Oración por Enriqueta
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Oración por Enriqueta

  1. 80 páginas
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Oración por Enriqueta

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Información del libro

Esta oración fúnebre fue pronunciada por Bossuet en 1670 en la muerte de Enriqueta-Ana de Inglaterra, duquesa de Orleans.La joven estaba casada con Felipe -hermano menor de Luis XIV-, conocido por su promiscuidad. La muerte de su esposa a los 26 años impresionó a toda Francia. Chateubriand escribió que esta oración logró lo inaudito: hacer llorar a la Corte.

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Información

Año
2015
ISBN
9788432145469
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

ORACIÓN FÚNEBRE POR ENRIQUETA-ANA DE INGLATERRA, DUQUESA DE ORLEANS, PRONUNCIADA EN SAINT-DENIS EL 21 DE AGOSTO DE 1670

Vanitas vanitatum, vanitas vanitatum
et omnia vanitas.
Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés,
todo es vanidad.
(Eclesiastés, 1, 1)

MONSIEUR[2]:

Yo estaba destinado a rendir este deber fúnebre a la muy alta y poderosa Enriqueta-Ana de Inglaterra, duquesa de Orleans. Ella, a la que habíamos visto tan atenta mientras rendíamos el mismo deber a su madre, la reina[3], debía ser tan pronto tema de una oración semejante; y mi triste voz estaba destinada a este triste ministerio. ¡Oh vanidad!, ¡oh nada!, ¡oh mortales ignorantes de su destino! Y ustedes, señores, ¿habríais pensado, cuando ella versaba tantas lágrimas en este lugar, que os habríais reunido tan pronto para llorarla?
Princesa, digna de la admiración de dos grandes reinos, ¿no bastaba que Inglaterra llorara vuestra ausencia para que tengamos que llorar vuestra muerte? Francia, que con tanta alegría os había vuelto a ver rodeada de un nuevo esplendor, ¿no tenía otras pompas y otros triunfos para el regreso de ese viaje famoso del que volvisteis con tanta gloria y bellas esperanzas?[4].
«Vanidad de vanidades y todo es vanidad». Es la única palabra que me queda, la única reflexión que, en un suceso tan extraordinario, me permite el justo y sensible dolor. No he tenido necesidad de recorrer los sagrados libros para encontrar algún texto aplicable a esta princesa. He tomado, sin esfuerzo ni elección, las primeras palabras del Eclesiastés, en el que, aunque se menciona mucho la vanidad, aún no es bastante para el propósito que persigo.
Quiero, en una sola desgracia, deplorar todas las calamidades del género humano y, en una sola muerte, hacer ver la muerte y la nada de todas las grandezas humanas. Ese texto, que conviene a todos los estados y a todos los acontecimientos de nuestra vida, es, por una especial razón, apropiado a mi doloroso tema: jamás las vanidades de la tierra han sido tan claramente descubiertas ni tan profundamente confundidas. No, tras lo que acabamos de ver, la salud es solo una vana palabra; la vida, un sueño; la gloria, apariencia; las gracias y los placeres, una peligrosa diversión: todo es vano en nosotros, excepto la confesión sincera ante Dios de nuestras vanidades, y el severo juicio que nos hace despreciar todo lo que somos.

EL HOMBRE, NADA Y TODO

¿Digo verdad? El hombre, hecho a imagen de Dios, ¿no es más que una sombra? Lo que Jesucristo vino a buscar del cielo a la tierra, sin sentirse rebajado, lo que rescató con toda su sangre, ¿no es nada? Reconozcamos nuestro error. Sin duda, el triste espectáculo de las vanidades humanas y la pública esperanza frustrada de golpe por la muerte de esta joven princesa nos han llevado demasiado lejos.
No debe permitirse al hombre despreciarse por completo, por miedo de que, creyendo con los impíos que nuestra vida no es más que un juego del azar, marche sin reglas y sin guía al arbitrio de sus ciegos deseos. Por eso, el Eclesiastés, después de comenzar su obra divina con las palabras citadas y de haber llenado todas sus páginas con el desprecio de las cosas humanas, quiere, finalmente, mostrar al hombre algo más sólido, y termina diciendo: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos: eso es ser hombre cabal. Porque toda obra la emplazará Dios a su juicio, también todo lo oculto, para ver si es bueno o malo»[5].
Todo es vano en el hombre, si miramos el curso de su vida mortal; y, por el contrario, todo es importante, si consideramos lo que se debe a Dios. De nuevo: todo es vano en el hombre si consideramos el curso de su vida mortal, pero todo es precioso, importante, si vemos el término al que se llega y la cuenta que hay que dar. Meditemos, pues, hoy, a la vista de este altar y de esta tumba, la primera y la última palabra del Eclesiastés: una, muestra la nada que es el hombre; otra, enseña su grandeza. Que esta tumba nos convenza de nuestra nada y este altar, donde se ofrece por nosotros cada día una víctima de tan gran precio, nos enseñe a la vez nuestra dignidad.
La princesa que hoy lloramos será testigo fiel de esas dos realidades. Veamos lo que una muerte repentina le quitó; veamos lo que le dio una muerte santa. Así aprenderemos a despreciar lo que ella ha abandonado sin pena y a poner toda nuestra estima en lo que ella ha abrazado con ardor, cuando su alma, purificada de los sentimientos de la tierra y llena del cielo al que tocaba, vio toda la luz. Esas son las verdades que trataré, las que he creído dignas de ser propuestas a tan gran príncipe y a la más ilustre asamblea del universo.

LA VIDA, RÍO QUE FLUYE

«Todos moriremos», decía aquella mujer alabada en la Escritura, en el segundo libro de los Reyes, «y vamos sin tregua a la tumba, como las aguas que se pierden sin retorno»[6]. Somos aguas que corren. Cualquier soberbia distinción de la que se gloríen los hombres tiene un mismo origen, y es pequeño. Los años de los hombres se empujan unos a otros, como las olas; no cesan de correr y, en fin, después de haber hecho un poco más de ruido y de recorrer un poco más de tierra unos que otros, van juntamente a confundirse en un abismo que no reconoce ya ni príncipes, ni reyes, ni todas esas soberbias cualidades que distinguen los hombres; de la misma manera que esos ríos tan famosos que van a morir, sin nombre y sin gloria, mezclados en el océano con los riachuelos más desconocidos.
Ciertamente, señores, si algo podía elevar a los hombres por encima de su natural debilidad, si nuestro origen común permitiera alguna distinción sólida y duradera entre quienes Dios ha formado del mismo barro, ¿qué había en el universo más distinguido que la princesa? Todo lo que el nacimiento, la fortuna y las grandes cualidades del espíritu pueden hacer para la elevación de una princesa se halló reunido, y después aniquilado, en Enriqueta-Ana.

VIDA DE LA PRINCESA

Por cualquier lado que considere las huellas de su glorioso origen, no descubro más que reyes y me deslumbra el resplandor de las coronas más augustas. Veo la casa de Francia, la más grande, sin comparación, del universo y ante la que, sin envidia, pueden ceder las otras porque tratan de extraer su gloria de ese origen. Veo los reyes de Escocia, los reyes de Inglaterra, reinando desde hace tantos siglos, más por su valor que por la autoridad de su cetro, sobre una de las más belicosas naciones del universo. Pero esta princesa, nacida en el trono, tenía el espíritu y el corazón más altos que su nacimiento. Las desgracias de su casa no pudieron abatirla en su niñez. Había en ella una grandeza que no debía nada a la fortuna.
Decíamos con alegría que el cielo la había sustraído, como por milagro, de las manos de los enemigos del rey, su padre, para regalarla a Francia: don precioso, inestimable presente, si la posesión hubiera sido má...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Introducción
  4. Nota del traductor
  5. Oración fúnebre por Enriqueta-Ana de Inglaterra, duquesa de Orleans, pronunciada en Saint-Denis el 21 de agosto de 1670
  6. Bibliografía
  7. Créditos