Orar con Madeleine Delbrel
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Orar con Madeleine Delbrel

  1. 152 páginas
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Orar con Madeleine Delbrel

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Información del libro

Madeleine Delbrêl es una mujer marcadamente diferente a las mujeres de su época; es incomparablemente distinta de la mayoría de los cristianos laicos de su tiempo; es única en su comprometido y alentador trabajo como mujer cristiana; es modelo por su entrega a las causas de los desfavorecidos; es verdaderamente especial en su diálogo y en sus relaciones en el medio filocomunista en el que vive y trabaja; es veraz en su interrelación con los pobres y, en general, con las gentes de los barrios y la gran ciudad.Este libro es un compendio de los principales ejes de la vida interior, social y eclesial de Madeleine Delbrêl. En él se ofrece un modo preciso de adentrarnos en su mística evangélica y en su espiritualidad misionera.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2019
ISBN
9788428833868
DÉCIMO DÍA

LA EUCARISTÍA

Parece ser que Carlos de Foucauld, en la última parte de su vida, tuvo como única misión mostrar, por el signo de su vida, el signo misterioso del Santísimo Sacramento. Parece que estuvo como fundido, como enlazado con la hostia para poder ser por ella inmolado y orante, entregándose a los hombres para ser comido por ellos; una simple persona hasta el extremo de ser perfectamente asimilable, perfectamente comestible. Hombre comido, unido estrechamente a Dios, que se hace alimento; devorado por el servicio constante a sus hermanos y convertido, con el mismo Dios, en oración e inmolación.
Mejor que cualquier otro, el P. Foucauld fue consciente de los abismos de gracia contenidos en potencia en el sagrario, con los que hay que tener un vínculo con el mundo, personas entregadas que sean como el hilo conductor, como la toma de corriente, como un nexo con toda la pobre humanidad. Y estos hombres serán mejores conductores de la gracia en la medida en que acepten reproducir en ellos el mensaje evangélico central que nuestro Señor les enseña en la eucaristía. Si desde el corazón del Sahara él liberó tal difusión de gracia; si estas ondas de caridad han sido puestas en marcha hasta el punto de que todavía las percibimos vivas entre nosotros, es porque un ser humano, en todo su ser, había aceptado ser poseído por Cristo en el sagrario, no vivir ya más que en función de él; había aceptado ser, por así decirlo, transmisor de su misericordia (O. C. VII, pp. 118-119).
A partir de su conversión, Madeleine Delbrêl participó cada mañana de la eucaristía. A ella acudía portando bajo el brazo su «herbario». Así llamaba a su misal, entre cuyas páginas había metido papeles, las cartas que le llamaban a recordar los acontecimientos hermosos o desgraciados y a las personas asociadas a dichos acontecimientos. Nunca iba sola a la misa, sino acompañada por numerosas personas que le eran queridas y hacia las que profesaba una gran caridad, aunque algunas fueran para ella fuente de sufrimiento.
A Madeleine nunca le faltó la eucaristía cotidiana: «Para un cristiano, los sacramentos son tan necesarios como el Evangelio», dice en una carta a alguien que le pide consejo 1. Y añade: «Sin los sacramentos no sabríamos vivir, nos quedaríamos como en la superficie de la vida de Cristo. Un cristiano que desprecia los sacramentos es como un niño que se ha quedado atrás, retrasado, que no llega a ser un adulto en la fe». En julio de 1959 es invitada a participar en Bossey, Suiza, a un encuentro ecuménico; se trata del inicio de este tipo de diálogo, y se le aconseja no hablar de los sacramentos. Pero para ella es imposible: «La oración común de la Iglesia, la oración litúrgica, es inseparable de los sacramentos; está centrada por entero en la eucaristía, el misterio de la cena del Señor» (O. C. IX, p. 153); más aún: «Vivir como hijo de Dios en Cristo [...] esto es para mí participar en la oración de la Iglesia. Esta oración es inseparable de la Iglesia, de su vida sacramental, de la eucaristía, de la cena del Señor con la cual hace todo» (O. C. IX, pp. 155-156). La eucaristía es el corazón de la oración de la Iglesia porque ella es la oración de Cristo, oración no solo de los labios, sino de toda la vida entera que se ofrece al Padre por la humanidad.
Porque es la oración de Cristo, la eucaristía contiene, de algún modo, todo el amor del que él ha dado prueba a lo largo de su vida y en su sacrificio último. Ella es la síntesis de todas las facetas. «Es el compendio del amor», dice Madeleine: el amor que se intercambia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, amor en su dimensión de oblación, es decir, de ofrenda, el amor en su dimensión de solidaridad de Jesús con la humanidad, el amor de Jesús que presenta la humanidad al Padre, el amor, en fin, en su dimensión de comunión entre Dios y los hombres y entre los propios hombres. Al participar en la eucaristía, al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, se nos entrega todo este amor. Cristo es «quien se nos entrega efectivamente en la comunión eucarística». Por eso mismo la comunión es «una auténtica fuente de santidad». Porque, naturalmente, el cristiano debe responder a este don extraordinario que se le hace: «La visita que Cristo nos hace por la comunión debemos devolverla en cada acto de la jornada haciendo cada cosa en él» (O. C. IV, p. 191). Cristo viene a habitar en nosotros por la eucaristía; es necesario que nuestros actos estén hechos en él, hace falta que habitemos en él en todo lo que hacemos. ¿No es la eucaristía el lugar privilegiado donde, para Madeleine, se realiza la palabra del Evangelio: «Permaneced en mí como yo permanezco en vosotros» (Jn 15,3)?
¿Es necesario subrayarlo? Si los primeros fragmentos publicados de Madeleine ponen el acento en la Palabra, es innegable que la eucaristía está en el corazón de su pensamiento y de su vida espiritual. En medio de las numerosas notas que dejó se encuentra un esquema donde intentó dibujar qué es la vida cristiana. Esta vida tiene «forma de cruz» (con los dos brazos «en la ciudad» y «fuera de la ciudad»); luego, después de «las dimensiones de la cruz», sitúa al final el apostolado, y justo en medio: «La misa, don de Dios». En el corazón de su existencia apostólica está la misa como don de Dios, en el sentido de que es Dios el que dona y el que se dona.
Para Madeleine Delbrêl, la eucaristía era inseparable de la adoración. En la eucaristía, Cristo se entrega a nosotros dándonos su Cuerpo y su Sangre, y nos deja su presencia entregada; y nosotros pasamos tiempo con él en la adoración para dejar trabajar en nosotros la energía espiritual, cuya fuente es el acto eucarístico mismo. La adoración prolonga de alguna manera la comunión por la que él nos asimila, por la que nosotros llegamos a ser él.
Sobre este punto, como sobre tantos otros, Madeleine estuvo muy influida por el pensamiento del P. Foucauld sobre la eucaristía. Ella resumió lo esencial de esta influencia en un texto célebre titulado: Por qué amamos al padre Foucauld, publicado en 1946 (O. C. VII, pp. 101-102). Lo que le atrae sobre todo es el hecho de que, cuando nosotros recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, él nos asimila, y nosotros nos convertimos en eucaristía para nuestros hermanos. Dicho de otra manera, es la dimensión apostólica, misionera, de la eucaristía la que Madeleine subraya con fuerza. Ella siempre consideró la vida apostólica de los cristianos como la bisagra de la comunicación entre Dios y la humanidad. A través de la Iglesia, Dios se revela y se da a los hombres que no creen. «Nosotros hemos sido hechos alianza», dice ella, repitiendo un texto del profeta Isaías (42,6-7), «hemos sido hechos alianza divina» (O. C. IX, p. 205), describiendo la vida cristiana como una marcha sobre la línea entre dos abismos. En nosotros se realiza una alianza a condición de que nos dejemos atrapar por Cristo. Añade: «Esta alianza se nos recuerda en cada misa en su alcance total».
Así pues, la eucaristía está inmediatamente asociada por Madeleine al deseo de Dios de hacer alianza con la humanidad. Este deseo es de un alcance infinito, primero porque es el deseo de Dios, y también porque afecta al horizonte de la humanidad entera, a todos los tiempos y a todos los lugares. En su simplicidad, los signos eucarísticos expresan bien lo infinito del deseo divino. En las «apariencias» eucarísticas, «reducidas a lo esencial en cuanto a lo necesario para existir», y «en esto esencial toda la inmensidad de la adoración, de la acción de gracias, de la expiación, de la intercesión» (AMD, Eucharistie et charité fraternelle). En estos signos reducidos a lo esencial, un poco de pan y de vino, habita Cristo mismo en su inmensidad, la inmensidad de todas sus actitudes de cara a Dios y de cara a los hombres.
Cuando comemos el Cuerpo de Cristo, nos convertimos en hombres hechos para ser comidos por nuestros hermanos, como el P. Foucauld: «Hombre devorado, unido constantemente a Dios alimento, comido por el servicio constante a sus hermanos y hecho con ese mismo Dios oración e inmolación» (O. C. VII, p. 119). Las «apariencias» eucarísticas, es decir, los signos de pan y de vino, esconden y contienen al mismo tiempo el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Cuando recibimos por la comunión estas apariencias eucarísticas, nosotros mismos somos para los otros las «apariencias» de Cristo en el mundo. Madeleine ha repetido este tema en una de sus meditaciones poéticas, titulada «La liturgia de los sin oficio». Evocando su presencia con los amigos a la salida de una reunión en el café de la plaza de Italia, dice a Dios:
Has querido encontrar
a través de nuestras miserables apariencias,
a través de nuestros ojos faltos de vista,
a través de nuestros corazones, que no saben amar,
a todas esas personas que han venido a matar el tiempo (O. C. III, pp. 64-65).
Tomando la imagen de la bisagra para un cristiano, añade:
Sabemos que, a través de ti, nos hemos convertido
en la bisagra de la carne,
en la bisagra de la gracia,
que le obliga a volverse sobre él,
a orientarse, a su pesar, en plena noche,
hacia el Padre de toda vida.
En nosotros se opera el sacramento de tu amor.
Así, la asamblea dispar de clientes del café se convierte en una asamblea litúrgica en camino gracias a la presencia en medio de ella de algunos cristianos. Los cristianos «entregados», servidores de sus hermanos, se convierten en eucaristía para los otros. Cuando participamos de la eucaristía, recibimos al mismo tiempo una vocación, la de «añadirle esas apariencias humanas y ese sufrimiento actual que Jesús ya no tiene».
No todo el mundo puede ir todos los días a misa. Madeleine llama a esta situación «un régimen de restricción que puede causar daños». Cada uno debe hacer un discernimiento...

Índice

  1. Portadilla
  2. Siglas
  3. Prólogo a la edición española
  4. Primer día. Nosotros, gente de la calle
  5. Segundo día. La alegría de creer
  6. Tercer día. Vivir el Evangelio
  7. Cuarto día. La adoración, un acto de justicia elemental
  8. Quinto día. Amar sin nuestras medidas
  9. Sexto día. Dejar que la Palabra se haga carne en nosotros
  10. Séptimo día. Nuestro silencio, palpitante de tu mensaje
  11. Octavo día. Jesús, Dios hecho hombre, manso y humilde de corazón
  12. Noveno día. Cristo-Iglesia
  13. Décimo día. La eucaristía
  14. Decimoprimer día. Sin Dios, todo es miseria: el apostolado necesario
  15. Decimosegundo día. Vivir la obediencia de la fe
  16. Decimotercer día. Solitarios de la fe
  17. Decimocuarto día. Solidarios con la humanidad
  18. Decimoquinto día. Las profundidades de la oración
  19. Notas
  20. Contenido
  21. Créditos