbol, cruzar la calle y mirar hacia el otro lado.
Poco a poco, Oz le fue contando lo del teléfono. Tenía un silbato de plástico rojo que le había salido en una caja de cereales Cap’n Crunch y le enseñó a tocar notas puras al receptor del teléfono. Oz tenía oído absoluto y, sin la ayuda de ningún instrumento, podía silbar la combinación que desbloqueaba el aparato: la séptima octava de mi, a 2.600 hercios. Había que soltar unos silbidos cortos, que conseguía pegando la lengua a los labios y soltando el aire, o tapando el segundo agujero del silbato de juguete. («¿Qué es un hercio?», le preguntó ella. «Una vibración», respondió él. «Todo se reduce a ondas y vibraciones.») Así podía llamar a quien fuera, adonde fuera, sin coste alguno para su línea. Jelly no tenía oído absoluto, pero aprendió a utilizar el silbato. Con el tiempo terminó usando una cajita azul que sacaba las notas, regalo de uno de los amigos telefónicos de Oz, los phone phreaks. Los otros phreaks eran mucho más jóvenes que Oz y todavía iban a la universidad. Habían aprendido a fabricar esas cajas portátiles que emulaban lo que Oz podía hacer de oído y con la boca. Oz era el único que lo podía hacer así. Oírlo silbar notas al teléfono era impactante, pero se trataba de algo más que un simple truco. Era capaz de explicarle a Jelly las complejidades del sistema de teléfono como si fuera un ingeniero: «sistema de llamada de frecuencia única», «marcación por pulsos», «conmutador de Strowger»... O lo que, según le contó Oz, hacía que todo aquello fuera posible: el conmutador de barras cruzadas #4 (que entonces era #5), el paso al sistema de conmutación electrónico mecánico con códigos basados en tonos. El mundo estaba conectado mediante líneas telefónicas y Oz podía moverse por ellas simplemente silbando. A veces lograba dar con alguien de dentro de la red, un operador interno, y le pedía que lo conectara con la línea que quería. Pero lo que más le gustaba era conectarse a una estación conmutadora electrónica; entonces no tenía necesidad de hablar y podía ir adonde quisiera con una serie de silbidos agudos.
Oz le pidió a Jelly que se sentara con él y se lo enseñó. Soltó siete silbidos cortos. Se oyó un chasquido y luego un segundo chasquido. Un timbre lejano, un sonido de conexión. Un tono distinto: se había conectado a una estación conmutadora de Nueva York. Más pitidos, que lo llevaban hasta una estación conmutadora de Londres. Y otra vez de vuelta a Chicago. La respuesta de la línea (el espacio, la distancia) se registraba en el tiempo que transcurría hasta que el sistema respondía a los chasquidos. Entonces sonó el otro teléfono, la segunda línea de Oz.
−Cógelo.
Jelly lo cogió. Un chasquido lejano.
−Hola, chica −dijo Oz por su teléfono. En un instante su voz crepitó en el altavoz del auricular que Jelly sostenía junto al oído. Miles de kilómetros a través del océano contenidos en aquel breve intervalo.
−Hola, Oz −dijo Jelly.
−Tu voz acaba de viajar hasta Londres y luego ha regresado hasta mí.
No tenía sentido, más allá de la gracia que les hacía imaginar sus voces viajando a través del mundo en unos segundos. La vuelta al mundo en silbidos, lo llamaba él. A veces Oz hacía travesuras con sus habilidades: le contó que una vez pasó junto a un hombre que hablaba a grito pelado por un teléfono público. Oz soltó un silbido agudo y la llamada se cortó. Oyó que el hombre decía: «¿Hola? ¿Hola?». Pero, sobre todo, Oz jugaba con los teléfonos porque le gustaba perderse en la inmensa red de conexiones y oír cómo un sonido salido de sus labios reverberaba por todo el planeta.
A veces Oz se conectaba a un circuito de conferencias abierto que permitía a dos o más personas hablar a través de una línea oculta por la que nadie pagaba. A eso los phreaks (todos aquellos chavales de instituto) lo llamaban trinar. En realidad lo que hacían era hablar, básicamente de teléfonos, con Ditto en Los Ángeles y con Mo en Seattle. O con David en Inglaterra. Los unía el subidón de tomarle el pelo a la compañía telefónica; lo hacían porque sí, y también para encontrarse con los demás. Todo el mundo utilizaba apodos o nombres falsos porque aquello era ilegal. De hecho, y aunque pareciera una broma inofensiva, podías terminar en la cárcel. Así pues, trinar tenía también una parte que consistía en que no te pescaran, y en saber a quién habían pescado y a quién tenían pinchado y estaban grabando. Oz, que en realidad se llamaba William, se convirtió en el Mago de Oz porque había sido el primero y era el mejor, y a Jelly, que en realidad se llamaba Amy, la llamaban Jelly Doughnut porque Oz decía que era blandita y redonda e incluso más dulce por dentro. Todos los chavales querían hablar con Oz, pero lo más gracioso era que Oz casi nunca tenía interés en hablar. Le gustaban los sonidos y la mecánica de aquellos chasquidos lejanos, pasar de una línea a otra silbando. En el caso de Jelly era diferente. A Jelly lo que le gustaba era hablar. Jelly sabía hablar. Le gustaba conectarse al circuito abierto con los demás: sus voces flotando por el espacio, hablando, riendo y reconociéndose. Ella era la única mujer (¡la única!) entre los phreaks. Los demás eran todos hombres, tímidos y torpes. Le dedicaban mucha atención, y eso a Jelly le gustaba, pero es que, además, nunca eran desagradables con ella.
A Oz no le gustaba que Jelly pasara tanto tiempo hablando con los demás phreaks. Al principio estaba muy orgulloso de ella, pero pronto empezó a ponerse celoso. Aunque no lo admitía. Al final Oz adquirió el hábito de marcharse de casa cuando ella empezaba una conversación, y no volvía hasta mucho después de que acabase. Él decía que no le importaba, pero que oír aquellas conversaciones le daba dolor de cabeza.
Durante años, después de que él la dejara, Jelly intentó reconstruir mentalmente su separación. Creía que si era capaz de encontrar el momento exacto en que habían empezado a alejarse el uno del otro, podría arreglarlo y hacer que Oz volviera a su lado. Que te dejaran era un pozo sin fondo. No solo cuando sucedía, sino por cómo introducía la mentira en todos los momentos anteriores. ¿Es verdad, eso? ¿El amor solo es real y verdadero si no se termina? Entonces, si el amor se rompía, ¿resultaba que antes no había sido amor?

Jelly y Jack

Aquél era otro momento crucial, y Jelly sabía que ya no podía iniciar nada más. Solo podía esperar a que él acabara de abrirse. No podía ponerse nerviosa. Jelly cogió el teléfono con la mano izquierda y se recostó en las almohadas. Cruzó las piernas y los tobillos y se cubrió las rodillas con el kimono. Tenía un poco de frío. Quería estar en aquel dormitorio, con olor a playa y el sol en las ventanas. Esperó y cerró los ojos. Escuchó el silencio de la línea. Lo oyó toser.
−¿Y de qué conoces a Mark? −preguntó él, en tono amable, casi divertido.
Jelly hizo un «ummm» que le resonó en la garganta y le subió parcialmente por la nariz. Un sonido pensativo, vagamente afirmativo. Sabía que incluso si en algún momento tenía que decir que no, lo pronunciaría con voz grave y redonda, alargando los sonidos para que pareciera que en algún lugar contenían también un sí. Un «mmm-mmm» que primero subía y luego bajaba, como una colina. Esos sonidos reverberantes, emitidos por debajo de la nariz y con la boca cerrada, pueden sacarte de muchos apuros.
−Charlamos mucho. Los domingos por la mañana, los lunes por la noche... También en mitad de la noche. A veces charlamos durante horas.
−Ah, ¿sí? ¿Y de qué habláis? ¿Eres una novia o algo así?
Jelly se rió. Esos hombres tenían siempre «una» novia, o sea, varias a la vez. Ella nunca había querido ser una de tantas. No, Jelly quería ser singular. De hecho, ni siquiera quería ser una «novia». Deseaba una categoría propia. Quería ser algo que hasta entonces nunca hubiera existido.
−No −respon...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicación
  5. Índice
  6. PRIMERA PARTE
  7. SEGUNDA PARTE
  8. TERCERA PARTE
  9. CUARTA PARTE