Construir bajo el cielo
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Construir bajo el cielo

Un ensayo sobre la luz

  1. 150 páginas
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Construir bajo el cielo

Un ensayo sobre la luz

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Marta Llorente lleva la mirada allí donde se desliza la luz "a partir de la experiencia de habitar el mundo, el paisaje, y en especial la arquitectura". Dice la autora: "he seguido el camino que recorre el trazo de la luz desde las fuentes más distantes hasta los espacios que habitamos. Escribirlo ha sido como ver brillar de nuevo la arquitectura: sentir el poder de la luz en construcciones del pasado y del presente que se han levantado bajo el mismo cielo. Al final de este camino, he reconocido una vez más lo mucho que necesitamos tanto iluminar como preservar los lugares que habitamos de la radiación de la misma luz, de manera cotidiana, desde la casa hasta la ciudad".Desfilan por estas páginas, a modo de un muy personal catálogo de la Historia de la Arquitectura, espacios sombríos y protegidos, tales como cabañas, pórticos y patios; construcciones que miran hacia la bóveda celeste o que imitan sus formas; torres que son también observatorios, o lugares en donde la luz resulta un asombro para los ojos o una necesidad para la salud. A nuestro tiempo, la autora lo llama el tiempo de las cajas de luz, y ese tiempo le permite revisar el trabajo de creadores emblemáticos, de magos de las luces y de las sombras que desfilan por este singular libro.

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Información

Año
2020
ISBN
9788417118655

II

LAS FORMAS DE LA ARQUITECTURABAJO LA LUZ

1

ESPACIOS SOMBRÍOS: CONTENER LA LUZ

Los astros en torno a la hermosa luna
por detrás esconden su radiante imagen
cada vez que, llena, vivamente alumbra la tierra…
Fragmento 34 C, SAFO

Cabañas y refugios

Cualquier forma de aproximación a la arquitectura ha de saber acerca de la luz, de cómo administrarla, de cómo perforar muros y cubiertas para dejarla pasar, de cómo proteger el espacio de su radiación. Desde los orígenes queda trazado un campo de posibilidades para la arquitectura, un abanico de recursos que despliega sus estrategias de captación o de protección de la luz: en el centro de esas posibilidades está la necesidad de crear un mundo propio y significativo. El conocimiento técnico de la construcción se ha transformado de manera continua para ir modelando la luz y la materia. Ha cambiado también la idea del derecho que tenemos para modificar el medio que nos es dado, así como del derecho sobre el reparto del espacio construido y del territorio. Se ha ido perfilando paso a paso una conciencia crítica que pone freno al poder que administra la propia arquitectura, que delimita el impacto de los recursos que podemos emplear y que invita a reconsiderar nuevos recursos, a seguir explorando en el presente nuevas posibilidades. La arquitectura está implicada en los procesos sociales, políticos y éticos que van transformando el mundo.
La conciencia crítica que despierta en cada generación con nuevas exigencias nos aleja hoy más que nunca de una rutina constructiva que no cuestiona el consumo energético. Estamos en el umbral de lo que seguramente será un uso generalizado de la fuente solar para la obtención de energía en arquitectura. El cambio de actitud con respecto a la energía implica no solo obtener y perfeccionar nuevas fuentes, sino evitar su derroche. Administrar bien la luz es una de las premisas de la investigación en la arquitectura contemporánea, acompasada con el mundo que la rodea. La obtención de muros diáfanos para los edificios ha sido un logro más estético que funcional, esperado durante siglos, que ahora puede empezar a verse como el signo de una mala administración de la luz y de la radiación, un derroche que ocasiona mayor gasto energético, tanto en climas cálidos, como en lugares fríos. Mirando hacia el pasado, advertiremos repetidos errores y excesos en nuestra tradición de edificar. De la arquitectura actual elogiaremos la forma de administrar la luz siempre y cuando cumpla con esas condiciones sostenibles que no tenemos otro remedio que exigir a la construcción de edificios y ciudades.
Por eso aquí propongo revisar de nuevo la historia de lo que hemos construido, tal vez así se hace posible ver de otro modo la presencia de la luz y su razón para irrumpir en los edificios, en las casas, en los templos, en las ciudades. Reconocer su aleteo y su brillo en las obras de las culturas del pasado sirve para reforzar la imagen de su valor, de su belleza, y para buscar lo que tal vez hemos perdido para no errar demasiado nuestro camino, sin dejar de lamentar los abusos de una arquitectura que ha sido muchas veces grandilocuente y temeraria, deslumbrada por el poder y ofuscada por la ambición. La belleza de un rayo de luz interrumpiendo la penumbra básica de un espacio cerrado es un regalo que se puede obtener sin grandes esfuerzos ni ademanes. Algo simple que todas las arquitecturas del mundo han descubierto en algún momento de lucidez. Esa lucidez elemental está presente en todo hábitat mínimo, desde las cabañas hasta la vivienda mínima experimental del siglo XXI.
Los orígenes de la arquitectura son tardíos con respecto a la edad de la Tierra, acompañan el camino de la humanidad desde las primeras formas de cultura. La arquitectura es reciente porque el ser humano también lo es con respecto a la historia de la Tierra y de la vida en ella. La historia de la arquitectura, hasta ahora, ha querido ver su inicio en las construcciones monumentales: desde las estructuras megalíticas que enmarcan dramáticas escenas prehistóricas —más fabuladas que reales— hasta los imponentes templos levantados por las civilizaciones antiguas. La propia historia, sin embargo, va cambiando de signo —la historia de la historia es un texto inacabado y en todo momento rehecho, rasgado y vuelto a escribir— y hoy parece posible explicar el origen de la arquitectura de otro modo. Reescribir el origen mostrando una figura constructiva simple, urgente, como el hábitat.
Construir una casa, una choza o una cabaña es un acto técnico que da cuenta por primera vez del uso de las manos y de la inteligencia para alterar el orden de la naturaleza. Los seres humanos aprendieron a enterrar a sus muertos en estructuras sepulcrales también simples, a utilizar y ocupar espacios naturales apropiados y a levantar sus tiendas o cabañas mucho antes de enfrentarse a movilizar las grandes piedras de la arquitectura monumental.
La cabaña representa los primeros tanteos de la arquitectura, construida bajo esa misma luz que deja fuera. Se han registrado huellas apenas visibles de cabañas que acompañan desde muy temprano la presencia humana en territorios diversos, en climas amables pero también en climas difíciles para la vida. Huellas de construcciones hechas quizá de ramas y troncos de árboles o de osamentas de animales, levantadas con materiales disponibles en el medio que las circunda, reorganizados y elaborados para este fin constructivo. Huellas que son sombras de pequeñas construcciones que se mantuvieron durante años, que fueron levantadas y reconstruidas, o que fueron desmontadas y montadas de nuevo. Sombras de cabañas en territorios de larga ocupación que demuestran nuestra fidelidad al lugar. Quedan apenas indicios de esas construcciones: solo cercos, improntas formadas por la materia de desecho que generaron cuando fueron ocupadas.
Un vestigio notable de una cabaña fue encontrado en Olduvai, en África. Una huella de una cabaña de base aproximadamente circular, datada en más de un millón y medio de años. Esta podría ser una de las huellas de hábitat más antiguas encontradas hasta ahora. Otros indicios más comunes de ocupación del suelo mediante una construcción artificial en asentamientos estacionales tienen menos de cuarenta mil años, como los que se encuentran en el sur de Rusia, o los que se han recuperado en la región del Danubio, en Europa. Los indicios de construcciones ligeras, rehechas reiteradamente, agrupadas formando campamentos sobre suelos de larga ocupación se hacen más visibles a medida que se acercan a las épocas más recientes de la prehistoria. El material con el que se construyeron esos campamentos fue efímero en relación a los signos perdurables de apropiación del territorio que expresan sus huellas.
Construir un hábitat propio, esencial, simple y liviano, a la medida del cuerpo y del alcance de los brazos y de las manos, es un acto de sobrevivencia elemental. Un gesto que la humanidad ha seguido haciendo, ya desde nuestros primeros ancestros pertenecientes al género homo que apareció hace más de dos millones de años y que se extendió desde África a Euro-Asia, dando lugar al llamado Neanderthal. Ese gesto fue aprendido y expresado de nuevo por las comunidades de homo sapiens, extendidas hoy por todo el mundo desde hace unos doscientos mil años. Huellas de cabañas se encuentran en todos los territorios en que el género humano habitó de forma regular, del mismo modo que se encuentran huellas de enterramientos. La aparición de los poblados en el Neolítico, a partir de los últimos quince mil años, evidencia la semejanza estructural de las primeras cabañas con las casas que conformaron lentamente las primeras ciudades de la historia.
La primera cabaña representa ya la intención básica de moderar la luz, la muestra indiscutible de la necesidad de cerrar un espacio segregado, mínimo, a escala humana, utilizando la materia de otro modo al que viene dispuesta en el medio natural. El principio de la arquitectura, en relación a la luz, corresponde a esta necesidad de resguardarse de la intemperie: de la excesiva luz del Sol, de la fuerza de los vientos y tempestades, de la lluvia y de la nieve. Y también preserva a quienes la ocupan de la mirada ajena. La cabaña es escondite y refugio, prefigura nuestras casas y delata la necesidad de construir por nuestras propias manos un recinto que nos resguarda y nos guarda. Por lo que parece, hemos sentido siempre la necesidad de encerrarnos en burbujas que nos conceden una relativa intimidad, además de la necesaria protección.
En los primeros espacios cerrados para guardar la vida se establecieron funciones básicas, pero también se abrió el lugar para conservar objetos que acompañan la existencia: objetos heredados, bellos, quizá inútiles, personales o compartidos. Los objetos que forman los primeros ajuares son fragmentos de mundo escogidos, rescatados, como piedras, conchas y ornamentos para la casa y para el cuerpo. Como algunos animales que guardan también trofeos y tesoros incomprensibles en sus nidos y guaridas: nosotros hemos guardado con preferencia objetos que brillan, que participan un poco de la luz del mundo. La preferencia por las piedras de colores o brillantes, y por el nácar de conchas y dientes para los abalorios anuncia la imagen que prevalece en los primeros objetos artesanales. Lo demuestran los ajuares que se han preservado mejor en sepulturas, pero que debieron acompañar la vida anterior y formar parte del hábitat, donde la fragilidad esencial de los espacios vitales los ha dispersado.
El hábitat entró muy pronto en relación con el lugar de las sepulturas, con la morada de los muertos. La proximidad entre la vida y la memoria de la muerte marca el camino lento e irreversible de la cultura. La memoria del lugar, el acto de señalar y diferenciar los lugares está relacionado con la distribución del espacio entre la vida y la muerte, bien representadas ambas en la distribución entre espacio aéreo y subterráneo, espacio de luz y espacio de oscuridad.
El orden que existe en una cabaña prehistórica indica rasgos culturales significativos. Sus medidas, por ejemplo, limitadas por los elementos constructivos, por la longitud de las ramas o de los huesos. Medidas que expresan la posibilidad de extender un cuerpo en su interior, de realizar funciones recogidas como encender el fuego, ya en épocas recientes, como vemos en cabañas de poblados ajenos a nuestra civilización, coronadas por chimeneas o aberturas para posibilitar la ventilación y recibir una luz controlada. Los rasgos formales de las construcciones para el hábitat de las culturas prehistóricas se han perdido, y poco se puede saber de su imagen. Queda la medida. Y la medida es un indicio importante para comprender la finalidad en arquitectura. La mayor parte de aquellas estructuras tenían entre tres y cinco metros de diámetro. Estas medidas se comprueban eficaces en las construcciones actuales y son características de la arquitectura vernácula de todos los tiempos: coinciden con la dimensión preferente de las estancias habitables más comunes. Coinciden con la medida de elementos constructivos manejables.
El trazado de las primeras cabañas indica también la preferencia por la figura del círculo: la forma más sencilla de trazar y segregar un recinto artificial, puesto que un centro, una estaca, y un radio, una rama o una cuerda, son instrumentos arcaicos que han utilizado muy pronto todas las culturas técnicas. Y esa figura es la que la percepción atribuye al límite entre la tierra y el cielo, la que traza la línea del horizonte. La imitación de la bóveda celeste en la arquitectura de planta circular se desarrolla después en las cubiertas cupulares en las que la entrada de la luz adquiere rasgos simbólicos muy especiales, como veremos.
Más allá de la estructura de la cabaña, la humanidad primera se las arregló para ocupar otras estructuras más complejas, como las cuevas. Si las grutas y cuevas fueron habitadas antes de las tiendas y chozas, o de manera alternativa, es difícil saberlo. Probablemente las cuevas fueron además de visitadas y utilizadas como hábitat en determinadas situaciones, convertidas en santuarios que centraron la significación de un territorio o de un paisaje. La ocupación de las cuevas describe otra forma de arquitectura que excede la pura sobrevivencia, próxima a usos simbólicos. Las cuevas recibieron el don del arte paleolítico, fueron decoradas y expresan otros juegos de la luz en sus interiores que pueden ser aún reconocidos e imaginados: iluminadas por el fuego que parpadea en sus fondos oscuros, o por la controlada luz solar que entra por sus bocas naturales y linternas.
Esta otra posibilidad de la luz en un espacio reutilizado, ocupado, decorado pero no construido por mano humana, solo remodelado, nos acerca a la idea y a la necesidad de la luz como presencia simbólica. La cueva debió proporcionar una experiencia en el espacio sombrío vinculada a la luz controlada que prefigura todas las arquitecturas que hemos construido más tarde. Esa forma de entender la luz y el espacio indica que la arquitectura no es solo función, utilidad, sino una actividad que excede los recursos y la necesidad: un lujo del espíritu y un riesgo para la razón. Las cuevas decoradas que fueron activas en otras épocas prefiguran el dramatismo de la luz y el de la experiencia de adentrarse en esas gargantas secretas y resguardadas, habitadas por el misterio de su propia oscuridad apenas rota.
La unidad más modesta de arquitectura, la cabaña, ha sido indispensable en todos los tiempos, además de tener mil formas. Ha sido repensada para cada situación. Hay una medida del tiempo histórico en aquellas cabañas desaparecidas como hay una medida de la luz del mundo que las rodeó. Las cabañas han seguido patrones en todas las culturas que hoy todavía pueden hablar de los orígenes con la autoridad de su fuerza de permanencia. En las escasas culturas que sobreviven a la presión del dominio de la que llamamos occidental prevalece la idea y el sentido del hábitat como fundamento de todas las habilidades constructivas: es una de las formas en que se expresa ese pensamiento salvaje, sobre cuya capacidad de resistencia y de interpretación del mundo llamó la atención Claude Lévi-Strauss.
La cabaña ha sido objeto del pensamiento de la arquitectura para reconstruir la historia y fantasear sobre su origen. Vitruvio explicó en forma de mito que la cabaña era lo esencial de la construcción, el primer acto arquitectónico. Este pasaje de Los diez libros de la arquitectura, redactados en la Roma de Augusto, ha marcado el devenir de las ideas sobre el arte constructivo, pues la cultura suele servirse de sus mitos para justificar sus tradiciones. El mito regresó en el Renacimiento y en la Ilustración, pero ningún rigor arqueológico acompañaba estas teorías clásicas y neoclásicas que querían ver también en la cabaña la justificación de los órdenes clásicos, de las columnas con sus capiteles, de frontones y cubiertas. Todas las edades de la historia han necesitado la construcción de un hábitat mínimo, cuya semejanza en el tiempo no representa otra verdad que la respuesta a la pura necesidad, el deseo de poder vivir bajo el cielo y sobre la tierra.
Una cabaña, una choza, una tienda son abrigos que permanecen en los procesos actuales de «autoconstrucción». Las casas auto construidas es obvio que no son casas que se hacen amismas, sino refugios fruto del tiempo y de la necesidad que se hacen con las manos de los usuarios. La cabaña, emerge en el límite de las ciudades, en los suburbios, allí donde se forman comunidades de chabolas, de barracas o favelas. Es también la estructura básica que se repite en los campos de refugiados, hoy tan frecuentes: donde vemos tiendas suministradas por el apoyo internacional o construcciones precarias. Una cabaña, una casa autoconstruida, o un refugio que alimenta la ficción de la soledad, no pide permiso para levantar su recinto, por eso esquiva las leyes o se asienta antes de que esas leyes se hayan formulado. En ese sentido, decimos que regresa a lo esencial de los primeros refugios de la humanidad.
La cabaña puede ser la más solitaria de las estructuras y aspirar a ocupar la copa de los árboles, para vivir como El barón rampante de Calvino, o un rincón apartado del mundo, como las chozas de los primeros eremitas o la cabaña donde Henry David Thoreau, en Walden, exploró la soledad y la sobrevivencia. Las páginas que escribió Thoreau sobre el rigor de la vida y el placer de la soledad rescatan pensamientos hondos sobre el acto de construir y habitar su propia casa. La cabaña era soledad y calor: «Allí vivíamos el fuego y yo», escribe, «mi casa estaba en una situación tan soleada y abrigada, y su techo era tan bajo, que podía dejar que se apagara el fuego a mitad de cualquier día de invierno». El fuego, en la cabaña, no solo es la luz que alumbra, o el calor que a veces ya no es necesario en un espacio recogido, es lo que emite la señal de humo que advierte de que está habitada, de que hay alguien dentro. El fuego es la luz interior de la casa que emite señales hacia el exterior. Ese es lenguaje de las humaredas sobre los tejados de las casas que ya recogió Virgilio en sus Églogas, que anuncia el recogimiento del final de la jornada.
La historia de estas cabañas habla de misantropía y de autosuficiencia. A veces remite a las actitudes altivas y desdeñosas de creadores e intelectuales —hombres en su mayoría, pocas mujeres— que quisieron apartarse del ruido del mundo y demostrarle, al mismo mundo, la fecundidad de su retiro. Cabañas para huir y poder pensar, como la que Wittgenstein nunca llegó a habitar en los fiordos noruegos, o las que sirvieron a Mahler para crear algunas de sus sinfonías, o la que habitó Heidegger en la Selva Negra, de una austeridad que nunca dejó de exhibir el filósofo que quiso saberlo todo sobre el ser y el tiempo. Ninguna de ellas contenía otra luz que la que permite escribir, meditar o componer. Todas se parecen a las celdas en penumbra de los eremitas antiguos. Hoy, algunas de estas cabañas, las que sobreviven, se visitan; representan una forma de culto contrario a su finalidad, ya que son invadidas por turistas, curiosos y extraños.
El cabanon de Le Corbusier fue una versión particular de la cabaña-retiro: apenas quince metros cuadrados medidos con exactitud por el Modulor, con muros de troncos perforados mediante ventanas mínimas. Estas ventanas tienen una hoja que contiene un espejo, de modo que, al quedar semi-abiertas, reflejan la inmensidad del paisaje y del mar, introducen esa imagen de infinitud dentro del angosto interior. El cabanon fue levantado sobre un promontorio que se alza sobre la playa, en Cap Martin, en la Costa Azul, frente a esa extensión luminosa y sin límites del Mediterráneo que dejaba fuera: la misma llanura de las aguas del mar donde murió.
Virginia Woolf recomienda a las escritoras que se hagan con una habitación propia, para poder cumplir con un destino, el del arte de escribir, que nadie puede eludir si ha llamado a su puerta. Pocas mujeres han disfrutado del retiro en una cabaña propia. Excepto quizá las religiosas, que seguramente gozaron de libertad y de intimidad en los conventos y claustros, durante siglos. Una suerte que no les tocó vivir casi nunca a otras mujeres del mundo, tiempo atrás, en sus casas, ya fueran chabolas o palacios. Virginia Woolf pide para ellas, al menos, un espacio modesto pero propio: apropiado. Un reducto al que añadiríamos desde aquí la exigencia de dotarlo de luz, silencio y quietud, con lo que puede aventajar por su discreción a las famosas cabañas de los intelectuales. Ya Séneca, uno de los defensores del otium, tiempo y lugar p...

Índice

  1. Cubierta
  2. Marta Llorente Díaz
  3. Construir bajo el cielo
  4. Título
  5. Créditos
  6. Índice
  7. Nota liminar
  8. Introducción
  9. I. Acerca de la luz
  10. II. Las formas de la arquitectura