La vida en tiempo de paz
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La vida en tiempo de paz

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En un solo día de la vida del ingeniero Ivo Brandani (mientras espera un avión que lo lleve de vuelta a su ciudad desde el Mar Rojo) se nos cuenta toda su existencia, vivida en "tiempo de paz" pero sin ilusiones al fin. Mirando hacia atrás, su voz y la del narrador recorren, en sentido inverso, esa vida. Y también la de un país sometido a los abusos y la hipocresía, a la burocracia y la sumisión. De los excesos económicos del cambio de siglo a las protestas estudiantiles de los años sesenta; de los días de playa y mar de la adolescencia, en pleno descubrimiento del amor y el sexo, al mundo bárbaro de la posguerra, cuando Brandani experimentó las pesadillas y los primeros retos de la infancia.Quirúrgica y torrencial, La vida en tiempo de paz es una novela portentosa, contada desde el punto de vista de un antihéroe lúcido; es la historia de buena parte de Europa y de cierta burguesía: en estas páginas se nos muestran nuestras debilidades, nuestras aspiraciones, nuestros excesos… y la mugre que nos envuelve y descubrimos cuando sabemos, finalmente, en qué nos hemos convertido."La vida en tiempo de paz pertenece a ese género a medio camino entre la ficción y el ensayo que han cultivado autores como Sebald o Magris. Lo cual puede gustar o no, pero cuando se incardina en la idiosincrasia del personaje, como en el caso de Ivo Brandani, resulta una fiesta para el verano del lector."José Luis de Juan, El País"La vida en tiempo de paz es la novela del desencanto de toda una generación que quisohacer la revolución hasta que halló el modo de adaptarse al sistema de vida que pretendía derrocar."Enrique de Hériz, El Periódico de Catalunya"Francesco Pecoraro nos cuenta en el transcurso de una jornada una vida entera. Historia privada y pública, desde la posguerra hasta nuestros días. Con una sensibilidad idiosincrática y visceral."Romano Luperini, Corriere della Sera"El testamento colectivo de una generación, la que luchó en tiempo de paz y cuya batalla finalmente se redujo, para muchos, a una carrera hacia el poder."Emmanuela Carbé, Doppiozero"Saldadas algunas cuentas con el pasado, La vida en tiempo de paz nos invita a hacernos responsables del pesado fardo de las soluciones equivocadas y las oportunidades perdidas. Es la, muy amarga, gran novela italiana de la posmodernidad."Marco Bellardi, Le parole e le cose

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Información

Año
2020
ISBN
9788418264238
Categoría
Literature

SOFRANO

De repente le había impresionado la adecuación de De Klerk a la figura del ejecutivo de éxito perfecto. De haber existido un manual del ejecutivo en alguna parte –seguramente existían decenas– con figuras y gráficos, esquemas sobre el modo de vestirse, sobre el peinado, etcétera, sugerencias y pautas sobre los gestos y las palabras que deben usarse, sobre el tipo de lenguaje, sobre cómo conducir una reunión, sobre cómo tratar al personal y a los colaboradores, se habría citado a De Klerk como paradigma y modelo.
Perfectamente bronceado en verano y en invierno –no sólo la cara, sino también las cuidadísimas manos–, llevaba una sutil alianza de oro ni demasiado amarillo ni demasiado mate. Pelo siempre recién lavado, aún espeso aunque se acercara a los cincuenta, es decir, que pareciera próximo a esa edad, porque en el nivel bajo de los responsables técnicos encargados de sectores limitados a los que pertenecía el joven Ivo por aquellos años se sabía poco de De Klerk, y ese poco consistía más en habladurías que en otra cosa. El pelo empezaba a encanecérsele un poco y lo llevaba liso, peinado hacia atrás, cortado con precisión, aunque un poco revuelto, con la abundancia necesaria en el cogote para rozar el cuello de la camisa rigurosamente a la francesa, perfecto, es decir, no demasiado abierto y de tres dedos de alto. Camisas hechas a medida, con rayitas sutiles, rosas y azules, o bien azules y verdes, de un espesor minuciosamente calibrado para que se pudiese distinguir, incluso a cierta distancia, que no se trataba de una camisa de colores, sino de una camisa blanca con rayas de colores. En el costado, abajo a la izquierda, resaltaba discretamente el monograma NDK. Su aspecto general era el de alguien que acaba de darse una ducha muy tonificante, siempre parecía recién salido de la ducha, con el cuerpo perlado de gotitas y de fragancias aromáticas.
«Nos hace sentir como si hubiésemos pasado la noche en vela, como si nos acabásemos de lavar la cara en una palangana agrietada de hierro esmaltado. Como si hubiésemos hecho nuestras necesidades en una letrina mugrienta y hubiésemos salido de ella abrochándonos los pantalones antes de venir a Megatecton», pensaba.
Sin embargo, De Klerk no emanaba perfume de ningún tipo y, cuando lo tenías bastante cerca –cosa que sólo podía ocurrir en torno a una mesa, porque él se guardaba de mantener la debida distancia con cualquiera–, se percibía, sobre todo por la mañana, un sutil aroma a colada, a ropa completamente limpia, lavada y planchada con precisión. Anudada al cuello, ligeramente floja y con unas dimensiones absolutamente regulares en cuanto al nudo, la anchura y la longitud, una corbata oscura, por lo general azul, con lunares diminutos, normalmente de uno de los colores de las rayitas de la camisa. Ivo se acordaba de la Máxima n.º 3 de Padre: «La corbata es un fruncido, el nudo no debe quedar demasiado apretado». Durante aquellas reuniones, de las cuales no se salía hasta que la voluntad de De Klerk quedaba meridianamente clara, Brandani había reflexionado largo y tendido sobre el tema y había llegado a la conclusión de que lo más probable era que las corbatas también estuvieran hechas a medida, con tela a juego con las camisas. Llevaba conjuntos antracita o azul oscuro; a veces, en muy raras ocasiones, una americana con pantalones claros, zapatos ingleses o americanos, modelo Oxford, o bien mocasines negros, de rigurosa marca Saxone, nunca nuevos, sino siempre un poco gastados. No obstante, con la americana y los pantalones chinos (una vez que se quitó la chaqueta se le vio una etiqueta, Abercrombie & Fitch, que después de un tiempo empezó a aparecer en los pantalones de algún que otro mando de grado intermedio), el mocasín era marrón de piel natural. Llevaba calcetines oscuros completamente opacos, aunque una vez, con la americana, Ivo lo sorprendió con calcetines de un rojo fuego. En la muñeca un viejo reloj Baume & Mercier, con la correa de tela, que a menudo se quitaba para ponerlo a la vista y estar pendiente de la hora de la siguiente reunión.
«En la cara de los que creen que el que triunfa debe llevar por fuerza un Rolex de oro: éste es un viejo reloj de familia, aunque sea de oro, pero de cuerda, con la correa roja, de tela, Ivo.»
Todo en el aspecto de De Klerk destilaba clase y desenvoltura, nada era ostentación, desequilibrio, inseguridad. Ivo se fijaba en el pañuelo inmaculado que siempre asomaba por el bolsillo de sus chaquetas y pensaba que quizá podía resultar un poco frívolo, ostentoso, y honestamente aquélla era la única falta en un cuadro general sobre el que en realidad no había nada que decir, sino del que sólo se podía aprender. Es más, probablemente lo que a él podía parecerle un ligero patinazo de gusto, una pequeña negligencia, una afectación un poco convencional y pomposa, en realidad era una mención estudiada, una imperfección insertada en la imagen de conjunto, que de lo contrario podría haber parecido un exceso de compostura. Sobre aquello, Ivo notó al menos dos cosas: que llevaba tirantes con remates en cuero y que acostumbraba a desabrocharse el primer botón de los pantalones cuando se sentaba, cosa comprensible en un hombre de buena constitución y de su edad, cuando resulta difícil hacer frente a esa barriguita inevitable. Era una negligencia respecto a su imagen, pero a Ivo le gustaba, demostraba cierta señal de dejadez y por tanto, pensaba él, de verdadera clase. De Klerk hablaba de manera pastosa y envolvente, con un ligero acento del norte, pero sin la impostura septentrional que les resultaba tan insoportable a los nacidos y criados en la Ciudad de Dios. Utilizaba palabras apropiadas, escogidas con cuidado, pero sin afectación, de vez en cuando soltaba alguna palabrota, pero nunca excesiva o insistente. Jamás levantaba la voz, aunque en ninguna ocasión asumía un tono encantador o confidencial: más bien parecía siempre atento, nunca distraído o impreciso. El tiempo de cada una de sus jornadas estaba rígidamente marcado por sus compromisos, era impaciente con quien se explayaba, pedía continuamente que se llegase al quid de la cuestión, exigía informes que no excedieran de una página, porque, según decía, no existe asunto, por muy complejo que sea, que no pueda resumirse en menos de tres mil caracteres. Cuando estaba disgustado, sus palabras también podían tornarse muy duras, pero el tono de su voz seguía siendo mesurado, como su cara y su persona. Para el ingeniero Brandani, que se consideraba genéticamente sensible, éstas eran cualidades superhumanas.
La publicidad de los periódicos y de la televisión exaltaba a todas horas la figura del «ejecutivo exitoso», a menudo llamado executive. El hombre triunfador –el que usaba un perfume determinado, pongamos Dunhill, y llevaba un reloj determinado, pongamos Bulova, y fumaba unos cigarrillos determinados muy chic, pongamos Benson & Hedges o Dunhill, y vestía de maneras diferentes y codificadas dependiendo de si se encontraba en el trabajo, pongamos en Wall Street o en la City de Londres, o disfrutaba de su tiempo libre, pongamos jugando al golf, al polo o participando en regatas de vela–, ese hombre exitoso, coincidía con el ejecutivo exitoso, y con esa imagen trataban de identificarse al máximo todos los ejecutivos, incluso los que no gozaban de éxito. Brandani no habría sabido precisar el momento exacto en que el ejecutivo exitoso había aparecido entre los mitos que componían la iconografía del momento, pero de dos cosas sí que estaba seguro. Primero: que el hombre de éxito sobreviviría tranquila e impasiblemente a las recientes tempestades políticas, escapando indemne bajo el igualitarismo de los años sucesivos. Segundo: que aquella imagen no le gustaba. Lo que no sabía era que, debido a este último sentimiento, el ejecutivo exitoso se había convertido para él, como para todos, en un modelo secreto con quien compararse: una especie de quiero-pero-no-puedo, no-debo tácito. De Klerk representaba aquella imagen casi a la perfección, y lo que no coincidía en él era señal de una personalización impagable, excéntrica, inesperada e imprevisible, aunque en el fondo sólo se tratase de camisas, corbatas, relojes, tirantes y color y grado de bronceado. Además, De Klerk contaba con otra característica capaz de fascinarlo: parecía aceptar el mundo tal cual es y se adaptaba a él a la perfección, con una abstención crítica que a Ivo le parecía total. No como él, atormentado por una infinidad de objeciones basadas en una idea, ni siquiera demasiado precisa, del mundo como debería ser. Esta serena existencia de De Klerk en su propia imagen, en su propio papel, era lo que más admiraba y envidiaba de él. Pero sin decírselo, sin admitirlo.
Nico De Klerk había asumido hacía poco la Dirección de la Sección Internacional de Megatecton, una de las empresas de construcción más importantes de Europa, con sedes en Asia y África. En materia de grandes obras –sobre todo en esa porción del planeta Tierra que entonces se llamaba «Tercer Mundo»–, Megatecton era muy competitiva, no le hacían sombra ni ingleses, ni alemanes ni franceses. Megatecton, nacida de la fusión de varias empresas de dimensiones medias y gracias a la participación decisiva de la industria estatal, no temía operar en las situaciones ambientales más difíciles, explotando la proverbial flexibilidad y adaptabilidad de los peninsulares, cualidades bastante apreciadas sobre todo en el este y en el sur del mundo. Megatecton, sociedad que cotizaba en bolsa con sede en el Norte de la Península, donde se encontraba la directiva, y en la Ciudad de Dios, donde residía el brazo operativo, también –es más, sobre todo– ganaba las contratas internacionales gracias a la falta de rigidez de los procedimientos internos, que permitían una notable adaptabilidad a las realidades locales: no dudaba en operar ni en países con regímenes comunistas ni en los democráticos, no diferenciaba si en el poder había dictadores fascistas o sanguinarios sátrapas tribales, si estaban inmersos o no en plena guerrilla, en hostilidades o en conflictos étnicos. Si la situación era sostenible y parecía ventajosa, Megatecton intentaba entrar y, si lo lograba, trataba de extraer no sólo el máximo partido posible, sino también de dejar un buen recuerdo en los distintos funcionarios que la fueran a beneficiar en el futuro. Política y obras públicas: un binomio indivisible que debía tenerse en cuenta junto con el grado de corrupción de las administraciones locales. Megatecton procuraba tenerlos a todos contentos. Por eso el director general de la Sección Internacional era una figura importante, que disfrutaba de un amplio margen de maniobra, pero en el que recaían grandes responsabilidades. De Klerk, cuyos únicos superiores se sentaban en el consejo de administración de la Ciudad del Norte, no parecía sufrir la complejidad y la delicadeza de su puesto, cuyo peso no sentía, al menos en apariencia.
«¿Cómo lo hará? –se preguntaba Ivo–. Yo, que me ahogo en un vaso de agua en cuanto se me echa encima un plazo, nunca podría sentarme en su sillón… Brandani, tú no eres un combatiente, no eres un competidor… Tal vez lo fueras de niño, en los albores de la Posguerra, pero ya no lo eres, lo sabes desde hace mucho tiempo y con mayor precisión desde el 1 de marzo de 1968… Dicen que De Klerk es bueno y que también es un gran hijo de puta, eso es lo que se comenta por ahí. Procede de la Escuela de Empresariales, trabajó en varias empresas hasta que se convirtió en un ejecutivo de nivel medio en De Kooning & Fast, en Bélgica… Al parecer, es medio belga… Allí se empleó a fondo y desbancó a varios directivos por encima de él… Finetti, que tiene un amigo en aquella empresa, dice que De Klerk es muy bueno, dice que los fue devorando uno tras otro, dice que al final lo odiaban tanto que el administrador delegado no se fiaba y lo echó en el último momento, dice que De Klerk posee dotes especiales, que es muy inteligente, que sabe valorar a las personas hasta que intentan crecer o hacerle la cama… Dice que, si lo ponen a prueba, empiezan los problemas, no se limita a defenderse, no: te destruye… Al parecer no se fía de nadie, es un centralizador… Pero, digo yo, ¿no es ése el retrato del típico ejecutivo? ¿No son todos así?»
En los casi dos años que había pasado en Megatecton, ¿cuántas veces había oído Brandani contar biografías parecidas? Para él se trataba de formas de vida especiales, con actitudes particulares, autoseleccionadas, autorrelegadas a un mundo cerrado en el que se celebraban los ritos secretos del poder, en el que se derrotaban y se degollaban recíprocamente hasta que quedaba un único individuo al mando. «El responsable técnico siempre es un subordinado por definición, Ivo», decía Franco Sala. Y le había recordado las distinciones que había hecho Hannah Arendt en Vita activa: «“Trabajo, Obra, Acción”. Tú eres responsable de la Obra, conoces el fin de tus actos, sabes cuál será la forma final al término de un esfuerzo productivo, pero por debajo de ti está el que simplemente trabaja y punto, y por encima de ti el que simplemente decide Qué, Cuándo, Cuánto y Dónde. Y punto. Tú no eres más que un transformador de dinero en Obra y, por tanto, en otro dinero. No eres más que uno de los encargados de la transformación de la energía producida por el dinero en algo sólido, útil, concreto, a veces bello, de lo cual el Capital extraerá su beneficio, los políticos su provecho, los ejecutivos su carrera, los trabajadores su pan, y todos nosotros una utilitas cualquiera que, pongamos, en el caso de un puente, consiste en poder cruzar el lecho de un río donde antes era imposible hacerlo…».
«Lúcido, Sala, aunque no haga falta un filósofo para deducirlo… Tal vez habría hecho bien en quedarme yo también allí, en Filosofía…», pensaba Ivo.
A Ivo le había costado mucho licenciarse, pero al final había conseguido sacarse la carrera con matrícula de honor. Durante los años de universidad había salido con Clara y luego se había casado con ella. Sin embargo, casarse con alguien nunca había entrado en sus planes, como tampoco estudiar Ingeniería, como tampoco había contemplado, en un principio, trabajar en una gran empresa, donde le habría gustado no tener que ocuparse de la organización de las obras, sino de proyectos estructurales, a ser posible de puentes.
«En física se llama efecto Coriolis, Brando: toda trayectoria sufre una curvatura, a veces hasta llegar a enroscarse sobre sí misma… Ya no estás donde habrías querido estar, ya no llegas al punto donde has dirigido la proa, sino a otra parte completamente distinta, y puedes darte con un canto en los dientes si consigues terminar cerca de tu objetivo… Yo, suponiendo que tuviese un objetivo, no sólo lo he incumplido estrepitosamente, sino que desde aquí ni siquiera lo veo ya…»
Había dejado atrás los treinta y estaba entrando en los años que para un hombre de buen porte como él suponen el máximo del esplendor físico y de la capacidad de atracción para el sexo contrario. Era moreno, de piel oscura, con los ojos azules, conservaba el pelo de la cabeza, las patillas apenas canosas y algún que otro pelo blanco que le aparecía en la barbilla cuando no se afeitaba durante un par de días, buena constitución, un pelín fofo por la falta de ejercicio. Emanaba un aire de sufrimiento ligero y perenne, pero no deseado, que se reflejaba en la frente a menudo fruncida, en la seriedad de la expresión, en las escasas sonrisas, en la parquedad de las palabras, a menudo meditadas, escogidas con atención, porque Ivo odiaba las gilipolleces dichas sin ton ni son y se mantenía bajo constante con...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Epígrafe
  6. 29 de mayo de 2015, 9:07 de la mañana
  7. Monzón
  8. 10:14 de la mañana
  9. El Sentido del Mar
  10. 11:05 de la mañana
  11. Sofrano
  12. 2:32 de la tarde
  13. Puente y puerta
  14. 3:48 de la tarde
  15. El motor inmóvil
  16. 4:42 de la tarde
  17. La Ciudad de Dios
  18. 5:16 de la tarde
  19. Agujero de Bomba
  20. 7:47 de la tarde
  21. Notas