1. Por qué defender la libertad de expresión. Debates en torno a una construcción jurídica y política
Manifestación a favor del derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, París, 27 de enero de 2013.
Para pensar, cuestionar y reformular el concepto de libertad de expresión, es necesario, en primer término, tener en cuenta su génesis histórica y, en particular, las razones por las cuales se ha considerado necesario proteger –con alcances y políticas de los más variados signos– el ejercicio de este derecho humano fundamental.
Los primeros años del siglo XXI mostraron una inédita demanda social en torno a la consagración y defensa de los principios elementales de los derechos humanos, lo cual se tradujo en una exigencia de respuestas para los sistemas y organismos multilaterales. Este proceso derivó, entre otras consecuencias, en un crecimiento exponencial de las presentaciones ante instancias nacionales e internacionales en los más diversos tópicos, incluidos el derecho a la libertad de expresión, a la información y a la comunicación, con una agenda ampliada respecto de lo que tradicionalmente se reconocía sobre estos temas. Así, se originaron acciones que pusieron a consideración de los organismos internacionales cuestiones como la crítica a la penalidad de la expresión, el acceso a la información pública y de interés público, la protección física y material de los periodistas y de otras personas que toman la voz pública –entre ellos, los defensores de los derechos humanos– y la necesidad de fomentar el pluralismo y preservar la diversidad de voces, en especial en los medios electrónicos.
Estas nuevas demandas cuestionaron una serie de supuestos muy arraigados en el enfoque clásico que el derecho constitucional daba a la libertad de expresión y obligaron a profundizar en la búsqueda de razones por las cuales siempre se consideró necesaria la protección de este derecho. También implicaron un replanteo del rol que deben cumplir los Estados en cuanto a su preservación y respeto.
Como punto de partida de la reflexión, podemos tomar la idea aproximada de que el derecho a la libertad de expresión es el derecho de las personas a tomar la voz pública y hacer conocer a los demás lo que piensan o la información que poseen. Sin embargo, esta verdad incuestionable parece ser condición necesaria pero no suficiente para dar cuenta de los fenómenos vinculados al derecho a la comunicación y sus dilemas actuales. Tal como afirman David Allen, experto estadounidense en políticas de comunicación, y Robert Jensen, periodista y doctor en Ética de los Medios y el Derecho, los académicos que trabajan temas de libertad de expresión se enfrentan a un grave asunto:
Los estudiantes han aprendido a contestar cuestiones relacionadas con esta temática siempre con la respuesta correcta, pero esa respuesta impasible luce más como reflejo de un conjunto de ideas agonizantes que como un instrumento vital para la creación de sociedades más justas. Es como si ellos supieran las palabras y el tono de la canción, pero no comprendieran bien por qué fue escrita o cómo puede ser útil para sus experiencias de vida. Y cuando se cruzan con cuestionamientos difíciles, buscan las respuestas legales fáciles en lugar de enfrentarse con decisiones dificultosas desde el punto de vista ético, que requieren un entendimiento de la idea de la libertad de expresión que excede con creces aquello que es habitualmente necesario en el terreno legal (Allen y Jensen, 1995).
Desde esta perspectiva, resulta difícil sentirse conforme con los estándares de los debates actuales. Para afirmar que gozamos plenamente del derecho a la libertad de expresión, deberíamos preguntarnos en cada momento qué manifestaciones –ya sea por su contenido o por aquel que las emite– aún no están del todo reconocidas o garantizadas como derecho humano. Todavía hace falta, en especial en América Latina y de modo particular en la Argentina, mucha discusión sobre este tema. Se necesitan respuestas, pero sobre todo preguntas, ya que están en crisis las bases mismas de aquello que se trata de defender y de estudiar. Siguiendo a Allen y Jensen, el peligro reside en los avances de una nueva concepción restrictiva de libertad de expresión:
El nuevo paradigma, con una mirada más escéptica de la expresión o el discurso, limita el alcance de la libertad de expresión y la considera una herramienta o instrumento para la legitimación del statu quo (Allen y Jensen, 1995).
Con el propósito de echar luz sobre estas cuestiones y proponer nuevos interrogantes, exploraremos los debates teóricos surgidos a lo largo de las últimas décadas recurriendo a distintos autores.
En busca de una teoría general
Teorías derivativas o consecuencialistas
En Is There a Right of Freedom of Expression?, el profesor de la universidad de San Diego en Estados Unidos, Larry Alexander (2005) parte de considerar la libertad de expresión como un derecho humano fundamental y clasifica los diversos desarrollos teóricos que fundamentan su importancia. No obstante, adelanta que ninguno de ellos resuelve el tema apelando a la naturaleza de este derecho, sino a su función.
En primer lugar, aparecen las teorías consecuencialistas de la libertad de expresión, llamadas así tomando en cuenta que su justificación apunta a las buenas consecuencias que la protección del ejercicio de ese derecho trae aparejadas.
La promoción de la verdad
Una de las teorías agrupadas bajo esta clasificación es la de la promoción de la verdad. Desde esta perspectiva, la libertad de expresión es considerada un instrumento fundamental para el descubrimiento de la verdad. La libertad de diseminar información y opinión, así como la de criticar las posiciones de otros, es un factor clave para evitar concepciones equivocadas sobre los hechos y los valores.
Esta visión abreva en la tradicional teoría del mercado de ideas, la cual sostiene que es necesario permitir la difusión de cualquier tipo de expresión –aun cuando se trate de opiniones declaradamente falsas, irracionales o que inciten al odio, la discriminación o la violencia– porque sólo de esta manera lo racional-verdadero puede prevalecer y demostrar su validez frente a otros argumentos. Por lo tanto, no debe existir intervención alguna –de parte del Estado ni de ningún otro actor social– destinada a condenar o proteger ningún tipo de expresión, porque no hay una instancia capaz de arrogarse tal capacidad. Este es uno de los planteos –aunque no el único– que dieron fundamento a la teoría clásica de la libertad de expresión y su concepción del rol del Estado.
En las visiones críticas a esta postura se pone en juego no sólo la ingenuidad que ella entraña en cuanto a la noción de verdad, sino en especial el modo en que asume el mejor procedimiento para la búsqueda de esa verdad. De acuerdo con Alexander (2005):
Las prácticas sociales para un mercado de ideas destinado a servir en la búsqueda de la verdad son las posiciones más explícitamente incorporadas a la vida académica, inculcadas en las disciplinas profesionales académicas.
Esta situación impone un límite implícito a la cuestión del mercado. Los métodos científicos requieren –al igual que pueden exigirlos las editoriales, los laboratorios o los tribunales– ciertos procesos que no necesariamente se apoyan en opiniones o relatos de hechos dentro de un ámbito de libre selección, sino que se encuentran atravesados por múltiples sesgos y sujetos a condiciones de producción determinadas. En estas circunstancias, la búsqueda de la verdad está soportada por los procesos más que por los puntos de vista. Es decir que se nos presenta como verdad lo que en realidad son respuestas correctas a preguntas formuladas a partir de ciertas metodologías.
La autonomía de la decisión
Desde esta segunda postura teórica, que se encuadra dentro de los desarrollos consecuencialistas, varios académicos sostienen que la libertad de expresión es condición para el autogobierno personal, el desenvolvimiento autónomo y la autonomía política. Para ello, es necesario eliminar cualquier barrera que impida conocer las decisiones de los gobiernos que de un modo u otro afecten la vida de la ciudadanía y sus condiciones de comunicación y, en definitiva, de ejercicio de derechos. Ello, en especial, con respecto al carácter público de informaciones que requieren un balance entre el derecho colectivo a la libertad de expresión y otros derechos, como la privacidad, la seguridad nacional y la integridad física de las personas.
La promoción de la virtud
Una posición diferente dentro de las llamadas “teorías consecuencialistas” es la de la promoción de la virtud, según la cual la más fuerte justificación para considerar el derecho a la libre expresión como derecho humano tiene que ver con su contribución al fomento de ciertas virtudes que se consideran esenciales para la democracia.
En particular, la libertad de expresión conduce al desarrollo de actitudes tolerantes hacia las creencias de otros, así como a tener la piel más gruesa respecto de las críticas, insultos y afirmaciones ofensivas (Blasi, 2005).
Para Alexander, estas propuestas fracasan en su intento de ser teorías generales sobre la libertad de expresión ya que no necesariamente la tolerancia y el respeto al disenso llevan a considerar que “forzar a los demás a admitir la incitación al crimen, arruinar reputaciones e invadir la privacidad tiene conexión con la tolerancia o endurece la piel” (Alexander, 2005).
Las teorías consecuencialistas han sido criticadas también en lo atinente a su propia definición general, porque cualquiera de estas posiciones termina siendo rehén de los hechos y los contextos. Es decir que una buena fórmula para cierto lugar y momento histórico no es necesariamente buena en otras coyunturas. Por otra parte, un derecho humano debe estar dotado de entidad primaria y no de un estatus derivativo, que lo hace depender de otras circunstancias para ser concebido como tal.
Teorías deontológicas
Un segundo grupo de fundamentos de la libertad de expresión es el que puede agruparse bajo la denominación de teorías “deontológicas”. A diferencia de las derivativas o consecuencialistas, estas lecturas no conciben la libertad de expresión como resultado de la búsqueda de un objetivo ni dependen de la variabilidad de las circunstancias, sino que la entienden como un imperativo ético inherente a todos los seres humanos. Su problema radica, sin embargo, en que pueden resultar o muy estrechas o demasiado amplias.
Un fin en sí mismo
Una de las posturas deontológicas más radicales es aquella que entiende la libertad de expresión como un fin en sí mismo que garantiza la autonomía y autorrealización de las personas, y desde allí postula la idea de la “no apropiación” de las expresiones individuales por parte de la sociedad en general. Esta visión no reconoce el derecho a no expresarse ni el derecho a producir discursos destinados precisamente a la apropiación social, como suele ocurrir con las manifestaciones artísticas. Por lo tanto, sólo tendría sentido para dar fundamento a la idea de impedir que el Estado establezca obligaciones de expresarse a las personas, de modo tal que violente sus derechos.
Una condición democrática
Otro grupo de teorías corresponde a aquellas que la consideran concomitante a la toma de decisión democrática. Estas perspectivas vinculan la libertad de expresión con el ejercicio de los deberes cívicos y la participación en el debate político. Dentro de esta clasificación, es posible identificar dos tendencias: la teoría general y la del discurso público.
La primera se apoya en el principio por el cual, en un gobierno democrático, los ciudadanos que eligen tienen que contar con la posibilidad de evaluar las actuaciones de los ciudadanos electos. Esto conlleva la existencia del sistema y los compromisos necesarios para asegurar su perdurabilidad. Está orientada a la satisfacción de un objetivo sencillo y poderoso: la expresión no debería estar sujeta a restricciones gubernamentales y el acceso a la información pública necesaria para la toma de decisiones democráticas no debe ser negado.
Sin embargo, la crítica a la decisión política no se basa sólo en la existencia de la libertad de expresión, y su cercenamiento no es la única condición para afectar esa posibilidad de evaluación. Lo mismo ocurre con la falta de equidad en el acceso a otros derechos, como la alimentación, la vivienda, el empleo o la salud, que también pueden afectar las condiciones de decisión de la ciudadanía.
Alexander asume las carencias de este planteo, pero no las adjudica a una deficiencia propia de la teoría general de la libertad de expresión. En cambio, señala dos problemas adicionales. El primero es la paradoja democrática de la libertad de expresión, que puede formularse bajo la forma de preguntas: ¿qué ocurre con las decisiones adoptadas democráticamente que pueden afectar la libertad de expresión? ¿Se puede censurar una expresión en nombre de la democracia? En estos casos, el valor de la democracia aparece en ambos lados de la mesa en una hipotética discusión.
La segunda cuestión es la necesidad de considerar si en estas concepciones el alcance de la libertad no está reducido a las cuestiones de orden político o institucional. Nosotros, al igual que muchos otros autores y organismos internacionales, entendemos que no. Pero la cuestión no tiene solución per se; está en el nudo del problema y sujeta siempre a debate y opinión. En especial cuando se vuelve cada vez más complejo establecer si un discurso aporta a la construcción de la decisión política y si ello contribuye o no a considerarlo una manifestación amparada por la libertad de expresión.
Una variante de estas posiciones, quizá más estricta, es la teoría del discurso público. Se basa en la idea de que la construcción democrática es legítima cuando refleja la opinión pública y, por lo tanto, ayuda a producir las condiciones para la libertad de expresión.
El problema respecto de esta teoría es que cae en arbitrariedades en cuanto a quién, cómo y cuándo se decide qué es la opinión pública. Asimismo, es interpelada como la teoría general sobre la imposibilidad de dividir las expresiones mediante algún criterio que separe aquellas que aportan a la opinión pública legitimada de las que no lo hacen. Por tanto, corre el riesgo de no considerar como discurso protegido a aquel que no constituye un aporte en ese sentido.
Por último, existe otro peligro en estas posiciones, y es que están atadas a la constitución y el desarrollo del sistema democrático. Esto puede implicar, para su concepción, que fracase toda posibilidad de defender la libertad de expresión en un régimen no democrático, y que ninguna de estas teorías pueda dar una respuesta de raíz a la naturaleza del derecho humano en cuestión.
Una última perspectiva concibe la libertad de expresión como un derecho humano partiendo de la premisa de la desconfianza respecto del gobierno para regular la expresión en sí, y de una prevención más general destinada a limitar su poder para limitar la crítica y el disenso.
Ante estas posiciones que justifican la libertad de expresión como un derecho humano fundamental, que resultan débiles si cambian las condiciones, o vagas e indeterminadas o no pueden distinguir la expresión de la conducta general, Alexander (2005) concluye que “no tenemos a mano una teoría general sustentable de la libertad de expresión”.
Principios generales versus argumentos jurídicos
En sintonía con las clasificaciones expuestas por Alexander aparece otro conjunto de teorías de cuya definición y alcance se ha ocupado en gran medida uno de los mayores juristas británicos, el experto en...