La ciudad blanca
A los veinte años fue segundo lugar nacional en lanzamiento de jabalina y cuando llegó a México para los Juegos Centroamericanos y del Caribe, donde Cuba ganaba la mitad de las medallas, ni siquiera asistió a las competencias. Empeñó la jabalina sueca de titanio que el Estado cubano le había comprado y se alojó en la casa de un primo hermano, músico de salsa. Llevaba un pequeño bolso blanco, un vestido amarillo que contrastaba con su piel morena y sus enormes hombros. Tenía una bonita espalda, a su manera.
Era una desertora del régimen castrista, pero también una gran patriota. No permitía que nadie hablara mal de su país ni de Fidel, un pasatiempo muy extendido, y consideraba que sólo los cubanos tenían derecho a hablar mal del régimen, aunque fueran a la cárcel por eso:
—Vamos, chico, pero que tú no puedes saber nada si no has estado ahí.
—Estuve ahí, Minnie.
—Pero estuviste como turista —levanta la voz, y alarga cada vocal—. ¡Qué vas tú a saber!
—Viví seis años en la Habana, claro que sé.
—Pero seguramente tú no estuviste allá con la gente, con el pueblo; mira, mi padre luchó en el Congo...
Bailaba un merengue sola, en medio de un círculo de sillas. Tenía treinta y tres años, sus muslos ya no eran tersos como antes, su trasero crecía de manera exponencial y los brazos le temblaban con majestuosidad. Los concurrentes, acalorados, bebían y se desabotonaban el cuello de la camisa:
—¡Minnie! ¡Salud!
Cuando Eme, diputado federal, llegó a casa, apenas pudo fingir una sonrisa al ver que Minnie le había organizado una fiesta sorpresa de cumpleaños. La mayoría de los asistentes eran amigos de su esposa, un detalle para ser tomado en cuenta.
—¡Sorpresa! —gritaron todos a destiempo, recordando de pronto para qué estaban ahí.
—¡Sorpresa! —volvieron a gritar, esta vez un poco más sincronizados, mientras Eme se abrió paso entre las sillas, un saludo aquí, una disculpa allá. Vio rostros nuevos y conocidos. Algunos habían sino comunistas como él, pero ya no podía considerarlos sus amigos.
—Pinche negra —murmuró, con un habano en la boca.
Destapó una botella de cerveza en la cocina. Estaba cansado y de mal humor. Sin despedirse, subió a su estudio y cerró la puerta. Durante la larga sesión legislativa sólo había pensado en destapar una cerveza y sentarse en su escritorio imitación caoba para escribir en la Smith-Corona el tercer capítulo de sus memorias.
Le costaba trabajo ordenar su mente, la cual se arrastraba de un hecho inconexo a otro, un síntoma de vejez. Cuando era joven y brillante se percataba de que a partir de los cincuenta la gente perdía la capacidad para ordenar sus ideas. Era un joven ambicioso, estudiante de economía, que llevaba bajo el brazo El capital en alemán con la inocente pretensión de leerlo.
Era difícil encontrar un título para sus memorias: La utopía desmantelada, La utopía desmembrada, La utopía desterrada, algo así; utopía casi con cualquier adjetivo sonaba bien. En el segundo capítulo se jactaba de haber predicho la caída del sistema soviético desde 1973, sólo había que ver el estúpido rostro de Breshnev para darse cuenta.
Era imposible dedicarle más tiempo a sus memorias y eso le causaba cierta frustración. Minnie era cada vez más demandante. Las reuniones de la Comisión de Educación y Cultura, de la cual era miembro, las sesiones plenarias y extraordinarias, y dos columnas semanales para un periódico de izquierda no le dejaban mucho tiempo libre.
Los últimos meses había tenido problemas para dormir. Los ronquidos de Minnie y los problemas nerviosos que se negaba a atender con medio comprimido de diazepam le causaban un estado de somnolencia. Se colocó sus gafas Cristian Dior sin montura, puso una hoja de papel sobre el rodillo y dejó caer sus manos sobre las teclas: "Viajes por el mundo socialista". Tosió. Detrás de la puerta, en el primer piso, se escuchó la voz chillona de Minnie por encima del son y de las otras voces:
—¡Pero que tú no has estado ahí, chico!
Y luego:
—¡Mi padre estuvo en Playa Girón!
A pesar de las distracciones, lo primero que le vino a la memoria fue Yugoslavia. Se dirigió hacia el librero y buscó, en un diccionario serbocroata-español editado en Belgrado, una fotografía de Vuk, Dara y Maritza, sentados en un sofá. Vuk, alargado, de grandes huesos, con la barba crecida, pasa el brazo por el hombro de Dara, de rostro sin maquillaje, el cabello atado, expresión funeraria y un vestido negro hasta las rodillas (tenía piernas hermosas, robustas, cortas y de un tono amarillo, casi naranja cuando les daba el sol por la mañana). Maritza estaba distraída en el momento en que fue tomada la fotografía, mirando fuera de cuadro con un dedo en la nariz; era rubia como su madre y llevaba el uniforme de los Pioneros de Tito.
Aún recordaba con nitidez la tarde de mayo en la orilla del Sava. Maritza de seis años, el cabello hasta la cintura. Su mirada parecía comprender en silencio todas las cosas alrededor: el curso del Sava, el vuelo de los gorriones, incluso la muerte. La colocó sobre sus hombros para que viera sobre la aglomeración de gente el tren que llevaba el cadáver de Jozip Bros Tito. Maritza, que no hablaba mucho, como su madre, señaló con el dedo y dijo:
—Tito.
Desanudó el pañuelo rojo que llevaba en el cuello y lo agitó en el aire.
Fue la segunda vez que Eme estuvo a unos metros de Tito. Seis años antes había llegado a Yugoslavia como invitado especial al congreso del Partido Comunista Yugoslavo. Una semana fatídica de febrero en Moscú en la Escuela de Cuadros, víctima de una neumonía (su constitución era frágil, no pudo soportar el frío), dos semanas en Corea del Norte, todo se conjugó. Comenzaba a perder la fe en el socialismo real, y también la inocencia.
La delegación mexicana desfiló el día de la apertura; Eme iba detrás del secretario del Partido Comunista Mexicano. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero cuando cayó en cuenta de que se dirigían, en la larga fila de manos a estrechar, directamente hacia un hombre de ochenta años con lo que parecía ser el traje nacional serbio o croata, difícil saberlo, y que fumaba un cigarrillo sobre una boquilla en forma de pipa, sintió el sudor frío resbalando por su espalda.
El mariscal Tito, la leyenda, el comunista heterodoxo, el héroe partisano. Stalin dirigió la guerra en su escritorio, Roosevelt en silla de ruedas, Churchill con un traje de lino en un campo de críquet devastado por las bombas alemanas. En cambio Tito fue un hombre de acción: su vida como agente comunista en la Yugoslavia del rey Alejandro era motivo de muchas leyendas; también su desempeño durante la ocupación alemana, cuando el ejército de partisanos estuvo cercado por alemanes, italianos, ustashas, chetniks y hasta voluntarios húngaros. El propio Hitler supervisó las operaciones. Más de la mitad del ejército de partisanos cayó en acción; el propio Tito fue herido y llevaba un cabestrillo en el brazo arrastrando a su amante tuberculosa. El mariscal se jugó el todo por el todo al abrirse paso a través de un río para romper el cerco de los chetniks al mando de Mijailovic. Eso decía la superproducción yugoslava Sujetska, con richard Burton como Tito. Eme también vio La batalla del Neretva con Orson Wells como el malvado chetnik y Yull Bryner como un héroe partisano.
El mariscal, con un aspecto viejo y cansado, quería dar las gracias por la visita a cada una de las delegaciones invitadas:
—Sdravo —decía, un saludo de igualdad entre camaradas impuesto en Yugoslavia.
—Hola —contestó Eme con el rostro enrojecido y una sonrisa que en ese momento le pareció la de un idiota.
Cuando llegó esa primera vez a Yugoslavia quedó impresionado por la belleza de Belgrado. Buscaba el paraíso y todos sus esfuerzos anteriores habían sido en vano. Como el devoto en tiempos de duda, esperaba la señal de que sus esfuerzos y creencias llevaran a un fin posible. Estaba comenzando a dudar de las ilustraciones de la propaganda soviética donde todos tenían un piano, pulóveres de cuello de tortuga, radio, un coche Volga y boletos para el Bolshoi. Lo poseía una sensualidad demasiado indomable para ser un buen comunista, le dijo un viejo camarada una vez, y Belgrado en primavera era la ciudad que más cuadraba con esta naturaleza. Aunque Belgrado era también otro espejismo, y las flores, el edificio del parlamento, las plazas y la apariencia de relajación que imperaba en la ciudad tal vez estaban sostenidos por un ruinoso andamiaje.
La pobreza y monotonía eran para Eme austeridad alabastrina; la rudeza moral, hermosura tallada sobre acero y concreto. Cierto que no tenía muchos puntos de comparación: en Moscú había estado en invierno y en un hospital pagado por el pueblo; en Pyongyang le asustó el mecanismo que imperaba en la sociedad y el brillo metálico de los ojos rasgados. En cambio Yugoslavia estaba en primavera y las muchachas también, con sus vestidos estampados de flores.
Lo llevaron a ver las fábricas y le hablaron del plan quinquenal; conoció las estadísticas sobre la producción de acero y maquinaria pesada, los logros culturales; se entrevistó con un par de escritores que habían dejado atrás el realismo socialista, o al menos eso parecía, para tratar otros temas, más existencialistas, dijo uno de ellos, al que llamaban el Albert Camus yugoslavo. Lo llevaron a ver el partido entre el Dinamo de Zagreb y el Partizan de Belgrado, donde el público se trataba con respeto y delicadeza. El Dinamo jugó con el arbitraje en contra. "El futbol", dijo su guía, "es el gran deporte nacional". También asistió a un juego entre el Hajduk de Split contra el Estrella Roja, pero el futbol le aburría. Le explicaron en qué consistía la autogestión obrera y por último le hicieron ver que, a diferencia de otros países socialistas, Yugoslavia tenía un régimen democrático. El modelo yugoslavo era la tierra prometida, la democracia socialista.
Todo esto lo escribió Eme en un artículo titulado "Yugoslavia, ¿democracia socialista?". Por primera vez estaba entusiasmado y miraba las cosas de una manera menos fría, y cada pequeña estadística le parecía un milagro.
La guía, Dara Butina, trabajaba como traductora al español y otras lenguas europeas en una de las editoriales del Estado. No era ciertamente una mujer muy hermosa, pero sí la única con la que pudo comunicarse, pues hablaba español. Eme siempre estuvo negado para las lenguas eslavas, o más bien, para todas las lenguas: sus progresos con Der Kapital no llegaron más allá de la tercera página.
La acompañó a su pequeño departamento. Dara dormía en un sofá cama, algo muy socialista. Mientras esperaba sentado, y bebiendo un vaso de cerveza, ella colocó las sábanas; tenía un hermoso trasero y unas pantorrillas muy bien formadas. En esa primera cita profundizaron un poco más en el conocimiento mutuo, por supuesto, y descubrió que Dara ponía a secar su ropa interior en la llave de la regadera: unas enormes y toscas pantaletas socialistas. Hablaba siempre en un tono didáctico, con anticuado acento español.
—¿Y eso fue todo lo que sabes hacer?
—¿Todo qué?
—Pensé que eras un poco más, ¿cómo se dice? Fogoso, sí, ésa es la palabra —dijo al pasar las páginas de un diccionario serbocroata-español, español-serbocroata.
"La discreción femenina es producto de una sociedad opresora", pensó Eme. Ella era una mujer nueva, libre (de enormes pantaletas), nacida en un país socialista. Se sintió pequeño y desvalido; no podía mangonear a una mujer que hablaba por lo menos tres idiomas.
Aun así vivió una época feliz. El visado no fue problema al tratarse de un invitado del Partido; Dara le consiguió un trabajo temporal en una editorial, corrigiendo pruebas de libros editados en español: los discursos del mariscal Tito y el famoso 1000 datos sobre Yugoslavia. Dejó su hotel y se mudó al departamentito de Dara, siempre húmedo, porque inevitablemente había una tubería goteando en cualquier parte, y caluroso en el verano. Con su primer sueldo, que no era mucho, le regaló a Dara un vestido exactamente igual a todos los que ya tenía (no había de dónde escoger) y se compró un ...