Ser judío en los años setenta
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Ser judío en los años setenta

Testimonios del horror y la resistencia durante la última dictadura

  1. 240 páginas
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Ser judío en los años setenta

Testimonios del horror y la resistencia durante la última dictadura

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¿Cuál es el sentido de preguntarse hoy por los desaparecidos judíos durante la última dictadura militar en la Argentina, o por los soldados judíos que participaron en la Guerra de Malvinas? ¿Por qué volver sobre hechos traumáticos del pasado reciente? Guiados por una voluntad de memoria que se siente en deuda con las futuras generaciones, Daniel Goldman y Hernán Dobry parten de estas preguntas incómodas porque ellas permiten no sólo pensar las atrocidades del terrorismo de Estado sino también atender a la experiencia de los propios protagonistas de esos tiempos difíciles.Dándoles voz a actores muy diversos –sobrevivientes de los centros clandestinos de detención o de Malvinas, familiares de desaparecidos, rabinos, dirigentes de la DAIA, militantes por los derechos humanos, periodistas–, los autores logran un libro plural que pone el foco en una dimensión muchas veces desatendida, como las encrucijadas éticas, los padecimientos, las expectativas, las limitaciones y el compromiso. Así, abordan las controversias en torno a la cantidad de judíos desaparecidos, la saña y el desprecio con que los militares trataban a los presos de origen judío, el maltrato extremo a los jóvenes conscriptos en Malvinas. Y no eluden los temas más conflictivos: la posición de las instituciones comunitarias como la DAIA ante la desesperación de los familiares de desaparecidos, la lucha a veces solitaria de rabinos como Marshall Meyer y Roberto Graetz, o de periodistas que lo arriesgaron todo, como Herman Schiller al frente del periódico Nueva Presencia.Al recuperar la rica tradición de memoria del pueblo judío, este libro no sólo es un valioso aporte a la narrativa sobre los años setenta, sino a una visión del mundo que propone volver sobre los errores o las omisiones del pasado para aprender de ellos el valor de la vida humana.

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Información

Parte II
Entre la prescindencia y la resistencia: la DAIA, los rabinos y la prensa judía
4. La DAIA y los desaparecidos
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Entrevista del presidente de la DAIA, Nehemías Resnitzky, el titular de la AMIA, Mario Gorenstein, y otros dirigentes judíos con el primer ministro de Israel, Menajem Beguin, en Jerusalén en 1977 (gentileza de Mario Gorenstein).
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Sara Brodsky[*]
“La DAIA no hizo nada para defender a nuestros chicos que estaban en los campos de concentración”
Fernando desapareció el 14 de agosto de 1979, un mes antes de que llegara a la Argentina la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. Él no pertenecía a ningún partido político; trabajaba en las villas o en los barrios obreros recuperando gente que bebía, alcohólicos. Era absolutamente independiente. No tenía ningún arma porque era pacífico. Llegaron a decirme que era ideólogo, que era de los que iban a destronar a estos milicos.
Cuando se presentó esta situación de angustia y persecución en el país, aunque no estaba comprometido con ningún tipo de grupo violento, mi marido se lo llevó a un congreso médico en Brasil y se quedó viviendo dos años allá. Volvió cuando las cosas parecían más calmas, alentado por una pareja de íntimos amigos que estaban acá.
Sin embargo, un grupo de secuestradores llegó al lugar donde vivía y lo sacó a los golpes de la habitación donde estaba durmiendo. Inmediatamente empezó nuestra búsqueda, presentamos un hábeas corpus que quedó sin respuesta, fuimos a la Embajada de Israel, a la DAIA, a los organismos de derechos humanos. Nos reunimos con militares y civiles en el país e incluso viajamos a Israel, a los Estados Unidos, a Holanda. La búsqueda fue interminable.
Mi marido tenía un compañero, que era general, lo que nos permitió hacer una gestión en el Ministerio del Interior, donde lo recibieron el entonces general Albano Harguindeguy y el entonces coronel Luis Palacios, con resultados negativos.
También recurrimos al ex ministro de Defensa, Ángel Federico Robledo, quien nos concertó una entrevista con el ex almirante Emilio Massera. Nos recibió en su oficina particular y nos derivó a un oficial joven que estaba con él. Hablamos de Fernando y, por lo que decía, nos dimos cuenta de que sabía dónde estaba y que lo conocía.
Con esa inquietud, pensando que por ahí podría ser, le compramos una escultura artística y se la regalamos, pero él negó que lo tuviera la Marina. Mintió, porque a nuestro hijo lo tenían secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
Curiosamente, a fines de 1979 Fernando empezó a llamarnos por teléfono. En diciembre y durante todo enero de 1980 se comunicaba por teléfono. Nos decía: “Hola papá, hola mamá, estoy bien”.
Nos dimos cuenta de que había otra persona que lo estaba escuchando cuando hablaba: no lo hacía con libertad. Incluso, una vez, uno de los que estaban con él habló conmigo y le dije: “Libérelo a mi hijo, él no es terrorista, él no es violento, déjelo en libertad”. Después nos contó que lo tenían que cambiar a otro lado y que no iba a poder seguir llamando.
Víctor Basterra le sacó una fotografía a Fernando cuando estaba preso dentro de la ESMA. Él era un detenido, pero como trabajaba en fotografías y documentos, lo llevaron a la oficina de falsificación, con lo que salvó su vida. Se ganó la confianza de los militares, lo empezaron a dejar salir los fines de semana y cuando lo hacía se llevaba escondida numerosa documentación que después presentó ante la Conadep.
Tuvimos contacto directo con él y nos contó que cuando vino la Comisión Interamericana a todos los que estaban detenidos allí se los llevaron a una isla en el Tigre. Modificaron el esquema de represión para mostrarles que todo estaba normal. En un momento dado, todos los que estaban ahí desaparecieron el mismo día, y él piensa que a Fernando lo tiraron de un avión.
Según los testigos que estuvieron en la ESMA, lo torturaban con más violencia por ser judío. Había signos nazis, y eran todos antisemitas. Le preguntaban sobre la sinarquía judía, cosa de la que él no sabía nada.
Cuando desapareció Fernando, no sabíamos qué hacer. Entonces la Sojnut se ocupó de mi hija Andrea, quien está muy agradecida. No dejo de reconocer algunas cosas importantes que se hicieron desde la colectividad y la Embajada. Lo que más me conmueve es que el gobierno de Israel haya aceptado que los judíos estuvieran en un campo de concentración en la Argentina después de lo que hemos vivido nosotros como pueblo.
No hubo nadie que nos dijera saquen a sus hijos. No puedo dejar de reconocer que las personas que estuvieron detenidas fueron liberadas de alguna manera con grandes presiones desde el exterior y en eso la Sojnut tuvo un papel muy importante.
Pero, cuando iba a la Embajada, mucha gente de Entre Ríos, Corrientes, venía desesperada y era recibida con indiferencia, como si fuera un caso más. El nombre del personaje más siniestro que me tocó conocer allí fue el del embajador Dov Shmorak, quien evitó que los familiares de desaparecidos nos acercáramos al canciller Yitzhak Shamir[1] cuando vino a Buenos Aires.
Al final lo conseguimos, porque una de las madres se puso de rodillas y se lo imploró. Él determinó que en diez minutos concluyera la reunión, que se hizo en la Embajada. Actuaba como si fuera parte del gobierno militar, fue un monje negro para nuestro destino. Cuestionaba a los chicos que, de alguna manera, habían estado equivocados o no en este tema de la defensa de los derechos humanos. Él los juzgaba y los ubicaba en una cuestión de izquierda o derecha.
En cambio, cuando desapareció mi hijo me entrevisté con el rabino Marshall Meyer, quien fue una persona totalmente honesta, clarividente de lo que estaba pasando, pero la comunidad no quiso escucharlo. Tenía palabras certeras, había entendido lo que había pasado en los campos de concentración de Alemania, y sabía que esto no era ningún chiste.
El rabino Roberto Graetz también era pura comprensión, una persona que temblaba ante estos hechos. Al hablar con él, tenía una posición clarísima de lo que estaba pasando. Pero la comunidad miró para otro lado.
En nuestra búsqueda fuimos también a la DAIA, donde tampoco nos recibieron bien. Nos decían: “Por algo será”. Pero permitieron que se jugara políticamente su presidente, Nehemías Resnizky, y toda la colectividad para defender a su hijo.
Pero cuando el mío desapareció, pocos meses después que el suyo, no nos vinieron a decir qué hacer para sacarlo del campo de concentración. Hasta ese momento no sabíamos de su existencia ni dónde estaban los chicos.
Pero Resnizky y la comunidad judía lo sabían. La gente iba a pedir por favor que hicieran un milagro. ¿Qué compromiso tenía la colectividad cuando él habló con los milicos? ¿Qué negoció en ese momento para que su esfuerzo específico por sacar a su hijo significara poner en juego a toda la colectividad?
En realidad, hubo un compromiso grande suyo, que se enfrentó con las Fuerzas Armadas por su hijo. Es una situación compleja porque, siendo representante de la DAIA, lo hizo y se olvidó de todos los demás.
No hicieron nada para defender a nuestros chicos, que estaban en los campos de concentración. Resnizky expuso a la colectividad, no defendió ni se preocupó por la gente a quien representaba.
* Testimonio basado en las entrevistas realizadas por Gabriela Lotersztain y la Comisión Israelí por los Desaparecidos Judíos en la Argentina.
1 Político israelí. Fue canciller (1980-1986) y dos veces primer ministro (1983-1984 y 1986-1992) de su país.
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Matilde Mellibovsky[*]
“En la DAIA y la AMIA me decían: ‘¿Por qué no le diste una educación judía?’”
Graciela era economista y estaba trabajando en el Ministerio de Comercio, para el área de Comercio Exterior, cuando fue declarada prescindible; esa palabra significaba una sentencia de muerte, eso fue en 1976. Ella luchó para pedir que le cambiaran el rótulo y la echaran o que le permitieran renunciar.
La renuncia se la aceptaron, a cambio de su desaparición poco después. Pienso que se sentía muy perseguida; me ha dicho en una oportunidad: “Mamá, yo en cualquier momento…”.
Graciela perteneció a la generación del Nacional de Buenos Aires, que es la que explotó, la que largó los libros y se metió a lo social. Siempre le faltaba el tiempo y la veía tecleando en la máquina, o los sábados y domingos, los días en que –después me enteré– iba a la villa.
Se ponía su equipo especial, que era terrible, unos zapatos que volvían todos rotosos y llenos de barro, porque seguro que no podía concurrir con la ropa bonita que yo le compraba.
Era peronista; pero en lo que respecta a su militancia siempre tuve cuidado de ser discreta. Se lo podía tomar a mal. Había establecido unas pautas conmigo: “No te metas”. Por ahí, me contaba algo de una situación desgraciada.
Después del golpe, yo sentía terror y el deseo era que se fuera a otro país, por lo menos por un tiempo. Todo estaba desmantelado. Graciela me decía: “Estamos viviendo una situación fea, peligrosa, pero si me voy, se va fulano, y si nos vamos todos, ¿quién se queda?”. No quería saber nada de irse.
Un mes antes de que cayera, empezó a cartearse con un amigo que se había escapado a Venezuela. Pero decía algo así como que qué podía hacer ahí. Si se hubiera ido, habría salvado su vida.
Creo que ya estaba muy asustada. Siempre volvía a casa con la noticia de una desaparición. A principios de agosto, una vez regresé a casa de unos cursos de dibujo, y mi esposo con una seña me dijo que parara, y me contó que tenía noticias de los Tarnopolsky,[1] una familia completa, y eso me dejó paralizada. No podíamos ser insensibles a eso. Teníamos un susto muy grande. ¿Qué deberíamos haber hecho? Levantar la casa e irnos todos. No lo hicimos.
Cuando la secuestraron, el 25 de septiembre de 1976, vivía con una amiga, una muchacha estudiante de Medicina que estaba por recibirse. Habían alquilado un departamentito muy pequeño. Usaba su dinero, tenía sus pautas de ahorro. La semana anterior había cumplido veintinueve años y lo festejamos.
Pienso que tenía mucho miedo, pero trataba de no comunicarlo. Los últimos días en que ella desapareció, debe haber observado algún movimiento de que la perseguían o algo así, porque iba y dormía en la casa de una amiga.
Allanaron ese departamento, le pusieron bombas tipo granadas, hicieron estallar por los aires al departamento, quedó muy destruido. En Clarín salió que dos médicas subversivas habían huido de su departamento y dejado una bomba cazabobos con la cual la policía se hirió. Era un relato absolutamente tergiversado, ni se molestaron en averiguar las profesiones.
Graciela es un misterio absoluto, mi idea es que haya ido a Campo de Mayo, y me gustaría saber qué, cuándo, cómo. Casi todos tenemos culpa. Uno selecciona en qué momento le pudo haber salvado la vida. Podríamos haber sido más enérgicos.
Concurrí a un adivino. Algunos psicólogos dijeron que la angustia de la incertidumbre es tan grande que, aunque sea por unos momentos, uno se aferra a algo que le dicen. Hasta los adivinos tenían instrucciones, porque casualmente casi todos contestaban: “La veo viva hasta marzo, estamos en septiembre, y va a aparecer”.
Fui a la DAIA y a la AMIA, y zafaban diciéndome: “¿Por qué no le diste una educación judía?”. No la mandé a las instituciones educacionales judías, a estudiar ídish o hebreo, pero le transmití todas esas cosas que fui mamando a través de los años. Incluso el humor, los cuentos, las anécdotas.
En la DAIA había un pobre tipo que era el encargado de recibirnos cuando nos concedían entrevistas privadas. Me recibió muy atentamente y me dijo: “Quédese tranquila, ahora está la tendencia de no matar”. Acto seguido, tomó el tubo del teléfono y habló con un pariente. Cortó el teléfono y me dijo que estaba muy feliz porque su hijo iba a ser nombrado vocal en el club San Lorenzo de Almagro.
En esa visita tan desesperada, tan dramática, me comunicaba que su hijo iba a tener esa distinción y me hablaba de un cuadro de fútbol. Entré con ganas de llorar, de putear, y me fui muy enojada. Nunca más intenté hablar con ese hombre.
Otro, que nunca nos quería recibir, que había que hacer una presión tremenda, era el titular de la DAIA, Nehemías Resnizky. Con él tuvimos una reunión, éramos unas ochenta personas. Nos sentamos y él se sentó enfrente con dos personajes, y no aguantaba la reunión, se removía en su silla, saltaba sobre sus glúteos, prácticamente había que tenerlo sujetado para que se quedara sentado. No aguantaba nuestra presencia.
Él tuvo a su hijo desaparecido; pero el ministro del Interior, Albano Harguindeguy, comprendió que era medio peligroso que la dictadura encima fuera catalogada de antisemita. Y él mismo salió, con sus huestes, a ubicar a este chico y se lo devolvió a su padre.
La actitud que tuvo Resnizky, este señor, después, fue tan indecorosa. No renunció ni nada, pero se dedicó a defender a la dictadura. Porque una actitud que tomaba el establishment era que no estábamos en una dictadura, que era un gobierno autoritario.
Recuerdo que una vez vino una personalidad muy importante a la B’nai B’rith[2] y estaba residiendo en un edificio muy lindo, en la calle Uriburu. Estábamos algunas señoras subiendo las escaleras, preguntamos por ella y, desde arriba, una mujer de la institución nos gritó: “No sé por qué ustedes vienen acá. Este no es lugar para este tipo de cosas”. Como diciendo: no queremos que nos relacionen con este tipo de cosas.
Tuvimos esperanza puesta en AMIA, en DAIA. Tuve relación con la Embajada de Israel. Había en ese momento, creo que era un vicecónsul, un hombre realmente encantador, pero el embajador no ayudó.
En la Embajada de Israel, dependía de quién te atendía. Una vez me recibió [el diplomático] Ram Curiel, que me dijo: “En verdad, señora, ustedes hablan mucho de desaparecidos, pero a nosotros ese elemento no nos interesa”.
En la Embajada siempre decían así: “Nosotros nos dirigimos a las autoridades y vamos con una lista de gente, cuyos familiares nos han venido a comunicar que sus hijos están detenidos o desaparecidos. Cuando les llevamos el listado de los presos, nos contestan sí, no, di...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Colección
  4. Portada
  5. Copyright
  6. Dedicatoria
  7. Prefacio: por qué este libro
  8. Agradecimientos
  9. Parte I. Retratos del horror: represión y antisemitismo
  10. Parte II. Entre la prescindencia y la resistencia: la DAIA, los rabinos y la prensa judía
  11. Epílogo