Utopía y reforma en la Ilustración
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Utopía y reforma en la Ilustración

  1. 240 páginas
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Utopía y reforma en la Ilustración

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Como historiador ya consagrado por sus estudios acerca del iluminismo, Franco Venturi es invitado a dictar en Cambridge una serie de conferencias a partir de la célebre pregunta kantiana "¿Qué es la Ilustración?". Venturi propone una brillante y documentada introducción a la "circulación de las ideas" en la Europa moderna, fundamental para comprender sus valores y debates. Así, llega al núcleo de su respuesta, el derecho a castigar, que oscila entre la "utopía" igualitaria y la "reforma" de las sociedades, tanto en lo político como en las formas jurídicas, éticas, culturales. Venturi reseña la trayectoria de reyes y repúblicas en los siglos XVII y XVIII, en que la tradición clásica de Atenas y Roma se conjuga con la experiencia inmediata de ciudades y naciones modernas, de Moscú a Venecia o Londres.Precisamente en los republicanos y deístas ingleses detecta una de las principales fuentes de la reflexión filosófico-política del siglo XVIII. La recuperación de un pasado utópico de libertades ciudadanas y las denuncias acerca de los abusos del soberano serán tema fundamental para los enciclopedistas, que pensaban los fundamentos de la ley y la cultura mientras se desmoronaba el antiguo régimen: "la herencia del pasado se había mezclado con la riqueza del presente".Un libro ejemplar por el notable cuadro de la ilustración europea que propone, por la asombrosa erudición, por la innovadora propuesta metodológica. Personas e ideas en movimiento a la búsqueda de opciones políticas entre reforma y revolución. Fernando Devoto

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Información

Año
2019
ISBN
9789876294003
Categoría
History
1. Reyes y repúblicas en los siglos XVII y XVIII
1.tif
La Liberté et l’Égalité…, estampa de Louis Charles Routte, París, “chez Potrelle”, 1795-1796: “La Libertad y la Igualdad unidas por la Naturaleza”.
Cuando hablamos de la tradición republicana y de su importante papel en la formación de las ideas políticas del siglo XVIII, de inmediato nuestra mente se retrotrae al mundo antiguo, a los grandes ejemplos de Atenas y Roma. Desde luego, la importancia de la tradición clásica está fuera de toda duda. En esta ocasión no me interesa ponderar su intensidad e importancia en el siglo XVIII o ver cómo se la utilizó en la era de la Ilustración. No indagaré cuánto del pensamiento republicano se deriva de Pericles o Tito Livio, sino antes bien cuánto se deriva de la experiencia que vivieron las ciudades italianas, flamencas y alemanas, o países como Holanda, Suiza, Inglaterra y Polonia. La tradición republicana que el siglo XVIII heredó e hizo prosperar tuvo a veces un cariz clásico. Pero con mayor frecuencia fue fruto de una experiencia directa, una no tan distante en el tiempo. Fue una raíz que volvió a la vida luego de la era del absolutismo y las restauraciones de los siglos XVI y XVII.
No es para nada accidental que la forma antigua y clásica del pensamiento republicano fuera peculiarmente notoria en Francia durante las últimas décadas del siglo, hasta el momento en que se volvió explosiva durante la revolución. Los philosophes, los girondinos y los jacobinos, miraron hacia Camilo y Bruto por la sencilla razón de que Francia no tenía experiencia alguna que pudiera servir de modelo de inspiración republicana. Intentaron repensar el pasado, las ciudades medievales, a Étienne Marcel y también la libertad de sus antepasados, los francos. Sin embargo, si querían buscar formas libres de organización y constitución, no meros ejemplos de virtud, inevitablemente debían volverse hacia Atenas y Roma. Con todo, a lo largo del siglo XVIII, también ellos abrevaron en los ejemplos de Inglaterra, Polonia, Italia y Holanda. Como veremos más adelante, también para ellos el pensamiento republicano, de Montesquieu a Rousseau, tenía raíces profundas en una experiencia europea reciente y nada mítica. Pero estos ejemplos no les pertenecían de manera directa; eran menos locales, menos “personales”. Para ellos, sólo el modelo neoclásico podía adoptar la magnitud y el vigor del mito. Así, Francia restauró una forma antigua para la tradición republicana europea.[43]
Esto es muy evidente en Italia a finales del siglo XVIII. Basta comparar el pensamiento político de la era de los reformistas ilustrados –entre 1734 y 1789, digamos– con el de la era revolucionaria, en la última década del siglo, para advertir de inmediato una ruptura, una diferencia notable en el léxico, en los modos de sentir y expresar. La Italia del siglo XVIII había sido profundamente antirromana. Había respaldado a las provincias contra la urbe. Había redescubierto y exaltado a los pueblos itálicos previos a la conquista: los etruscos, los insubrios y los samnitas. Había combatido contra la idolatría del derecho romano. Había criticado intensamente un sistema económico basado en la conquista y no en el comercio. Había sido capaz de apreciar la distancia que mediaba entre la libertad de los antiguos y la de sus contemporáneos. Con la revolución francesa y la subsiguiente invasión de Italia, sobrevino a este fermento crítico un estrato muy distinto. Los Brutos, Camilos, entre otros, habrían de volver a la vida en suelo italiano, donde en verdad estaban bien muertos y enterrados. La propaganda jacobina –monótona y exaltada a la vez– trasladó a Italia un ideal republicano incompatible con un país en que la experiencia republicana estaba firmemente arraigada. Las formas clásicas se volvieron un arma para destruir la tradición. En la apelación a la antigüedad no resurgió la Roma antigua; al contrario, las repúblicas de Génova, Venecia y Lucca se vieron profundamente transfornadas o desaparecieron. La era de la república única e indivisible llegó a un país donde las repúblicas habían sido muchas y habían estado en constante movimiento, interno y externo. Si nos interesa seguir el rastro de la tradición republicana que hunde sus raíces en la Edad Media y el Renacimiento, tanto en Italia como en el resto de Europa, debemos, por tanto, sondear el pasado más allá del estrato jacobino y neoclásico.[44]
De por sí, el ejemplo de Italia puede resultar especialmente revelador. A comienzos del siglo XVIII, la península es una suerte de microcosmos distinto del resto de Europa. Ni siquiera en Alemania podía encontrarse semejante variedad de formas políticas y constituciones, aunque sólo se deba a que la teocracia papal era exclusiva de Italia. El país era un verdadero museo político, que albergaba monarquías, ducados y repúblicas, de Venecia a la pequeña comunidad de San Marino.
El valor de las repúblicas italianas como ejemplo fue una cuestión enérgicamente afirmada por la historiografía de la Ilustración y del período romántico; baste con recordar a Sismondi. Más tarde, el estudio de sus aspectos sociales y económicos pareció eclipsar el de sus experiencias políticas y constitucionales, cuyo interés volvió a señalar recientemente un hombre que es una reconocida eminencia en historia económica y social, Frederic C. Lane, en un artículo que confirma toda una nueva línea de estudio sobre las repúblicas italianas.[45] Durante los últimos años, ha habido en Italia un amplio y productivo debate acerca de Venecia (baste con recordar el nombre de Gaetano Cozzi). Dicho debate ha proseguido en el exterior y ha sido objeto de nueva evaluación crítica, clara y certera, por parte de William J. Bouwsma,[46] mientras que Marino Berengo describe muy bien la relación entre política y sociedad en su libro Nobili e mercanti nella Lucca del Cinquecento [Nobles y mercaderes en la Lucca del siglo XVI].[47] Por el contrario, la historia de Génova todavía debe retomarse desde un punto de vista capaz de trascender la tradición local.[48] Naturalmente, Florencia y Toscana continúan siendo ejemplares para todo aquel que esté interesado en entender la relación entre las comunas italianas y la formación del estado moderno. Basta con recordar las obras de Federico Chabod, Hans Baron, Giorgio Spini y Nicolái Rubinstein, y recomendar el reciente debate y la bibliografía compilados en Florence in Transition, de Marvin B. Becker.[49] A diferencia de Sismondi, muchos de estos trabajos sobre las repúblicas italianas terminan con el fin del Renacimiento, que se extiende en mayor o menor medida hasta las primeras décadas del siglo XVII. A menudo se advierte cierta tendencia a considerar un “mito” la supervivencia de las repúblicas en la era del absolutismo durante los siglos XVII y XVIII. Sin embargo, su ininterrumpida existencia reviste una importancia mayor que la de un recuerdo o un mito. La formación y el crecimiento del estado moderno podrían resultar esclarecidos si los contemplamos no desde el ángulo de las monarquías victoriosas, sino desde el de las repúblicas que, con gran tenacidad, fueron capaces de sobrevivir.
A grandes rasgos, la relación entre los estados absolutistas y las repúblicas era la misma que prevalecía en el resto de Europa. Génova, Venecia, Lucca y San Marino habían sobrevivido en las fronteras de los estados modernos, sosteniendo con ellos una extraña relación, que podía parecer casi parasitaria pero que se había vuelto sólida e inamovible. Es verdad, desde luego, que España había hecho todo lo posible para derrocar a Venecia, al igual que para conquistar las Provincias Unidas. Es verdad que los duques de Saboya hicieron un gran esfuerzo para conquistar Génova. Al Gran Ducado de Toscana solía tentarlo Lucca. Y todavía en 1739, el papado hacía un último intento de poner fin a San Marino.[50] Pese a la gran variedad de circunstancias, a la disparidad de situaciones políticas y al amplio espectro de afiliaciones religiosas –entre las que se contaban el protestantismo holandés, el jurisdiccionalismo veneciano que llevaba en sus venas la simpatía por la Reforma, y la barroca y católica Génova, con su beatería–, los estados absolutistas nunca pudieron eliminar a sus oponentes y enemigos. Las antiguas repúblicas sobrevivieron.
Durante los siglos XVI y XVII, los estados republicanos se comportaron como estructuras separadas y externas –con elementos sociales aristocráticos y patricios, burgueses y municipales–, similares a otras formaciones que en ese entonces las monarquías intentaban dominar e incorporar al estado absolutista, no por medio de la destrucción sino de la sumisión. Parlamentos, asambleas estatales, patriciados ciudadanos, organizaciones militares y políticas de hugonotes en Francia y en Italia, innumerables autonomías locales y privilegios concedidos a las ciudades dominantes: el proceso entero de formación del estado moderno nos viene a la mente cuando contemplamos estos contrastes y compromisos de larga data. Las repúblicas son esas mismas estructuras, pero como entidades externas y separadas. Su existencia puede a veces parecer dudosa y un mero formalismo, tanto como la de distintas formas políticas dentro del estado absolutista. En realidad, Génova queda incluida en el mundo español. Las ciudades patricias de Suiza ocasionalmente parecen no haber tenido más independencia que el Franche-Comté [de Borgoña] o las ciudades alsacianas, absorbidas por el avance francés. Sin embargo, sus estructuras externas subsistieron, preservando con vida la tradición republicana en Europa continental. Así, sostuvieron un modelo alternativo al de la monarquía universal, cuyo triunfo final impidieron no sólo en la dimensión política y militar, sino también en la ideológica.
Uno de los debates historiográficos más importantes de los últimos veinte años, verdaderamente internacional, tuvo por tema la reevaluación del vínculo entre la formación del estado moderno y las estructuras sociales que resultaron dominadas y absorbidas. Basta leer las ponencias de Fritz Hartung y Roland Mousnier,[51] de Jaume Vincens Vives[52] y de Erik Molnar,[53] así como la colectánea de artículos en honor a B. B. Kafengauz, al cuidado de N. M. Druzhinin.[54] Estimulante por demás resulta un libro de Ernst Heinrich Kossmann, quien ve al estado absolutista de mediados del siglo XVIII como “resultado de una neutralización, no de una unidad”.[55] “Es una suma de descontentos y fuerzas contradictorias que se equilibran mutuamente.”[56] Cita a Dubosc Montandré para señalar que en ese entonces Francia no estaba libre del peligro de un “espíritu republicano y contagioso”,[57] pero que, de hecho, la débil llama republicana que se había encendido en Burdeos con el movimiento de la Ormée pronto se extinguió en medio de las contradicciones políticas que se presentaron entre las clases dominantes, entre la burguesía y el pueblo, y entre las múltiples fuerzas sociales y sus aliados extranjeros. Kossmann tiene la rara ventaja de considerar estos eventos teniendo en cuenta la existencia de una alternativa republicana, la de Holanda.[58]
Que las repúblicas antiguas mantenían viva la tradición republicana en la Europa continental se volvió muy evidente cuando Francia, bajo Luis XIV, prosiguió con renovada energía la lucha que España ya no era capaz de sostener. La guerra de Holanda de 1672 y el bombardeo de Génova en 1684 abren un nuevo capítulo en el conflicto entre los estados absolutistas y las repúblicas antiguas. Este capítulo se cerró en 1748 con la paz de Aquisgrán. Tras estos ajetreados años, la supervivencia de las Provincias Unidas, nuevamente invadidas por Francia, se vio asegurada. Lo mismo sucedía con la de Génova, a la que sólo una revuelta y una sangrienta guerra lograron salvar de las manos del reino de Cerdeña y las del Imperio.
En este extenso y decisivo período de transición entre el siglo XVII y el XVIII (1672 a 1748), las repúblicas volvieron a parecer especialmente vulnerables. Su neutralismo, su conservadurismo, su intento de huir del conflicto político hacia el mundo del comercio y la banca, su rechazo del militarismo en pro de las finanzas, su determinación de preservar constituciones que parecían inapropiadas para resistir la avanzada de las monarquías: todos estos factores parecían sin duda alguna propiciar su caída. Sin embargo, eso no ocurrió. Esa avanzada monárquica causó a su vez alzamientos internos. Holanda asistió a la reanudación del conflicto entre los regentes y la casa de Orange, y entre una provincia y otra, lo que la dejó al borde del desastre y la ruina. Más tarde se salvarían las Provincias Unidas, y también las partes fundamentales de su constitución. Guillermo III y Guillermo IV estuvieron muy cerca de ser reyes, pero de hecho continuaron siendo estatúderes. El peligro, siempre presente entre 1672 y 1748, los hizo ascender al poder. Los apoyaban la nobleza, el ejército y el pueblo indócil. Pero el andamiaje constitucional que habían heredado del pasado no se derrumbó. Las posiciones clave dentro de la sociedad de los Países Bajos siguieron en manos del patriciado de los regentes.[59] Nunca se cuestionó la tolerancia religiosa. Por el contrario, su existencia ininterrumpida permitió a Pierre Bayle y a los demás inmigrantes franceses convertir a Holanda en el emporio de las ideas políticas, filosóficas y científicas del mundo entero. Cincuenta años más tarde, en ese país, Marc-Michel Rey será el editor de los philosophes.
Las Provincias Unidas no dejaron de ser una república. Preservaron, políticamente, una forma de gobierno considerada anómala, extraña y cada vez más incomprensible por aquellos a quienes el estado absolutista gradualmente amalgamaba e incluía. La conciencia de esta diversidad se arraigó con creciente firmeza en Holanda. El libro de Pieter Cornelis de la Court es su expresión más típica. Publicado bajo el título de Mémoires de Jean de Wit, tuvo lectores en Europa entera. La edición alemana de 1671 comenzaba con el lema: “La paz es el bien supremo. Sólo las repúblicas vivirán en auténtica paz y felicidad”.[60] Luego aludía a la resuelta dedicación del gobierno de las Provincias Unidas a las cuestiones económicas: “y así con oficios y labores prospera la república holandesa”.[61] La polémica contra las monarquías era explícita y vivaz. La edición inglesa es un buen ejemplo de esto. Fue publicada en 1702, año en que, como veremos, revivió la polémica acerca de la forma republicana de gobierno. Esa versión contraponía el deseo de las repúblicas, que abogaban por el bienestar de los ciudadanos, a la voluntad de poderío y expansión de las monarquías, y afirmaba que “los habitantes de una república son infinitamente más felices que los súdbitos de una tierra gobernada por un jefe supremo”.[62] No se trataba de una “república angelical o filosófica” similar a los modelos de Platón, Aristóteles o a la “Eutopia Mori” [la Utopía de Tomás Moro], sino de un ejemplo de estado próspero, basado en un “interés común maravillosamente entramado”[63] en la tolerancia, en la libertad de inmigración y comercio, en la ausencia de monopolios, en la moderación de los impuestos y en la voluntad de permanecer en paz, aun a expensas de un considerable sacrificio.[64] Incluso repudiaba la mentalidad de la raison d’état, tal como la practicaban los italianos. Estos podían teorizar acerca de una política en que la parte del león y la del zorro fueran iguales; también podían repetir constantemente: “con arte y con engaño / se vive medio año / con engaño y con arte / se vive la otra parte”.[65] Pero estas no eran máximas adecuadas para países más prósperos y de mayor población, como las repúblicas, más parecidas a gatos ágiles y prudentes que a grandes y violentos leones. Estaban dispuestas a defenderse con uñas y dientes, pero sólo si su existencia se veía amenazada. “A primera vista un gato parece en verdad un león, sin embargo es, y seguirá siendo, tan sólo un gato; de igual modo a nosotros, comerciantes naturales, no puede volvérsenos soldados.”[66] La guerra no podía ni debía alterar la naturaleza de la república. El estatúder continuaría siendo un brazo defensivo sujeto al control de los comerciantes, no sería un príncipe o un rey. Entre los leones y tigres que dominaban el mundo, la política exterior de ese animal excepcional que fue Holanda forzosamente mostraba una simpatía natural por sus pares, que también existían para la paz y el comercio. Las demás repúblicas eran sus aliados naturales. De la Court habla de Venecia con aprecio y admiración. Presta atención a las demás repúblicas italianas y a las de Alemania; sin embargo, se ve obligado a concluir que, desde el punto de vista militar, son demasiado débiles, a la vez que en el plano económico son rivales antes que aliados. Son de escasa o nula utilidad en la lucha por la supervivencia, contra el “odio innato que todos los monarcas sienten por las repúblicas”.[67] Pese a todo, son buenos ejemplos de los errores constitucionales que es preciso evadir a toda costa. Las magistraturas de la república no deben ser pagas. Sus ingresos deben provenir del comercio, de las manufacturas, no del estado. Ninguna ley o privilegio, como por ejemplo el mayorazgo, debería defenderlos: “Así es todavía, o lo era hasta hace poco, en las repúblicas de Venecia, Génova, Ragusa, Lucca, Milán, Florencia…”.[68] Tampoco debe haber un jefe permanente en el centro, en la ciudad o en las administraciones locales. La determinación de no cambiar el sistema de gobierno debe prevalecer sobre cualquier otra exigencia, caso contrario sobrevendrá la ruina económica y política.
El comercio, la navegación y las manufacturas se establecieron y continuaron en las repúblicas italianas mientras disfrutaron de su libertad. Sin embar...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Colección
  4. Traductor
  5. Portada
  6. Copyright
  7. Franco Venturi: historiador, intelectual, político, por Fernando Devoto
  8. Advertencia
  9. Introducción
  10. 1. Reyes y repúblicas en los siglos XVII y XVIII
  11. 2. Los republicanos ingleses
  12. 3. De Montesquieu a la revolución
  13. 4. El derecho a castigar
  14. 5. Cronología y geografía de la Ilustración
  15. Notas