Estaciones de regreso
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Estaciones de regreso

  1. 268 páginas
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Estaciones de regreso

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Estaciones de regresorescata la memoria de las pequeñas cosas y de los grandes acontecimientos de un mundo que no volverá a ser el mismo. Para ello realiza un viaje a la inversa, volviendo a los lugares donde empezó todo, con la certeza de que ya no serán los mismos. De Madrid a Texas, con escalas en los paisajes de su infancia y su juventud. Sus primeros amores, el deslumbramiento por la música y la literatura, las experiencias con las drogas, los fracasos, los amigos, la familia, el entorno privilegiado en el que ha transcurrido la mitad de su vida, todo adquiere una luz distinta, con el trasfondo de una generación y una clase social que fue criada para vivir al margen del dolor y del miedo.Un libro valiente que adquiere la cualidad de la verdad profunda.Estaciones de regreso, escrito con las herramientas de la mejor literatura, arriesga y conmueve por su sinceridad, sin ahorrarse ninguna verdad incómoda.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412123746
Edición
1
Categoría
Literatura

A la memoria de Roque.

A mi madre, que me dijo que escribiera algo.

et mutam nequiquam adloquerer cinerem.

Catulo, 101
We all got holes to fill,
Them holes are all that’s real.
Townes Van Zandt

1. La muerte y lo nuevo

Mientras mi padre nos contaba por teléfono que habían asesinado a mi hermano pequeño se podía ver desde el balcón, tras los setos de mirto y laurel donde termina el jardín, a una pequeña cierva que comía bellotas debajo de una encina. Los primeros rayos de la mañana recortaban la silueta de su lomo con contornos dorados; en su quietud parecía un ídolo pagano. No recuerdo bien los primeros gestos de mi hermano o mi madre al recibir la noticia, solo recuerdo a la cierva, con la cabeza gacha, impertérrita. Sé que antes de entregarnos al duelo hubo una escena de mucha urgencia planificadora, a quién informar primero, cómo volver de inmediato a Madrid, qué hacer con los niños, pero no guardo un registro visual de aquellos momentos en mi memoria. No hay detalles.

Lo siguiente que recuerdo con viveza es salir solo al jardín, quedarme en cuclillas, escondido tras un pequeño limonero, observando de nuevo desde allí a la cierva. Ella irguió el cuello y se giró hacia mí, quizá me distinguió tras el árbol, quizá solo percibió algo de ruido y movimiento. El animal se quedó un largo rato mirando suspicazmente el limonero. El sol había subido algo más, ya se podían distinguir bien todos los colores del campo, los primeros brotes de hierba bajo el pasto seco que había dejado el verano. Aunque entendía que había una belleza obvia en esa estampa bucólica, me sucedía que era incapaz de ver nada en ella. Cada objeto aparecía aislado, no armonizaba con los demás, eran como partes sueltas que no componen un todo, palabras inconexas que no crean frases ni sentido en su conjunto. Cierva. Hierba. Mirto. Laurel. Encina. Sol. Mi mente había dejado de ordenar cada objeto para construir una escena, cada cosa existía por separado. Había algo absoluto en todos ellos, cada cosa me miraba con la solemnidad hermética de una estatua egipcia, me impedían penetrar en ese paisaje con la imaginación, la emoción o la memoria. En cierto modo, era la primera vez que veía así una cierva, una encina o una mata de laurel.
Al rato la cierva dejó de mirarme y se alejó trotando hacia el monte. Miré entonces el limonero y encontré un brote de azahar, acerqué la nariz a la flor, cerré los ojos y la olfateé hinchando los pulmones y concentrándome solo en el aroma. Y ocurrió algo similar a la reacción que me provocó la estampa bucólica de la cierva poco antes. El aroma era perfectamente reconocible, pero no excitaba nada en mí, no conectaba con ningún recuerdo, no me transportaba a ninguna primavera pasada, ni a la sorprendente mermelada de flores de azahar que hacía Jaleh, la madre de un amigo iraní, ni al frondoso patio del monasterio de Palma del Río, donde aprendí la diferencia entre un limonero lunero y aquel que florecía en primavera. En cierto modo, ese aroma había sido apisonado junto con todos los demás estímulos de aquel paisaje; todo era liso, todo estaba arrasado, no quedaba ninguna de las puertas por las que uno podía adentrarse en la memoria. Parecía la primera vez que lo olía, no quedaba nada reconocible en aquel aroma.
Permanecí allí un buen rato, en cuclillas bajo el limonero, esperando en total desconcierto a que se me rompiera algo por dentro, a que se me resquebrajara la presa que contenía el llanto, pero no hallaba en mí ningún interruptor, ninguna mecha, ningún fusible que pudiera desencadenar las emociones que suponía que deben dominarle a uno cuando recibe la noticia de que una de las personas a las que más quiere en el mundo ha muerto de un tiro en la cabeza. Constaté que el aparato emocional se había bloqueado claramente y que solo me quedaba la inteligencia, que operaba con total aislamiento de los sentidos y de los recuerdos. Me vino con total calma y lucidez la noción de que la muerte era para siempre, un encuentro con la eternidad, y que por tanto no había ninguna urgencia en ella. No era urgente llorar, ni tratar de comprender lo que había ocurrido, ni comunicarle nada a nadie. Tendríamos el resto de nuestra vida para ello.
Paseé bajo los limoneros, observando con cierto asombro ese divorcio absoluto entre el paisaje exterior y el paisaje interior, ambos atrapados en celdas de silencio. Deseaba poder sentir, y no pensar, y sin embargo solo podía pensar sin sentir. Saqué el teléfono y pensé a cuál de mis amigos debía llamar primero para comunicárselo. Me preguntaba a quién le dolería más, tanto por su amor hacia mi hermano como hacia mí, la lista de amigos era reconfortantemente larga.
Luego consideré quién expresaría con mayor contundencia y desnudez su dolor en el momento de la llamada, y supe que debía llamar a mi amigo Álvaro. Tenía la necesidad de contárselo a alguien, de escucharme narrar la desgracia que acababa de ocurrir y de oír el llanto de otro para poder empezar a sentirlo yo también, para romperme y salir de aquel vacío.
Llamé a Álvaro, que previsiblemente pasó por todas las fases de quien recibe una noticia como esa, la incredulidad inicial, el «estás de broma», el balbuceo, el enmudecimiento y por fin el llanto inconsolable. Escuché en su voz tonos y giros que nunca antes había advertido, le oí llorar por primera vez, traté de desencadenar mi llanto con el suyo, al igual que una carcajada desencadena otras, o quizá como quien arrima un cigarrillo a otro para prenderlo. No hubo manera; el llanto de mi amigo pasó por mí como aquella cierva y como aquel perfume de azahar.
Al contrario que mis padres y mi otro hermano, yo me había negado a verlo: no quería que la última imagen de mi hermano fuera la de un cadáver. Me resistía también a ver el ataúd. Me quedé fuera del tanatorio, recibiendo a esa procesión de personas —algunas tan familiares, otras inesperadas y ya casi olvidadas— que, juntas, representan todas las épocas y círculos sociales de nuestras vidas, como quien observa el dibujo de círculos concéntricos que revela un árbol solo después de ser talado.
Permanecía en un estado emocional invariable en el que la nota dominante era un estúpido sentido del humor bastante cerebral con el que exploraba todas las posibilidades de comedia que ofrecía esa situación absurda. Bromeaba con mis amigos sobre aquel despropósito arquitectónico que llaman tanatorio, un amasijo de hormigón que asoma sobre la M-30 de Madrid, y cuya lógica me recuerda de alguna manera a la de un aeropuerto, un sitio impersonal a las afueras de la ciudad, preparado para el tránsito de masas, en el que entran sin cesar y a cualquier hora del día o de la noche gentes de todas las edades, razas y clases sociales, con paso urgente, con gesto confuso, sin saber muy bien adónde se dirigen, buscando información en un vestíbulo central donde se anuncian, como las puertas de los vuelos, las salas donde está aparcado cada muerto, antes de partir para siempre, y donde todo el mundo se despide, y aguarda largo rato dispuesto a todo tipo de retrasos, y está incómodo, y siente ganas de tomar un trago y desea salir de allí rápidamente.
A ratos me paseaba con amigos por las demás salas y especulaba sobre los otros muertos, ancianas carcomidas por un cáncer, abuelos cuyo corazón se paró en medio del sueño, cadáveres maduros que suscitaban comentarios manidos —«es lo mejor que podía haberle pasado»—, y creía distinguir a los hijos de los yernos por el llanto contenido de unos y la cara de fastidio de otros. La comedia se me aparecía por todas partes, y según llegaban mis amigos, uno a uno, los sacaba aparte y los llevaba de paseo por aquel absurdo reino de la muerte, jugando a ser, en mi imaginación, una parodia del Virgilio cicerone en el infierno de Dante.
La única sala donde me resistía a entrar a mirar era aquella donde estaba el ataúd de mi hermano, pues sabía muy bien que no era la muerte lo que allí me encontraría, sino algo mucho más singular y poderoso frente a lo cual se desactivan todas las tácticas que el sentido del humor emplea para establecer la distancia que evita el golpe definitivo, el derrumbe.
Ese algo tan poderoso era el relato de esa muerte, que no admitía alteración alguna, presentaba la anatomía perfecta de la Tragedia, manifestaba con gran escándalo cada uno de los requisitos del género, como si se tratara de una lección práctica de teatro clásico: una novia con fecha de boda enfrentada al repentino e inexplicable asesinato de su novio, el bello cadáver de un joven prometedor y sinceramente querido por la muchedumbre que congregaba. Era de suponer, por tanto, que merced al ineludible influjo que las tragedias ejercen sobre aquellos que las sobreviven, lo que me esperaba al fondo de esa sala no era una muerte, sino el hecho más relevante y definitorio del resto de mi vida, y de la vida de las personas de las que mi felicidad depende. No había pues prisa alguna para entrar ahí y enfrentarme a esa realidad.
Después de que casi todo el mundo que uno espera hubiera aparecido, y cuando ya había aliviado con varias bromas el penoso trámite de darme el pésame por el que estaban obligados a pasar todos mis mejores amigos, me encaminé solo hacia el fondo de la sala, aún en ese estado contemplativo regido exclusivamente por el intelecto en el que me encontraba desde que mi padre me dijo que mi hermano pequeño había muerto. Cruc...

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