La duquesa de Vaneuse
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La duquesa de Vaneuse

  1. 160 páginas
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La duquesa de Vaneuse

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He aquí una novela mítica, hallada en un baúl y publicada póstumamente.Un libro escrito en pleno sigloXIXpero que se inspira en las novelas epistolares delXVIII. De hecho, esta pequeña obra maestra de delicadeza nos transporta a la fascinante época de la Ilustración, a aquellos salones donde se pensaba en voz alta, donde las conversaciones sobre la filosofía y el amor, casi juegos de mesa, eran el centro de la vida para los más privilegiados. Sesenta años después de la muerte de la duquesa de Vaneuse en 1766, alguien pone en orden sus papeles y nos revela una historia de amor imposible: la que secuestra la vida de una mujer tan sofisticada como inteligente, tan irónica como melancólica. Y cuya fineza de espíritu crece a lo largo de estas páginas hasta su inolvidable, y nada artificioso, final.Una mujer presa de un amor contra el que se defiende. Así podríamos definir a la protagonista de esta novela atemporal, narrada con un estilo sutilísimo y rescatada recientemente en media Europa.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418264221
Categoría
Literature

PRIMERA PARTE

En este día de Pascua, que vio la resurrección de Nuestro Señor, he acabado de escribir este relato a partir del diario de Madame de Vaneuse, de las cartas cuyos borradores conservó y de aquellas que le enviaron. Ninguna frase, ninguna palabra que no pertenezcan a los actores o a los testigos de los acontecimientos que aquí se relatan.
Estos acontecimientos son de otro mundo. Vencida por los años, sintiendo cada día más cómo se acerca la hora en que el Creador llamará a su indigna sierva, he preferido, en cambio, revivirlos a hacerlos desaparecer.
Si los sesenta años que nos separan de ellos han sido testigo de conmociones inauditas que recordamos con espanto, y si un nuevo mundo pretende hoy renacer de las ruinas del antiguo, debía a la memoria de la duquesa de Vaneuse, debía también a los mejores espíritus de aquella época, no dejar caer en el olvido aquellas horas de nobleza y de pureza en las que un alma de élite afrontó sola su destino.
Durante aquella crisis, de una grandeza soberana, llegué a la conclusión de que el hombre no puede afrontarse a sí mismo sin la ayuda de Dios. Madame de Vaneuse, sin quererlo, me abrió así, de par en par, las puertas de la esperanza. Creo que la infinita bondad del Creador tampoco le habrá faltado a ella, a pesar de que siempre tuvo a gala no buscar refugio jamás. ¡Que aquellos que lean estas páginas sepan extraer de ellas, por ella y después de ella, la eterna lección que imponen los límites de nuestra condición a nuestros inmoderados deseos!
Sor María de la Redención,
antigua lectora de la duquesa de Vaneuse.
París, 1826
3 de mayo de 1765
Cada vez que vuelvo a abrir este diario, vuelvo a sentir la vanidad del mismo, y sin embargo no puedo evitar hacerlo. Estas páginas están destinadas a algún curioso del próximo siglo, para quien su antigüedad las volverá venerables, a menos que de aquí a entonces se las hayan comido los gusanos, o yo las haya quemado, cosa que es bastante probable. Después de todo, si me intereso vivamente en los comadreos de Bussy, o incluso en las declaraciones de Omer Talon, ¿por qué otra duquesa de Vaneuse, mientras lee dentro de cien años estas notas de una ociosa, no iba a matar con ellas su aburrimiento durante algunas horas?
Las novelas que gozan de la preferencia del público me agotan; antiguamente también a mí me interesaban, pero hoy no consigo terminar ni una sola. De todas las aficiones que he tenido o querido tener, sólo me queda una segura, la afición a la verdad. Poco me importa que sea árida o monótona. Es lo que es; lo demás no me importa. Me siento segura en la historia, no en la grande, la menos legítima de las novelas, sino en la de las costumbres. No me canso nunca de las anécdotas, de las memorias, de las cartas. Todo eso ha sucedido, mientras que no estoy segura en absoluto de que su majestad el Príncipe haya sido el vencedor de la Batalla de Seneffe, cosa que por lo demás me trae sin cuidado…
Salgo agotada de casa de Madame de Mortains. Había diez fatuos y quince cotorras a su mesa, académicos y enciclopedistas, los embajadores de Suecia y de Cerdeña, Milord Ogilby y Milord Crewes… Nada más dispar como plumaje ni más semejante como gorjeo; una pajarera de loros. Todos cotorreaban y yo hacía como ellos, fingiendo, mientras me sumía en negros pensamientos. Tenía la impresión de que había desperdiciado las dos terceras partes de mi vida, que no me gustaba nadie de aquellos con los que yo misma me condenaba a vivir, que ni me quería ni me conocía realmente nadie y que no había destino más deplorable que el de una criatura a la que la soledad le resulta insoportable y que no se hace ya ninguna ilusión sobre el valor de la sociedad.
Aquí quiero dejar constancia, aunque sólo sea por venganza, de las naderías que llenaron aquella jornada, tan parecida a la de ayer como a la de mañana, tan parecida a los últimos veinte años de mi vida. Monsieur de Crucé compuso una canción sobre las pretensiones de hombre afortunado en amores de Monsieur Chauvelin; no la transcribo por pereza y porque su recuerdo apenas habrá durado una hora más que el ridículo del hombre al que satiriza. Madame de Sisteron tocó al pianoforte unos minués de Lulli y unas arietas de Rameau; el soso Marmontel, mi bestia negra, nos leyó con su teatral voz una epístola de no sé qué Climène sobre el gusto, sobre un gusto que es evidentemente el suyo y que no es más que mal gusto. Con todo eso, que me inquieta tanto como el catecismo, he redactado seis cartas, seis gacetillas.
Llamó mi atención, entre toda aquella algarabía, un inglés, un tal Sir Reginald Burnett, dueño de unos ojos dulces e inteligentes en un rostro pálido e impasible. Me pareció un hombre franco y refinado, y de actitud sobria.
17 de mayo de 1765
Me propongo hacer nuevas relaciones para llenar el vacío de las antiguas; necesito este torbellino para aturdirme y para no pensar demasiado en mi angustia. Estoy ociosa y soy incapaz de matar el tiempo con alguna ocupación sin que me canse de ella antes incluso de haberla emprendido. La difunta Madame de Staal pensaba que éramos parecidas, y ciertamente, había entre nosotras, a pesar de la diferencia de edad, una maravillosa similitud de sequedad de carácter y aburrimiento. Pero ella era una persona inferior y desconocida; y había amado aunque hubiera amado neciamente; sus desgracias ponían un punto de interés en su vida. Tenía adonde dirigir sus desdenes, y sus esperanzas podían transformarse en odios. En fin, la geometría fue para ella un placer constante y un perpetuo refugio. Decía que estaba desengañada cuando todavía tenía tres o cuatro pasiones. Por mi parte, no experimento ningún sentimiento del que pueda asegurar que no es imaginado, y mi inexorable pensamiento me prohíbe creer que pueda ser feliz fuera de los sentimientos. A veces, pienso que puedo sentirme agradecida por los pocos minutos en que me halaga que Madame de Luxembourg o Madame de Vintimille me adulen un poco, pero pronto me doy cuenta de que sólo estoy siendo imparcial por la solicitud que muestran conmigo.
Por lo demás, tengo horror a ser engañada, y no puedo convencerme firmemente de que soy amada por personas que se encaprichan conmigo y a continuación se cansan de mí, que me colman durante ocho días de atenciones, para, acto seguido, encapricharse de otra. Todas estas criaturas, cuando después de cenar me encuentro cara a cara conmigo misma, durante esas largas noches de insomnio, se me aparecen como son, vanas, deshonestas, celosas y estúpidas.
Algunos hombres valen más; me gustaría mucho ver más a menudo a Monsieur d’Alembert; tiene sentido común y carácter; no habla mucho y no le conozco ninguna clase de afectación. Trabaja todo el día: otro más poseído por la geometría; le gusta decir que es su mujer, y que no la deja ni un momento. No puedo atraerlo a mi casa, domesticarlo; se muestra retraído en medio de la gente y en ocasiones, tengo que reconocer, me ofende con su agresiva acritud.
Además de él, las mejores cabezas que conozco son extranjeras, sobre todo los ingleses. No niego que haya muchos fatuos y de una soberbia insoportable, pero encuentro gracia en su torpeza y naturalidad en su afectación.

El viernes pasado tuve la visita de aquel Sir Reginald Burnett, cuya silenciosa distinción había atraído mi interés en casa de la mariscala. A pesar de que hubiera podido mostrar una cortesía menos discreta, ya que lo había invitado a mi casa, se presentó bajo los auspicios de Monsieur Fitz-Patrick. Me gustaría volver a verlo antes de que se vaya a Shropshire, donde va a presentarse como candidato a las elecciones. Es el hijo de William Burnett, que fue un gran ministro según los entendidos, pero del que yo sólo recuerdo sus desvergonzadas malversaciones; se cuenta que sigue la religión de su padre y que con la más cándida y gallarda ingenuidad defiende su memoria, continuamente atacada. Fitz-Patrick me dijo después que era de una probidad y una lealtad intachables y que nunca se podría alabar lo bastante a un amigo tan admirable; sin duda sería, me dijo también, tan firme y tenaz en sus afectos como espiritual y sensato en sus palabras. Habla nuestro idioma con una facilidad que no parece costarle esfuerzos y la franqueza burlona de sus opiniones está marcada por su manera de hablar, un poco lenta y con un ligero acento, que no deja de tener encanto. Tiene una manera muy suya de decir, lentamente y como cantando, «nada en absoluto» de la que me reí mucho a sus expensas. Entiende las bromas y no se queda corto en respuestas oportunas y bienvenidas.
31 de mayo de 1765
Después de marcharse Madame de Luxembourg, me quedé sola dos largas horas con mi lectora y el perro. La soledad me acercaba a la felicidad: al menos era un cambio y un alivio. Quería volver a encontrarme conmigo misma, a pesar de que nunca obtenga de este encuentro más que inquietud y confusión. Pensé en todas las decepciones a las que creía deber mi dolencia. Recordé la insipidez de mi matrimonio, mis esfuerzos por agradar a Monsieur de Vaneuse y, después de haberme apartado definitivamente, la retahíla de mis disipaciones y la profunda frialdad con la que me entregaba a tantas necedades y escándalos. Entonces me di cuenta de que en mí no había lugar para un compromiso serio. Por lo demás, en los lugares que yo frecuentaba, tampoco había lugar para el amor, sino para el placer, y me jactaba de poder obtener todo el que quisiera mientras la edad me acompañase.
Liberada de Monsieur de Vaneuse, adulada, cortejada, habría pasado por ridícula si no hubiera seguido el ejemplo de Madame de Parabère y de Madame de Prie, con las cuales tenía amistad. Pero creo que nunca he estado menos alegre que en aquellos tiempos de alegría, menos indiferente que durante aquel periodo de embriaguez deliberada. Hacía ya tiempo que mi razón se había emancipado, y mis esperanzas también, en la búsqueda de la felicidad; no habría sabido y no sé todavía con qué relacionar la definición de esta palabra. Y (¿por qué no ser sincera conmigo misma?) lo habría dado todo por entender aquella especie de locuras que triunfaban a mi alrededor.
¡Ay! La naturaleza se equivocó al crearme. Dentro de poco hará veinticinco años que mantengo un salón abierto y que la agudeza de mi ingenio admira o finge admirar todo aquello que cuenta, y son incontables los ramilletes de Cloris donde se columpian los encantos de mi rostro y de mi razón. Pero no es menos verdad que soy una obra de arte débil, un juguete de muelles al que faltan todos los muelles.
Cuando descubrí en qué me había convertido, quise volver a Monsieur de Vaneuse con diligencia, y le prodigué sin esfuerzo todas las aparentes manifestaciones de una docilidad deferente y entregada. No sé si se equivocó al ignorar la rectitud de mi conducta y de mis maneras, pero me alegro de ello, francamente, pues así favoreció mi libertad. Además, tuvo la delicadeza de morirse en el momento en que estaba a punto de retirármela.
Paso por encima de mi relación con el presidente de Arnouville. No sé lo que él arriesgaba; decía que me amaba, me deseó mientras le ofrecí el acicate de la novedad; por mi parte fue una relación calculada. Estipulé las condiciones, previendo así cualquier equívoco, y me congratulo de que mi lealtad y la independencia recíproca que nos reconocíamos no le creara problemas. No hubo ningún mérito en serle fiel y no le reproché ninguna de sus infidelidades. ¿Cómo una relación de la que no esperaba más que amistad pudo llegar a decepcionar mis cálculos y la resignada modestia de mi esperanza? ¡Ay!, que no pueda, como amiga, renunciar a mi clarividencia desoladora y a esta manía de analizar todo lo que me rodea. Lo poco que entregué de mi persona al presidente terminó por costarme demasiado. La ecuanimidad de sus virtudes y la constancia de su afecto llegaron a parecerme insípidas: ya sólo era sensible a sus defectos, a la torpeza de su egoísmo, a sus pequeñas exigencias, a su vanidad de autor. Muy pronto su ingenio dejó de tener secretos para mí; juzgaba su talento superficial, sus réplicas afectadas y sus méritos irrisorios. De manera que respiré cuando lo vi ceder al lánguido cortejo de Madame de Castel-Vieuxbon; Madame se ha quedado con todo lo que yo ya no quería y me ha dejado su abnegación y su presencia a determinadas horas, de lo más raras.
Sin dejar de vernos y sin romper a los ojos del mundo, hemos llegado a ser indiferentes el uno para el otro. Él lo sabe, se las arregla como puede, y yo no he querido que ignorase mis pensamientos respecto a él; lo último que perderé será el amor por la cruda verdad.
¡Cuánto se ha oscurecido mi soledad y, como dice Cathos, cómo entristece mi alma! Me gustaría estar enamorada de mí misma, como Madame de Monthaulon, que contemplando sus perfecciones experimenta un placer siempre nuevo, mientras que yo soy consciente de mi debilidad, de mis carencias y, para decirlo todo, de mi vacío con una precisión que me desespera…
Monsieur Burnett ha venido a interrumpirme; ha venido a despedirse antes de su partida para Inglaterra. Se ha quedado una larga hora más que en su última visita. No me hago ilusiones sobre la duración de esta primera impresión, pero confío en que durará: me ha reconciliado conmigo misma y con la vida. Se ha desprendido de ese rigor y ese exceso de discreción característicos de su raza, y que en él se manifestaban de forma original; pero, sin duda, posee gracia y sinceridad cuando quiere. Sobre todo, me ha llamado la atención su perspicacia: ha hablado de mí elogiosamente, por supuesto, pero sin ocultarme ninguno de mis defectos, cada uno de los cuales, por lo demás, yo misma alimento y, sin estar orgullosa de ello, no disimulo. Lo hizo con un respeto infinito y demostrando un interés cuya delicadeza agradezco; sin aludir a la estima, me ha dado de ella todas las pruebas, y sin duda la suya tiene valor, pues ha conseguido halagarme. Por mi parte, me ha sorprendido la firmeza de sus juicios y la madurez de su razón. Es extraño que un joven de veinticinco años esté tan despojado de prejuicios, ya sean los que recibimos de la opinión, ya sean los que tenemos del sentimiento. La retórica le espanta, como a mí; y como yo admira exclusivamente a unos pocos escritores del siglo pasado, y piensa que nada es más afectado que eso que hoy llamamos poesía, nada más forzado que nuestra pretendida elocuencia…
6 de junio de 1765
Por primera vez desde hace un tiempo infinito no he salido de casa durante tres días seguidos. Ahora me parece que es el mundo el que me hace daño, y la soledad el remedio; es como si las cosas se hubiesen vuelto del revés. Pero desgraciadamente no veo lo que gano con este cambio. Doy todavía más vueltas a mis pensamientos, pero no los encuentro menos amargos. A pesar de todo, me absorben cada vez más a menudo y disfruto contemplando toda mi íntima miseria en lugar de huir de ella, como antiguamente, después de haber percibido sus profundidades. Lo único seguro es que me considero un poco mejor; estoy más insatisfecha conmigo cuando me dedico a disiparme entre los tontos que llaman «personas de ingenio», que cuando he tenido el coraje de afrontar durante algún tiempo mi propia compañía. Ésta es la medida de mi estoicismo; ridículo mérito en un el...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Primera parte
  5. Segunda parte
  6. Epílogo