Releyendo la Prehistoria
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Releyendo la Prehistoria

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Releyendo la Prehistoria

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¿Queda algo por contar del descubrimiento de las Cuevas de Altamira? ¿Cómo fueron los hallazgos de las pinturas paleolíticas posteriores? ¿Qué relación hay entre los trenes, los balnearios y las cuevas prehistóricas? ¿Eran negros los pintores de Altamira?El profesor Manuel González Morales reúne el trabajo de muchos años de investigación y lo condensa en este breve, divulgativo y apasionante ensayo con el que pretende buscar explicaciones más coherentes para hechos que a menudo damos por sentados. Porque entender mejor nuestro pasado remoto, es comprender mejor el presente y el futuro.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417118327
Edición
1
Categoría
History
Categoría
Historiography
1

don marcelino y el bosón de higgs
La polémica en torno al descubrimiento de Altamira es uno de los relatos canónicos que mejor ejemplifica las manipulaciones ideológicas y las causas del retraso en aceptar la autenticidad de sus pinturas. Queriendo convertir a Marcelino Sainz de Sautuola en un héroe frente a enemigos inventados, se ha oscurecido el extraordinario valor de su aportación científica fundamental.
El estreno reciente de una película dedicada al descubrimiento de Altamira volvió a traer al primer plano de la actualidad la cadena de sucesos que se iniciaron cuando, en 1880, Marcelino Sanz de Sautuola publicó un pequeño estudio que, con su innata modestia, tituló Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander. Esta obra, de tan solo veintisiete páginas y cuatro láminas, iba a revolucionar el estudio del pasado humano y la percepción que entonces se tenía de lo que eran las capacidades mentales de las sociedades paleolíticas, a partir de una cadena de razonamientos científicos de una lucidez excepcional. Sin embargo, para la mayoría de los mortales, el gran mérito de don Marcelino fue tropezarse casualmente con una cueva cerca de su casa y contar que allí dentro había unos bisontes pintados.
El inicio de esta historia parece ser bien conocido de todos: hacia 1868, Modesto Cubillas (o Cobielles, en otras fuentes), tejero de origen asturiano asentado en la localidad, encuentra la entrada de la cueva, según parece tras un hundimiento que la hizo más accesible. Conocedor sin duda de los intereses de don Marcelino en los más diversos aspectos del estudio de la naturaleza y las antigüedades (y parece que arrendatario suyo), este buen hombre se lo fue a contar en algún momento posterior e impreciso. El caso es que en 1876 Marcelino Sanz de Sautuola visita la cueva y explora sus galerías, sin al parecer prestarle una atención especial a la cavidad ni a las figuras pintadas que ya ve en esa primera excursión, según sus propias palabras al respecto. Queda la duda de si Modesto Cubillas también las había visto, como afirmó tiempo después, pero en todo caso el hecho de verlas no era lo relevante, como más adelante se muestra.
Por aquel entonces la cueva ni siquiera se llamaba Altamira. En su primer plano, que sin duda trazó alguno de los colaboradores de Sautuola, o él mismo, aparece con el nombre de «Cueva de Santa Olaja». Puede parecer extraño, pero ignoramos quién y en qué preciso momento dio preferencia al nombre con la que hoy es universalmente conocida, y solamente contamos con las palabras de don Marcelino en los Breves apuntes:
«Hállase situada en la sierra comun, sitio llamado de Juan Mortero, término del lugar de Vispiéres, Ayuntamiento de Santillana del Mar, (recientemente la han denominado de Altamira, tomando este nombre de un prado inmediato que se llama así); …»
Podemos añadir que Santa Olaja es, aún hoy en día, el nombre de la «sierra común» a la que el autor hace mención.
A pesar de ese desinterés inicial, en 1879 Sautuola retorna a la cueva, excava en su entrada, identifica la extraordinaria serie de bisontes del gran techo y atribuye sus figuras pintadas a la época paleolítica por primera vez en la Historia. ¿Qué ocurrió entre ambas visitas que desencadenó esa secuencia de hechos extraordinarios? El propio autor nos lo cuenta de una manera sencilla:
«…aguijoneado por mi aficion á estos estudios y escitado muy principalmente por las numerosas y curiosísimas colecciones de objetos prehistóricos, que tuve el gusto de contemplar repetidas veces durante la Exposicion Universal de 1878 en París, me resolví á practicar algunas investigaciones en esta provincia, que ya que no tuvieran valor científico, como hechas por un mero aficionado, desprovisto de los conocimientos necesarios, aunque no de fuerza de voluntad, sirvieran al menos de noticia primera y punto de partida, para que personas más competentes tratasen de rasgar el tupido velo que nos oculta aún el orígen y costumbres de los primitivos habitantes de estas montañas».
La diferencia entre ambas visitas, por tanto, fue provocada por el conocimiento: el que adquiere Marcelino Sanz de Sautuola a través de la contemplación de los materiales procedentes de las excavaciones entonces pioneras de investigadores franceses en las cavernas y abrigos del Périgord y los Pirineos, pero también de sus propias lecturas, reflejadas en las citas que incluye en su revolucionario texto. Ya no puede ver las cosas de la misma manera, su percepción ha cambiado para siempre y con esa nueva mirada llega una intuición genial: las pinturas que aparecen en el gran techo de la cueva, junto con las que se ven a lo largo de sus galerías, pueden ser obra de aquellos mismos seres que habitaron en la entrada y dejaron allí los restos de sus comidas, sus utensilios, y entre ellos los de pintar: colorantes rojos y carbones vegetales.
Quiero destacar que este hecho es el que diferencia a Marcelino Sanz de Sautuola de todos quienes le precedieron o siguieron, y en ello consiste su verdadero descubrimiento científico. Sin embargo, para la mayoría de los que conocen o transmiten esta historia, el hecho señero y relevante es meramente que Sautuola «encontró» las pinturas de la Cueva de Altamira, como otros muchos «descubrimientos» posteriores de múltiples cuevas pintadas hasta nuestros días.
Esta perspectiva supone una banalización del concepto de descubrimiento científico, parejo a las leyendas más o menos improbables como la de la manzana de Newton, o relatos verídicos como los cultivos mohosos de Fleming, es decir, la casualidad como base de descubrimientos extraordinarios. En el primer caso, la idea popular es que el impacto de la manzana sobre su cabeza llevó al ilustre investigador británico a descubrir la gravitación universal, pero la cosa es más compleja: el auténtico proceso científico consiste en plantearse la observación de un hecho cotidiano como un problema a resolver (en esta ocasión de Física), como algo que hay que explicar; y luego reflexionar sobre ello y proponer una posible solución (que es lo que llamamos una hipótesis), que a su vez habrá que verificar si funciona (o no) en la realidad —y si no funciona, a buscar otra. En ese proceso radica la verdadera genialidad de Newton (en todo caso, hay que reconocer que Newton sería un genio teórico, pero ponerse a leer o a dormir la siesta, según versiones, bajo un manzano cargado de fruta madura no revela una gran inteligencia práctica).
Bromas aparte, la esencia del descubrimiento científico radica precisamente en la capacidad de convertir observaciones sobre el mundo en problemas y proponer soluciones verificables para ellos. Sautuola, en su segunda visita a Altamira, hace exactamente eso: ver las pinturas como algo más que curiosidades y formular una hipótesis que explique su existencia allí. Mucha gente vio, e incluso describió, pinturas paleolíticas en cuevas antes que el hidalgo de Puente San Miguel —incluyendo tal vez al propio Modesto Cubillas— pero nadie fue capaz de establecer un nexo entre ellas y unos posibles autores de edades remotas de una manera en la que se pudiera comprobar esa autoría.
El caso más significativo es sin duda el de la cueva de Rouffignac, en el Périgord francés. La identificación de sus pinturas negras y grabados y su atribución al Paleolítico, en 1956, abrió una agria polémica sobre su autenticidad (vaya, todo se repite en la Historia), que llegó a ser conocida por el gran público como «la guerra de los mamuts». Esta cueva, de grandes dimensiones y muy accesible, era frecuentada regularmente por visitantes de todo tipo literalmente desde la noche de los tiempos, y sus paredes y techos estaban llenas de nombres, fechas e inscripciones realizadas con humo de velas o carburo, o bien grabadas con todo tipo de instrumentos, incluidos los dedos. Por ello, parecía inconcebible que nadie hubiera reparado en sus numerosas figuras de mamuts (más de 150 ejemplares), rinocerontes, bisontes, caballos y cabras repartidos por distintas galerías de la cueva y ostentosamente visibles —argumento empleado por los detractores del hallazgo— en una zona plagada de cavernas decoradas bien conocidas desde los inicios mismos del siglo xx.
Los halladores y defensores de la autenticidad de las figuras, aparte de los argumentos estilísticos y técnicos al uso, recopilaron documentación fotográfica que mostraba que las figuras ya existían años antes, y que se apreciaban en imágenes tomadas en diversas épocas por espeleólogos y visitantes de a pie (en algunas de las cuales aparecía, para su sonrojo, algún que otro arqueólogo en ciernes…). Pero la prueba clave de que las pinturas de Rouffignac llevaban allí al menos algunos siglos, y desde luego mucho antes de que algún conocedor del arte paleolítico se tomara la molestia de falsificarlas, fue un documento fechado en 1575 en el que un noble caballero, de nombre François de Belle-Forest, en su obra La Cosmographie universelle de tout le monde, narra su experiencia subterránea en la hoy llamada cueva de Rouffignac:
«Cerca de Miramont, que es un pequeño pueblo del Périgord, se ve una caverna o gruta que los naturales del país llaman Cluzeau, en la que quienes entran encuentran grandes maravillas, la distancia a recorrer en longitud bajo tierra es de cinco a seis leguas, y allí hay bellas salas y cámaras, algunas pavimentadas de piedra menuda y diversificada en colores como un mosaico, y se ven pasadizos y pinturas en muchos lugares y la huella o marca de distintas clases de bestias grandes y pequeñas.»
La conclusión era clara: ya en el siglo xvi había allí pinturas en las paredes, una época en la que se desconocía el arte paleolítico (y de hecho el concepto del Paleolítico, o de la Prehistoria misma), y cuando difícilmente podría alguien haber hecho una falsificación semejante.
Sin ir tan lejos en el tiempo, parecida suerte corrió la noticia de figuras de animales pintadas en otra cueva bien conocida de antiguo, la de Niaux, también pasto de hordas de visitantes que llenaron sus paredes de inscripciones de la más variopinta tipología a través de los tiempos (algunas se remontan a los inicios del siglo xvii). Su inmensa boca, bien visible desde el pueblo del mismo nombre, inmediato a la villa de Tarascon-sur Ariège, al pie de los Pirineos, debió ser un imán irresistible para cuantos eruditos y curiosos pasaron por allí (y a fe que fueron muchos, a la vista de cómo dejaron las paredes). En 1864, durante una visita a esta cueva, Félix Garrigou se dio cuenta de la existencia de pinturas de animales en las paredes del hoy conocido como «Salon Noir», hermosos bisontes, caballos y cabras en trazo negro que dormitaban allí desde los tiempos magdalenienses, pero la cosa no tuvo mayor trascendencia: ni en el caso de Rouffignac ni en este de Niaux la existencia de esas figuras se planteó como un problema científico a resolver, ni mucho menos se propuso una hipótesis explicativa rigurosa hasta mucho más tarde de su «hallazgo», entendido como visualización e incluso descripción de las imágenes.
Por el contrario, si analizamos en detalle las palabras de Marcelino Sanz de Sautuola podremos comprender mejor la altura de su logro:
«Respecto a las pinturas que se han encontrado, es indudable que las de la primera galería acusan una perfección notable comparadas con las demás, pero á pesar de todo, su examen detenido inclina el ánimo á suponerlas contemporáneas unas de otras. Más difícil será resolver si todas ellas corresponden a la remotísima época en que los habitantes de esta cueva formaron el gran depósito que en ella se encierra; pero por más que esto parezca poco probable, tomando en cuenta su buen estado de conservación, después de tantos años, conviene hacer notar que entre los huesos y cáscaras se han hallado pedazos de ocres rojos, que, sin gran dificultad pudieran haber servido para estas pinturas; por otra parte, si bien las condiciones no vulgares de las de la primera galería hacen sospechar que sean obra de época más moderna, es indudable que, por repetidos descubrimientos, que no se pueden prestar a la duda, como el actual, se ha comprobado que ya el hombre, cuando no tenía aún más habitación que las cuevas, sabía reproducir con bastante semejanza sobre astas y colmillos de elefante, no solamente su propia figura, sino también la de los animales que veía; por tanto no será aventurado admitir que si en aquella época se hacían reproducciones tan perfectas, grabándolas sobre cuerpos duros, no hay motivo fundado para negar en absoluto que las pinturas de que se trata tengan también una procedencia tan antigua. (…) De todo lo que precede se deduce, con bastante fundamento, que las dos cuevas que se han mencionado pertenecen, sin género alguno de duda, á la época designada con el nombre de paleolítica, ó sea la de la piedra tallada, es decir, la primitiva que se puede referir a estas montañas.»
Es difícil resumir mejor una argumentación tan clara y perfecta: Sautuola se plantea como problema la autoría de las figuras del gran techo de Altamira (su «primera galería») y también de las que aparecen por el resto de la cueva, y propone una hipótesis explicativa para resolverlo, basada en la observación del yacimiento existente a pocos metros, en la entrada de la cueva, en la presencia en él de colorantes junto a otros restos de actividad humana, pero fundamentada también en el cuerpo de teoría de la incipiente disciplina de la Prehistoria. Aquí refleja de nuevo su familiaridad con los sistemas de organización del tiempo del pasado remoto vigentes en el momento y con los materiales paleolíticos franceses, al mencionar los ejemplos de arte mueble con representaciones naturalistas de animales.
Conviene recordar que el término Paleolítico, que hoy nos resulta tan familiar, como sinónimo de la «Edad de la piedra tallada», apenas tenía una década de existencia cuando Sautuola escribe sus apuntes, y estaba lejos de generalizarse entre el gran público. Sautuola opera sigui...

Índice

  1. Prólogo de Alberto Ruiz Gimeno
  2. Introducción
  3. 1. Don Marcelino y el Bosón de Higgs
  4. 2. ¿Cómo se descubre una nueva pintada?
  5. 3. Trenes, balnearios y cavernas
  6. 4. Los pintores negros de Altamira
  7. Conclusión: sin ciencia no hay pasado
  8. Bibliografía