Educar es una de las experiencias más transformadoras y bellas de la vida, pero también es un compromiso con la vida misma. En lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad somos la profesora o el maestro de otro ser humano. Por tanto, estamos para siempre vinculados a él. En cierto sentido nos hacemos eternos a través de las personas a cuya educación contribuimos.
Educar es transmitir el modo de empleo de la vida, dar a conocer las posibilidades de la inteligencia humana, pero también del alma –los sentimientos– y del espíritu –la capacidad de juzgar, ejercer la fuerza de voluntad y decidir libremente–.
La clave de la educación está en ayudar a nuestros alumnos a ser felices y capaces de hacer felices a los demás. El proceso equivale a mostrarles un camino, proveerles de buenas botas, cogerles de la mano los primeros tramos y apartarse después, para que puedan hacer camino al andar. Las herramientas con las que se educa son el amor y el sentido común, y los ingredientes que forman parte del modo de empleo de la vida son, sin duda alguna, los valores.
Sin embargo, es difícil explicar exactamente qué entendemos por valores. En términos económicos, el valor está ligado al precio, y así podemos establecer que lo más valioso es lo más caro. Pero esto no es suficiente. ¿Cuánto pagaríamos por una familia unida o por un amigo leal? Es evidente que los asuntos propiamente humanos se desarrollan en otro terreno.
Los valores existen. Son cualidades positivas, reales y no relativas, y tienen por ello una dimensión objetiva. Pero es muy importante tener en cuenta que son relacionales, es decir, nosotros los captamos o no –los valoramos– en una dimensión subjetiva que es esencial también. Son como las cualidades de un gran vino, que permanecen ocultas mientras no lo pruebe quien las sabe apreciar. O como el arpa de la rima de Bécquer, cuyas notas esperan la mano que sepa arrancarlas.
Desde que los antiguos griegos propusieron el concepto de êthos para definir el carácter, el sentido ético se considera parte esencial del hombre. La ética constituye y fundamenta nuestra personalidad, nuestros hábitos, nuestra predisposición para elegir en un sentido o en otro.
En el transcurso de la vida vamos formando nuestro carácter –es decir, somos cada vez más éticos–, y debemos construir, a partir de la educación recibida y con el esfuerzo propio, una manera de ser que nos permita avanzar con la moral alta y no desmoralizados. Altos de moral, es decir, controlando las circunstancias, dueños de nuestra vida, con los pies firmes y la frente alta. Con la moral «del Alcoyano», si es que alguien recuerda esa vieja expresión. Forjar un buen carácter a partir de la herencia genética, la educación y la capacidad para superar ambas es, de hecho, la tarea de cada vida.
En esta dimensión resultan imprescindibles los valores positivos, las virtudes, aquello que los antiguos griegos llamaban la areté: una manera buena de ser. Poner en práctica las virtudes ayuda a realizarse como ser humano y ajusta la convivencia con los demás. Quien se mueve en una escala de valores positiva está apropiado de sí, es dueño de su vida, libre. Y esto es así porque las virtudes –que recibimos después de haberlas ejercitado, como nos recuerda Aristóteles– nos permiten empoderarnos, una bella y antigua palabra española que significa dar poder a las propias capacidades, el objetivo de una buena educación. Por eso, educar en valores es educar, sencillamente. Debemos mostrar cuáles son los valores buenos, porque, para captarlos, es necesario estimarlos, comprender su jerarquía y distinguirlos de los deseos y las preferencias. Debemos enseñar a valorar lo que verdaderamente sirve para vivir.
Sin embargo, tenemos que educar en una sociedad que busca la felicidad en el bienestar y no comprende que el sentido de las cosas importa aún más que la felicidad. Decía Heidegger: «Ninguna época acumuló tantos y tan ricos conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época logró que este saber fuera tan rápida y cómodamente accesible. Y, no obstante, ninguna época supo menos qué es el hombre».
Es inevitable que nos preguntemos: ¿quién educa en realidad? ¿Cómo debemos educar hoy? ¿Qué papel tiene la escuela en la transmisión –que siempre es por contagio– de los valores?
La primera respuesta es sencilla. Todos los que estamos en contacto con un niño le educamos de alguna manera, pero no con la misma responsabilidad. El papel protagonista del proceso educativo es de los padres. Los hijos miran constantemente a sus padres, los aprehenden. Para crecer necesitan imitar e identificarse con unos modelos, y eso es precisamente lo que la familia es para ellos. No nos debe extrañar que la juzguen en cuanto tengan capacidad para hacerlo.
Los valores que la familia transmite son, inevitablemente, los que conforman su propio modo de empleo de la vida. Los hijos ponen a prueba la educación de los padres, pero también la capacidad de reflexión y la madurez, porque mientras ellos crecen se va llevando a cabo simultáneamente la tarea ética del adulto.
Además hay otros ámbitos educativos importantes. La adquisición de conocimientos, destrezas y valores de la convivencia social se lleva a cabo en la escuela. En cierto sentido, los profesores ejercemos sobre nuestros alumnos un liderazgo moral, y el liderazgo no es sino la voluntad constante de mejora… propia. Sin embargo, para que este escenario importantísimo funcione bien, debemos procurar coherencia entre colegio y casa, sabiendo que la educación escolar complementa la de la familia, no la suple. Por supuesto, también los medios de comunicación son emisores de mensajes educativos, y a través de ellos entran en casa la mayoría de los valores que imperan hoy, pero ni siquiera su influencia, aunque tiene la fuerza de un titán, sustituye a la de la familia.
La segunda cuestión –¿cómo educar hoy?– es más compleja. Todas las sociedades humanas se definen por su escala de valores, y los que priman hoy en la nuestra no son empoderadores. Descritos brevemente, algunos de los valores «más valorados» en el momento actual son los siguientes:
– El «cortoplacismo», la ausencia de un proyecto de futuro. Su paradigma es la tarjeta de crédito. «Disfrute ahora y pague más tarde» es uno de los mensajes que más escuchan los jóvenes. Nuestro dueño es el absoluto presente –carpe diem–. Decía Nietzsche: «El hombre ya no es capaz de hacer promesas». Claro que no, puesto que las promesas necesitan tiempo para ser cumplidas. Y, sin embargo, hacer una promesa y cumplirla es la única manera que tenemos de controlar la incertidumbre del futuro. Por eso, frente al «cortoplacismo», es importante contagiar la felicidad de contar con un proyecto personal: la apuesta por la propia vida, que exige compromiso y esfuerzo. Como decía Aristóteles: «Las personas disfrutamos poniendo en juego la mayor cantidad de facultades posible. La felicidad es una actividad». Las claves están en la disciplina, que funciona como alimento de cualquier proyecto, y la fuerza de voluntad, el músculo necesario para afrontar los retos que la vida nos presenta. ¿Cómo se educa en estos valores? Aumentando el nivel de exigencia, poniendo cada día frente a nuestros hijos o alumnos algunos pequeños retos personales, escalones adecuados a su estatura, cuyo premio sea la satisfacción de haberlos subido.
– El individualismo pone en primer lugar la libertad negativa, es decir, entendida como independencia absoluta: «En mi perímetro hago lo que quiero y nadie interfiere». Es una actitud que daña gravemente la convivencia. Nos gusta disfrutar de las ventajas de formar parte de una sociedad, pero no asumimos las responsabilidades que conlleva. La imagen más elocuente es la casa donde hay un televisor y un ordenador en cada dormitorio y ya no hay turnos que esperar, ni nada que ceder, ni un espacio común para convivir. Nuestra cultura, llena de recursos comunicativos, en triste paradoja, nos aísla y nos hace romper vínculos con los más cercanos a nosotros. Frente al individualismo, el educador debe contagiar el personalismo. Martin Buber lo explica muy bien: «No existe otra manera de construir una comunidad en la que se equilibren justicia y libertad más que basándola en la relación de encuentro entre personas». Es el diálogo cara a cara, que justifica la posición erguida del hombre frente a las otras especies. La tolerancia y el respeto fundamentan este encuentro entre personas que debemos poner en práctica cada día.
– La ética «indolora»: se reclaman los derechos, pero no se reconocen las obligaciones. Y tampoco parece caber el respeto, la filía politiké de los clásicos, una consideración hacia la persona que está frente a mí, sea quien sea, y que es independiente de las cualidades o los logros que admire en ella. Uno de los indicadores de la despersonalización de nuestro tiempo es precisamente que solo cabe el respeto para lo que admiramos o estimamos. Frente a la ética indolora debemos primar la exigencia de los derechos y también de las responsabilidades. Padres y profesores tenemos que establecer normas claras que enmarquen la convivencia desde el principio, como las tiene la sociedad en que los jóvenes van a vivir y como las tiene la inevitable relación con los demás. Ser responsable quiere decir escuchar los retos y las exigencias de la vida y responder a ellos. Pero solo puede responder de sí mismo quien se gobierna.
– La exterioridad, la incapacidad de reflexionar, es una pérdida dolorosa. El auge de las religiones orientales, con sus técnicas de meditación, atestigua cuánto echamos de menos, sin saberlo siquiera, la dimensión interior. Para ser dueño de la propia vida hay que conocerse: ¿quién soy yo? ¿Por qué hago lo que hago? Como diría el profesor Savater: «Las preguntas de la vida».
– La competitividad, la autoestima fuerte, ciega, entendida como «hacer más cosas y aguantar más tiempo», que se confunde con la libertad, la juventud o la modernidad. Y, junto a ella, la experimentación de lo nuevo por lo nuevo, sin calcular las consecuencias, con la convicción de que la diversión y la felicidad están asociadas al consumo. Una estrategia de mercado bien disfrazada nos hace creer que el alcohol, las drogas, la sexualidad indiscriminada y la adquisición de la «última moda» son experiencias obligatorias. Esta valoración produce estragos en la salud física y mental de mucha gente joven, y les hace olvidar que las personas felices tienen responsabilidades y compromisos. Frente al desprecio a las consecuencias de los propios actos se halla la autoestima razonable, que reconoce los propios límites y es capaz por ello de potenciar lo mejor y aceptar lo menos bueno, de hacer más fuertes las propias capacidades y superar el desánimo que producen los fracasos. Para ella, el deporte es el educador por antonomasia, pero también importa entender el verdadero significado de la belleza y del arte. Ambos, deporte y arte, esperan algo más de protagonismo en nuestras aulas.
– El gregarismo, que no es sociabilidad, sino inercia de seguir lo que todo el mundo haga o diga. Cada vez resulta más difícil distinguirse de la masa, de manera que las opiniones personales, si discrepan de lo políticamente correcto –¿establecido por quién?–, se mantienen ocultas, se sofocan. Aunque nunca del todo, claro está. En este sentido, las tecnologías de la comunicación están abriendo nuevas corrientes de opinión y participación en las que seguramente está el germen del futuro. Frente al gregarismo es necesaria la participación social. El hombre no s...