Detrás de las cámaras y dentro de mis cuadernos
El hecho es que es mi cuerpo localizado en este tiempo y lugar el que permite que ciertas cosas se combinen de manera tal que yo termine teniendo esta experiencia particular, esta conciencia, este sentimiento y esta comprensión.
JACQUELINE MARTÍNEZ
Todos observamos y conversamos. Siempre aprendemos algo de ello. Pero los que hacemos investigación asumimos la observación y la entrevista como metodologías. Estudiamos cómo y qué observar, y cómo hacer de la entrevista «una conversación con un propósito» (Bingham & Moore, 1959). Nos entrenan para ser éticos y rigurosos en la manera de documentar, analizar y reportar lo observado y conversado. A la vez, somos reticentes a mostrar los detalles de la cotidianidad de nuestro trabajo de campo con sus retos y satisfacciones, y nuestras inseguridades y dudas. Guardamos con celo todo eso en la intimidad de nuestras detalladas anotaciones para así mantener el espejismo de ese estándar inalcanzable que es la objetividad, el cual muchos miden en términos de distancia. Pero es en la transparencia, en el mostrar esa trastienda de vivencias y sentimientos donde realmente nos aproximamos al mosaico que es la realidad, a la honestidad del estudio y a la energía que lo mantiene. He aquí algunos de mis días en las aguas de producción de telenovelas. Fueron reconstruidos con base en mis notas de campo, tratando de mantener intacto el espíritu de lo vivido.
20 de octubre de 2003: El primer día
Le doy la vuelta a la manzana siete veces antes de encontrar un espacio. Es un pedazo de acera de doble altura entre dos arbolitos que crecen de manera improbable en el concreto. El resto de la acera es una larga serpiente de carros encaramados. Lo pienso un segundo. Después de todo, manejo un carro que no es mío. Miro el reloj, se está haciendo tarde. Recuerdo las siete circunvalaciones que acabo de realizar. Desecho los últimos escrúpulos de choferesa gringa, adelanto y luego retrocedo con determinación maniobrando hasta que el carro sube el escalón, pasa a ser un segmento más de la serpiente y yo vuelvo a ser una caraqueña agresiva más. Le pongo los seguros al carro y lo encomiendo para encontrarlo allí mismo cuando salga de Venevisión.
En la entrada del canal paso por seguridad: detector de metales y cartera revisada. Una versión light de la seguridad del aeropuerto de Atlanta. La recepcionista me quita la cédula. A cambio me da un papel a ser firmado en la oficina de producción de la novela y un distintivo plastificado que me etiqueta como «VISITANTE». Mala cosa tener que entrar por primera vez a un estudio de televisión como observadora cuando una tiene un pedazo de plástico en la pechera que la identifica como alguien que no pertenece al lugar y que está de paso. Ni modo.
Camino por una rampa negra donde cuelgan inmensas fotos del talento del canal. Me recuerda la entrada de alguna atracción de Tomorrowland en Disney World. ¿Hacia dónde me lleva esto? Me quito el distintivo de la camisa y lo cuelgo del bolsillo delantero de mi pantalón. Quizás allí no se notará tanto. Llego a la oficina de Consuelo Delgado preguntándole a un empleado dónde queda. Ella me espera. Nos conocimos meses antes cuando yo todavía no sabía que iba a estudiar Cosita rica. Me presenta a su productora general, mi tocaya Carolina De Jacovo, quien trabaja rodeada de papeles. Me siento en la oficina de Consuelo tratando de entender lo que veo y oigo. No es fácil. Todo es nuevo para mí y pasan demasiadas cosas a la vez. Consuelo es un estándar alto del término multitasking: atiende el teléfono, da órdenes, firma recibos y papeles, atiende a algún miembro del elenco que la necesita, mira lo que sucede en el estudio a través de un monitor y conversa conmigo. Todo a la vez. Yo trato de asimilar. Pero, principalmente, trato de no molestar.
Después de una hora de intensa inmersión en su oficina, Consuelo me conduce a un ascensor que nos llevará al estudio. El ascensor comienza a bajar. Recuerdo un artículo de Alberto Barrera Tyszka titulado «Desde las tripas de un culebrón»[16] y siento que ese ascensor es el esófago a través del cual llegaré a las entrañas de la industria.
Las inmensas puertas del estudio 5 están abiertas dejando salir un aire helado. Entramos a ese mundo de mentira que parece de verdad en la pantalla. El techo alto con su ferretería colgante de luces y cables me remonta a una tarde 18 años atrás cuando entré a ese mismo recinto, muerta de los nervios y totalmente arrepentida de estar allí, a grabar un programa de concursos llamado Match 4.
«Era diciembre de 1985 y Gustavo cumpliría cuatro años el marzo siguiente. Le quería hacer una piñata más grandecita que los 10 niñitos que siempre le había invitado. Pero, a pesar de que Guillermo y yo teníamos buenos trabajos, también teníamos que pagar diversos créditos y no teníamos el presupuesto para el cumpleaños que yo imaginaba. Por lo tanto, pasé las noches de diciembre haciendo panes de jamón para vender y así reunir el dinero para la piñata. Ganaba 40 bolívares por cada pan. Una noche, mientras amasaba cansada, prendí la televisión de la cocina y vi cómo en Match 4 los concursantes se ganaban 100 bolívares por cada palabra que deducían en el juego, en el cual un jugador le daba claves al otro para que adivinara palabras específicas. El peor competidor salía al menos con mil bolívares al final de la hora. ¡Yo tenía que hacer 25 panes de jamón para ganarme esa cantidad! Y me entró un ataque de «eso es lo que yo tengo que hacer en vez de entregarles medio pulmón y mis dos bíceps a estos panes». Mandé una carta a Venevisión y cuatro meses después, cuando ya se me había olvidado esa misiva, me llamaron a una prueba. Y ocurrió algo providencial: a mi amiga Ana Carolina la llamaron también. Hicimos la prueba en pareja y nos fue de maravilla, no en balde nos conocemos desde los nueve años. Nos escogieron a las dos. Ana grabó primero, pero lamentablemente, y para mi horror, no le fue bien. A mí me pautaron para cuatro semanas después. Suficiente tiempo para que rumiara la mala experiencia de mi amiga, me obsesionara con aprender palabras nuevas y me arrepintiera mil veces de haber mandado esa carta. Total, ya hasta le había hecho la piñata a Gustavo.
»El día que grabé llegué a Venevisión hecha un manojo de nervios y la altura del techo del estudio 5 no me ayudó. Tenía una fuerte sensación de estar a punto de hacer el ridículo frente a todo el país. A pesar de todo eso la suerte me acompañó y gané no solo el juego, sino también «la palestra», el premio gordo que solo una persona se había ganado antes: suficiente dinero como para comprarme un carro nuevo e irme de viaje con Guillermo.»
Siento el episodio fresco en mi recuerdo y, a la vez, sé que pertenece a otra vida. Nunca lo he contado en Estados Unidos. Ni mis colegas, ni mis alumnos saben, y no quiero que nadie en el canal lo sepa… nunca. Soy «Carolina, la profesora» y no «Carolina, ¿te acuerdas? La que se ganó Match 4».
El frío del estudio me termina de traer al presente mientras Consuelo y yo caminamos a lo largo de una serie de decorados de la novela hasta el centro, donde en un círculo de sillas plásticas están el director César Bolívar y el equipo técnico. Todos hombres. Consuelo me presenta como «una profesora que está estudiando esta novela», intercambia un par de frases con el director y se va.
–Te dejo en buenas manos.
Uno de los técnicos arrima una silla para mí y me ofrece café. Acepto ambas cosas y me siento a esperar con ellos a que comience la tarde de grabaciones. De inmediato la conversación comienza a girar sobre mí y mi vida en Estados Unidos. Quieren saber si me ha sido fácil acostumbrarme a vivir fuera de mi país, cuánto tiempo voy a estar en Caracas y si es verdad que en Estados Unidos te pueden demandar si no mantienes el césped de tu jardín a una altura determinada. No me preguntan por qué quiero estudiar Cosita rica o cómo lo voy a hacer. Me siento incómoda con el foco puesto sobre mí, así que muevo la conversación hacia un tema que me gusta, que tiene muchos adeptos y que es apropiado para mediados de octubre: la Serie Mundial. No me equivoco. La conversación se aleja de mí y fluye de manera natural. Veinte minutos después, cuando llegan los asistentes de producción y los actores que van a grabar, ya los técnicos me han asumido como parte de su tarde.
Eso es importante. Después de todo no tengo idea ni siquiera de dónde pararme para no molestar. Soy tan nueva, tan recién llegada, que me parece que hay cámaras por todas partes. Pregunto y uno de los camarógrafos me enseña dónde pararme y ofrece buscarme una silla y otro café. No los acepto porque no los necesito, pero se los agradezco sinceramente y le pregunto su nombre.
–Paredes, mucho gusto.
Comienzan a ensayar la escena. Trato de fijarme tanto en el proceso como en los roles de todos los que trabajan en el estudio. Necesito más ojos. Necesito anotar, pero sé bien que el instante en el que el investigador saca el cuaderno cambia todo. Y trato de posponer ese momento hasta que acepto, resignada, que no voy a poder recordar todo lo que estoy observando. Saco la libreta y el bolígrafo y procedo a tomar mis notas de campo. Me siento observada y, luego, liberada. Prefiero ser evidente.
Sé quiénes son los actores que están en escena. Pero no los conozco. Ellos leen sus líneas, ensayan y, de vez en cuando me observan de reojo. Luego me entero de que pensaban que era una periodista. Ocho extras que esperan su turno para entrar al ascensor de «Patria Mía» me miran también. Finalmente, uno se acerca y me pregunta si yo también soy extra.
–No, soy profesora y estoy haciendo un trabajo de investigación.
El extra me mira con curiosidad sin decir palabra y se aleja, mientras yo pienso en lo poco que sé de lo que sucede a mi alrededor.
Y es que cada expresión del director genera en mí un proceso de deducción.
–¡Cinco y acción!
–¡Corten!
–Vamos a editar desde ahí.
–¡Sombra de boom!
No es difícil entender el código. «Boom» tiene que ser esa suerte de larga caña de pescar que tiene un micrófono en la punta y que el «operador de boom» debe colocar sobre la escena para capturar todas sus voces y sonidos.
Después de dos horas de observación, deducción e intenso aprendizaje, ingenuamente –tontamente, más bien– llego a creer que ahora sí que lo sé todo sobre cómo se graba una telenovela. Bolívar brama «¡roperó!» y todo el mundo sale del estudio. Yo también. Regreso a mi carro que está ya casi solo sobre la acera en la oscuridad. ¿Será peligrosa esta calle de noche?
Manejo a casa de mi mamá con una letanía en la cabeza: «¿Roperó? ¿Roperó es igual a se acabó?». Busco en internet. Encuentro que viene de «wrap it up» y de «it’s a wrap!», la expresión que se utiliza en inglés para rematar algo que finalizó. La conclusión es obvia: ahora es que me faltan horas de observación en un estudio de televisión antes de declarar mi propio «roperó».
21 de octubre de 2003: El barrio República
A Baruta vengo desde que tenía cinco años y vivía en «la última casa a mano izquierda antes de llegar al barrio Las Minas». Aquí hacíamos diligencias: el zapatero que le cambiaba las tapitas de los tacones a mi mamá, una modista que bajaba ruedos y ensanchaba cinturas cuando crecíamos y, muy importante, el señor que nos vendía las barajitas para el álbum de turno. Más tarde, Baruta se convirtió en el paso obligatorio para ir a la Universidad Simón Bolívar, donde estudié. Ahí pedí cola de subida a diario, antes de tener carro.
Caracas era ...