–Lo primero que me ha llamado la atención al bucear en tu biografía es que me encuentro con un vasco nacido en Barcelona en 1938. ¿Cómo fue esto?
Mi familia era mayoritariamente vasca, las dos abuelas y el abuelo materno. Mis padres, Juan y Rosario, vivían en un pueblo llamado Barrika, a unos 20 kilómetros de Bilbao, y allí nació mi hermana mayor, Txaro. En 1937, Franco entró en Bilbao. Mi abuelo fue deportado a una cárcel en Cádiz, y dos tías, hermanas de mi madre, con 18 o 20 años, también pasaron unos meses en la cárcel cerca de Barrika.
Mi padre era marino, y con mi madre debieron decidir ir a vivir a Barcelona, todavía zona republicana, donde vivían ya muchas familias vascas. Allí nací yo en 1938 y mi hermana Mari Loli en 1940. En 1950 volvimos a Bilbao. De niños, en casa no nos hablaban de estas cosas. Después me fui enterando.
–¿Dónde surge tu vocación al sacerdocio? ¿Qué influencia tiene tu familia en tu decisión?
En Barcelona estudié en el colegio de los jesuitas de Sarriá: ingreso y primero del bachillerato de entonces. Cuando regresamos a Bilbao, seguí con los jesuitas en el colegio de Indautxu. Al terminar, en 1956, me fui al noviciado de Orduña, y al terminar el primer año de noviciado me fui a El Salvador con otros tres novicios para hacer el segundo año. En 1958 hice los votos y me enviaron a La Habana a comenzar los estudios de humanidades, típicos de entonces.
¿La vocación? Lo diré con sencillez. Mi familia, mi madre ciertamente, eran muy buenas personas, católicos, pienso que de reciedumbre ética. No pertenecían a ningún grupo específico parroquial ni a ningún movimiento de los que ahora abundan. Vivían la religión católica con convicción, naturalidad y generosidad. De ellos –y de la familia circundante– creo que recibí lo fundamental de cómo ser humano y católico. Entonces yo no tenía conciencia de ello, pero, pensándolo después, creo que la bondad que veía a mi alrededor –que era mucha– me parecía cosa natural. Yo debía caminar según los impulsos de esa bondad fundamental que me rodeaba.
En el último año de bachillerato se me impuso, con naturalidad, que Dios quería que «entrase en los jesuitas». Sin más. Con estas palabras –perdona el lenguaje impersonal– solo quiero expresar que tenía que tomar una decisión. Mis padres nunca me hablaron de ello ni me movieron a ello. Tampoco se opusieron en forma alguna. Creo que lo vivieron con la misma naturalidad que he mencionado, aunque, evidentemente, les costaba que yo me fuese. Recuerdo que mi padre, antes de comunicarle mi decisión, me trajo unos libros de física que él había usado en su carrera de marino, pues se suponía que yo iba a estudiar ingeniería. Cuando le dije que me iba de jesuita, lo aceptó con un poco de tristeza y con mayor paz. Mi madre, creo que con paz, y hasta con normal orgullo cristiano.
En los últimos meses sí me costó tener que abandonar los sueños normales de la juventud. Si me preguntan por qué entré y para qué entré, solo puedo responder que algo importante se me imponía, sin tener idea de cómo iba a ser mi vida. Años después lo he formulado como una especie de «imperativo», no kantiano ni agónico. Era un imperativo natural que creo que iba envuelto en la bondad ambiental que he mencionado antes.
No lo sentí como una llamada personal, como si yo hubiese sido elegido por Dios entre otros muchos. Nunca he pensado así. Tampoco comprendí que aquella vocación era «ser sacerdote», ni menos «ser santo», ni sentí deseos «apostólicos» especiales, predicar a Cristo, salvar almas. Tampoco me movió a entrar el ejemplo de algún amigo, como dicen que fue el caso de Karl Rahner, a quien le empujó el ejemplo de su hermano Hugo, quien había entrado al noviciado dos años antes. Ni me movió la posibilidad de estudios profundos, como cuentan que fue el caso del cardenal Bea. Y, ciertamente, no fue el temor de las penas del infierno, argumento frecuente en aquellos días para decidir en asuntos religiosos.
Una última cosa. El padre Ignacio Iriarte, mi padre espiritual en el colegio durante los últimos cuatro años, de quien guardo un gran recuerdo, me conocía muy bien, y creo que estaba convencido de que yo «entraría de jesuita». Pero nunca me habló de vocación ni me movió a ella.
Más o menos así debió de ser el «imperativo» durante mis primeros años. Si se prefieren las palabras de san Ignacio de Loyola, entré «sin dubitar ni poder dubitar», y sin saber bien adónde iba. Y lo que al escribir estas líneas más me llama la atención es que entonces ni se me ocurrió que mis padres se fueran a oponer. Era algo bueno.
–¿Por qué América Latina?
Entré en el noviciado de Orduña, en la provincia que entones se llamaba Castilla Occidental –antes había sido parte del territorio de la provincia de Loyola y después volvería a serlo–. Muy pronto, durante el mes de ejercicios que empezamos al poco tiempo de entrar al noviciado, nos dijeron que podíamos ofrecernos como voluntarios para ser enviados a Centroamérica, más en concreto al noviciado de El Salvador. Me ofrecí, aquí también sin razones especiales y con ignorancia de cuál iba a ser mi futuro. Lo hice también «sin dubitar ni poder dubitar». Aunque ahora pienso que, junto al «imperativo» mencionado, también se hacía presente una especie de «invitación», aunque no tenía tanta fuerza como el imperativo. Mi familia reaccionó como lo había hecho antes. Lo aceptaron sin alharacas, y fueron a Madrid a despedirme. Por cierto, viajamos a Madrid en el mismo tren, ellos desde Bilbao y yo desde Orduña, pero sin hablar ni vernos en él. Y lo mismo ocurrió el día que pasamos en Madrid. Ellos fueron a un hotel y yo, con los otros tres novicios y el padre maestro, a visitar las casas de los jesuitas. Nos volvimos a juntar en el aeropuerto de Barajas veinticuatro horas después, y allí nos dijimos adiós. Eran cosas de la época.
Pienso que para ellos quedaba más clara la llamada de Dios y sus exigencias que lo que yo he conceptualizado como imperativo e invitación. Y al contar estas cosas solemos recordar que, en aquellos años, podían pasar diez, quince, veinte años sin que nosotros regresáramos a España, es decir, sin volvernos a ver.
¿Por qué fui en concreto a El Salvador? En América Latina, en aquel tiempo, había pocos jesuitas y pocas vocaciones, con la excepción de México y Colombia, si mal no recuerdo, mientras que después de la guerra en España había muchas. Desde la Curia general de Roma pidieron a cada una de las provincias de España –creo que había seis– apoyar a una región concreta de América Latina y enviar también novicios, pues la lengua común lo facilitaba. A la provincia de Castilla Occidental le encomendaron enviar jóvenes novicios a Centroamérica, y así ocurrió. En 1949, el padre Elizondo, junto con siete novicios, escolares y coadjutores que hacían el noviciado en Loyola, llegaron a El Salvador y se fundó el noviciado. Algunos, por mencionar solo dos, llegaron a ser muy conocidos: el mártir Ignacio Ellacuría y el hermano Fabián Zarrabe, quien a sus 87 años sigue muy activo, dedicado a la construcción, la enfermería, la cocina, la atención a los huéspedes.
–¿Cómo fue tu primer encuentro con América Latina?
En El Salvador me encontré con un mundo muy distinto. Me llamó la atención la pobreza y la religiosidad, sin entenderlas, sobre lo que volveré. En ese primer encuentro –recuérdese que hablo de 1957–, viendo la realidad, no llegué a enterarme qué era en verdad. No entendí casi nada de las causas ni nos lo explicaron. El qué hacer quedaba claro: hacer de aquellas gentes buenos católicos, como nosotros, castellanos, vascos. El presupuesto metafísico, si me permites hablar así, era que «lo real éramos nosotros».
Para conocer su verdad y para entender qué tenía que hacer yo tuve que esperar al comienzo de los años setenta, cuando regresé al país para quedarme. Dicho desde el principio, el cambio fundamental fue que el «imperativo» de que algo mío debía dar a los salvadoreños no tenía ya prioridad. La prioridad la tenía, dicho sin piadosismo alguno, sino con total seriedad, la «gracia». Algo recibí en El Salvador, sin mérito por mi parte, «mejor» de lo que yo había dado.
En octubre de 1958 hice los votos en el noviciado de Santa Tecla. Y como en Centroamérica no había instituciones para hacer los estudios normales de los jesuitas –para ello hubo que esperar a que se abriese la UCA, en 1965– me enviaron a La Habana a estudiar literatura, latín y griego, redacción y retórica, es decir, las humanidades.
El 1 de enero de 1959, Fidel Castro bajó triunfante de la montaña con Camilo Cienfuegos, el Che Guevara... Creo que todos los jesuitas estábamos felices, porque el dictador Batista había tenido que abandonar el país. Junto con Trujillo en Santo Domingo y los Somoza en Nicaragua eran dictadores, ...