El ser y la electricidad
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El ser y la electricidad

Una filosofía del rock

Adolfo Vera

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El ser y la electricidad

Una filosofía del rock

Adolfo Vera

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El rock es una actividad dionisíaca. Son el grito, el baile, el canto y el delirio los elementos que definen su tonalidad. Esta última no es otra que la surgida de la embriaguez y su facultad deconfundirlo real, dedislocarlos planos y alterar el movimiento normal de los sucesos. La embriaguez, en tal sentido, comunica ante todo con el caos, y es la necesidadde disoluciónlo que está en el origen de todacreación poética: no surge ella sino de la necesidad de ir más allá de los límites, en una cultura (la occidental) que se ha constituido en el temor de lo no determinable. Ahora bien, si planteamos lo anterior en términos ontológicos, habremos de afirmar: la experiencia del rock es experiencia de lo sagrado por cuanto en ella el ser es radicalmente transformado al entrar en contacto con las energías desbordantes y electrificantes que constituyen la vida del mundo. El ser, al fundirse en las emanaciones de lo sagrado resulta, literalmente, electrificado. Se trata, entonces, cuando hablamos del rock, de una relación entre el ser y la electricidad.

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Información

Año
2019
ISBN
9789569843624
Categoría
Philosophy

El ser-drogado

La cuestión de la droga constituye un aspecto esencial en la consideración filosófica del tipo particular de experiencia que aquí hemos denominado como experiencia rockera. Ella concierne un tipo particular de expansión de la subjetividad, que le permite cuestionar su definición moderna-burguesa y configurarse desde el deseo, el éxtasis y la disolución del yo. Una cierta cantidad de «hilos secretos» (Marcus), estéticos y filosóficos, fueron y son actualizados cada vez que un sujeto se hace cargo –ante todo en el espacio privilegiado de toda experiencia, esto es, el cuerpo– del acontecimiento del rock. Esta experiencia se conforma, en términos ontológicos, en tanto alteración y radicalización de las posibilidades del cuerpo. Al mismo tiempo, en tanto alteración y radicalización de las posibilidades del espíritu. Diremos «espíritu» no a partir, como lo hace la filosofía tradicional, del postulado metafísico de un sujeto unitario y cerrado, dividido en un momento corporal y en otro mental (la res cogitans y la res extensa), los que en su oposición generarían su autonomía. Utilizaremos, por el contrario, un tal concepto en cuanto refiere al espacio del pensamiento y su ejercicio, el que solo puede ser posible como resultado de los afectos y las pasiones del cuerpo, como vio Spinoza. Sin embargo, y considerando –psicoanálisis mediante– que ya no es posible postular metafísicamente la posibilidad de un sujeto unitario y cerrado en sí mismo, es lícito aislar un cierto espacio del espíritu para observar cómo, por efecto de la alteración que en él produce la droga, este es finalmente diluido, llevado al límite de su posibilidad y transformado en su negación, que lo abre a una constitución otra de sí mismo. Se trataría, entonces, de observar aquí cómo la normalidad de la conciencia –el dogma de la inmaculada percepción tan bien estudiado por José Luis Racionero29, en cuanto obedece a imposiciones y regulaciones de control y de poder, puede ser puesta en crisis y finalmente destruida, abriendo a una posibilidad otra del espíritu por efecto de uno de los modos de expresión –en el sentido de Giorgio Colli, es decir, en cuanto punto de inmediatez del sistema– de la experiencia del rock: el ser-drogado.
Según lo concebimos, el ser-drogado refiere a un estado ontológico, vale decir a un nivel de experiencia que es propio al ser cuando se encuentra bajo los efectos químicos de ciertas sustancias cuyo efecto produce alteraciones de la conciencia en general. Estas alteraciones, a su vez, producen representaciones de existencia, esto es, estados del mundo. Aquellas y estos, producidos por sustancias externas –ya sean naturales o sintéticas–, poseen en común el permanecer en un espacio de ruptura con respecto a lo que socialmente se define como lo normal. Por ello mismo, muchas veces la sociedad confunde –finalmente el fin de ella siempre es el mismo: aislar, dominar, controlar– al ser-drogado con el ser-demente. Entonces, el ser-drogado será una especificación del ser-embriagado, por lo cual intentaremos a su vez la determinación del fenómeno de la embriaguez que trataremos como fenómeno dionisíaco.
Ahora bien, en tanto ciertas drogas, justamente las necesarias para conformar una experiencia rockera, son capaces de transformar la experiencia (normal) del ser, es preciso nombrar el tipo de experiencia que ellas producen, la que denominaremos experiencia visionaria. Habré de determinar filosóficamente en qué consiste esta posibilidad experiencial. Para ello, como se verá, no me apoyaré tanto en filósofos como en poetas: De Quincey, Baudelaire y otros que se caracterizaron por configurar, en sus obras y en sus vidas –en esas obras que fueron sus vidas–, una muy precisa clase de experiencia visionaria. La determinación de esta será efectuada en el contexto del esclarecimiento de un fenómeno –cultural pero igualmente atingente a un tipo particular de constitución de la subjetividad– fundamental a la hora de considerar, esta vez en términos generales que trascienden la cuestión propiamente ontológica, al fenómeno del rock, a saber, la cuestión de la psicodelia.
Cuando tratamos el problema de la droga nos referimos, tal vez, a uno de los fenómenos culturales más arraigados en la estructura social del ser humano, en su constitución biológica de ser que interroga y cuestiona al universo, y por ello mismo que establece relatos que, en un primer momento arcaico, conocemos como mitos y, posteriormente, pero siempre dependiendo de aquel primer movimiento general, como filosofía o ciencia. Uno de los equívocos –son cientos– que más inquietan de los que surgen del análisis y accionar consecuente de la mayoría de los Estados occidentales actuales respecto al problema del consumo de drogas, es aquel por el cual se considera que este es un fenómeno reciente, propio a la cultura moderna, y más aún contemporánea, como si en épocas pasadas el socius humano no hubiese entablado relación –siempre conflictiva, contradictoria y violenta– con estas misteriosas capacidades químicas propias de ciertos vegetales o secreciones animales. Paradójicamente, a medida que el positivismo de las ciencias químicas, biológicas y médicas iba determinando la constitución específica de estos componentes naturales, llegando a ser capaces, mediante el aislamiento de los alcaloides, de producir sintéticamente su efecto, la discusión se centraba en la cuestión política del control por el Estado en el consumo de las sustancias con capacidad de alterar la conciencia. Justamente, como han mostrado los trabajos de Tom Szasz, el nacimiento y consolidación de la farmacología en tanto sistema de conocimientos positivos y su imperio comercial van de la mano con el olvido de la consideración histórica, antropológica y filosófica del asunto. El control científico de las drogas se convierte en control político y este, a su vez, en control económico. La prohibición de ciertos usos de las drogas y de ciertas drogas de por sí, es el antecedente directo de la existencia del imperio económico que es hoy día la industria farmacológica. Medicina y farmacología cumplen así con su proyecto fáustico original: no solo pueden regular el sistema del cuerpo al imponer como único su método de comprensión del mismo, sino que dominan las formaciones subjetivas de los ciudadanos al arrogarse el derecho incuestionable para decidir cuándo, cómo y dónde una droga puede ser aplicada y experimentada sobre un sujeto. Si asumimos la tesis foucaultiana de que la medicina occidental moderna es un ejercicio de la mirada, una determinación, especificación y catalogación de lo que puede ser visto y cómo puede serlo, habría que decir que la farmacología –y su agente ideológico fundamental, la psiquiatría– se constituye en el ejercicio del dominio y control de las miradas alteradas. Ya no se trata de imponer un cierto rango de objetos que pueden ser observados (síntomas, acciones, reacciones, desarrollo de los flujos, ordenamiento de los códigos que regulan la dinámica de los órganos físicos), sino de controlar hasta qué punto esa mirada puede ser irregular, es decir, hasta qué punto un sujeto puede alterar voluntariamente su mirada: eso, en nuestras sociedades, lo decide la farmacología.
Solo en otro momento histórico de Occidente las drogas habían sido tan perseguidas, temidas y sobre todo estigmatizadas como hoy: en la Edad Media. La cruzada contra las brujas y sus costumbres, su persecución y extermino masivo no es más que la cruzada en contra de la utilización de ciertos vegetales por grupos sociales no latinizados y que respondían, en su actuar, a concepciones religiosas indoeuropeas pregriegas; vegetales cuyo efecto les permitía alterar su conciencia para entrar en comunicación con sus dioses y espíritus, y que por lo mismo se constituían en los elementos esenciales para el desarrollo de su vida espiritual. Se trataba –así lo ha demostrado el mismo Szasz– de inventar un chivo expiatorio que permitiese fundamentar la agresión a lo otro que se pretendía eliminar, al asignarle a eso otro una serie de efectos dañinos y enemigos de la organización social humana. Y esto en una época histórica en que la cerrazón dogmática de Occidente no permitía comprender otras posibilidades de experiencia. La nuestra –no obstante su barniz de liberalismo, su autodefinición, al menos como pretensión, democrática– es una época, en lo que respecta al uso de drogas, tan dogmática como la medieval. La producción discursiva de la antropología y la arqueología, regulada como está por el sistema de control universitario, cumple la misma función, con respecto a la cuestión de las drogas, que podía cumplir un catedrático medieval que enseñaba a Aristóteles frente a ese invento de la Inquisición que fueron las brujas (siempre es preciso volver al clásico La sorcière [La bruja] de Jules Michelet): mientras eran perseguidas ellos permanecían enclaustrados; hoy, mientras quienes pretenden ejercer la libertad básica de decidir cuándo, cómo y por qué alterar voluntariamente sus mecanismos de percepción de la realidad son perseguidos y arrestados, antropólogos, filósofos y arqueólogos –quienes habrían de poseer una comprensión más profunda y precisa del fenómeno humano de la utilización de drogas– permanecen igualmente enclaustrados, en silencio. Todo porque hoy, como en la Edad Media, el chivo expiatorio –que en nuestra época también permite anular la diferencia, expulsar la otredad, no tan solo racial o cultural (esto puede ocultarse finalmente gracias a leyes «políticamente correctas»), sino de pensamiento– funciona muy bien: se atribuyen al sujeto que se quiere eliminar, a la posibilidad de experiencia que se quiere anular en una relación de causa-efecto, todos o casi todos los males que afectan a la sociedad, y se organizan una serie de dispositivos complejos destinados a introducir como evidencia aquella relación de causalidad, dispositivos que son científicos (la medicina y la farmacología), políticos (leyes de excepción para los chivos expiatorios, recursos exorbitantes para los organismos policiales destinados a la represión), ideológicos (cierta concepción ética puritana que diviniza el trabajo, la producción y el esfuerzo para los cuales es necesaria una lucidez implacable) y económicos (monopolización de la producción y tratamiento de las sustancias alterantes en los grupos médicos y empresariales tradicionalmente asentados). Este chivo expiatorio tiene un nombre: el drogadicto. Este se ha convertido en la figura nuclear de toda explicación del mal social: todos los crímenes nacen o desembocan en su figura, toda psicología del criminal tiene algo de él, todo conflicto de adaptación, de deserción de la normativa social aceptada, de denigración social, tiene un componente suyo. Pero para que funcione en tanto chivo expiatorio, su invención simbólica y, consecuentemente, su persecución y eliminación efectivas, deben ocultar otra persecución y afán de eliminación más profundos, que al sistema de poder le interesa en un nivel mucho más significativo, pero que no puede decirse a viva voz (para eso es necesario el chivo expiatorio) porque atañe a una acción esencial que debe realizarse sin que se note: se trata de eliminar toda posibilidad de pensamiento alterado. Para esto justamente se ha inventado la figura del drogadicto: no únicamente, como podría pensarse a primera vista, para achacarle a su figura demoníaca, poseedora de una capacidad casi sobrenatural de ejercer el mal, todos los males que en verdad pueden atribuirse directamente al sistema de organización impuesto por el poder imperante, tal como se hacía en la época ...

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