Civismo y ciudadanía
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Civismo y ciudadanía

  1. 104 páginas
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Civismo y ciudadanía

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Índice
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Información del libro

Este libro es como el cuaderno de bitácora de un filósofo enfrentado a lo que sucede con la aspiración de comprenderlo y de dar razón del asunto en público. Se compone de asuntos de la actualidad que impelían a ser pensados y de reflexiones sobre cambios culturales que dan forma a nuestras sociedades en el intento de sobrevivir a ese naufragio que acecha de continuo en el olvido y la falta de sentido.Y según su autor, unos pocos están escritos con una sonrisa, porque, como dijo Hegel, una cierta ternura indulgente es a veces la clase de inteligencia que requieren las cosas humanas.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417118563
Edición
1
Categoría
Philosophy
I
sobre nuestro mundo
1. el mundo mundial
Se suele decir que el mundo cambia rápidamente, pero lo que distingue nuestro tiempo es que cambia más deprisa que nosotros. Hasta el último tercio del siglo XX, las personas cambiaban más rápidamente que el mundo, que permanecía relativamente estable a su alrededor y a lo largo de casi toda su vida. Ahora, sin embargo, la velocidad punta de cambio del mundo es superior a la de individuos y comunidades, que se quedan continuamente rezagados.
El mundo ha dejado de ser el marco fijo en el que se desenvuelven los procesos para convertirse él mismo en el mayor de los procesos. De ahí, la sensación de licuación y de que la realidad se haya convertido en un flujo que nos arrastra en ese entorno líquido que ha glosado Bauman. Por eso, el hombre contemporáneo busca anclas que le ofrezcan algún elemento de permanencia. Pero como la vida privada ya no ofrece esas referencias estables por la crisis de las relaciones incondicionales, tales expectativas se externalizan hacia comunidades secundarias con intermitente o bajo nivel de compromiso, pero con intensidad emocional: la nación, el club de futbol y su hinchada, las prácticas deportivas o dietéticas, el ídolo y sus fans.
Vivimos bajo la trepidación mutante de un presente cuya aceleración hace olvidar no solo el pasado, sino también el futuro. En realidad, el futuro ha colonizado al presente reduciéndolo todo a posibilidad: las cosas no son lo que son porque, entre otras razones, apenas tienen tiempo para serlo. Incluso el pasado no nos parece tanto lo que fue como lo que pudo no haber sido.
No es el presente el que da forma al futuro, sino que es el futuro el que está dando forma al presente, y si nada nos parece actual si no es al mismo tiempo futurista, es porque en buena medida se han hecho el mismo tiempo. De ahí que la experiencia se haya volatilizado como valor social: es difícil que nadie haga valer su punto de vista apelando a que ya vivió algo parecido. El futuro se nos echa encima continuamente, así que estar al día en casi cualquier aspecto de la vida es como surfear una ola que en seguida hay que abandonar para no quedarse fuera de la siguiente. El movimiento mismo se ha convertido en la meta y parece que, como los tiburones, lo necesitamos para poder respirar.
Además, la demografía humana ha alcanzado algo así como un umbral cuántico, es decir, un límite tras el cual las cosas invierten su antiguo valor. Hasta ahora, la cantidad nos exoneraba, mientras que ahora nos obliga sin disculpa posible. Por ejemplo, hasta hace poco éramos tantos los humanos sobre el planeta que importaba poco lo que un individuo hiciera. Hoy somos tantísimos que la suerte misma del planeta se dirime en lo que hace cada individuo.
Para nosotros, los efectos secundarios han dejado de serlo y lo colateral se nos ha convertido en principal: el centro se ha desbordado en metástasis que han acabado con las periferias de los asuntos o de las acciones. Y es que parece haberse agotado la capacidad del mundo para reciclar los residuos tóxicos de cuanto hacemos, y tampoco quedan vertederos donde esconderlos. Poco importa si se trata de la basura espacial, del abuso de los combustibles fósiles y las emisiones de CO2 o de las malas prácticas —es decir, las sinvergonzonerías— económicas y políticas: en todos los casos, los niveles de toxicidad amenazan con el colapso de sistemas ambientales o sociales que habíamos creído capaces de autogestionar nuestros desechos físicos o morales.
Y es que el mundo se nos ha hecho por primera vez mundial: no solo somos muchos más que nunca antes, sino que al menos buena parte estamos conectados en una especie de simultaneidad global organizada por nuevos vecindarios profesionales, económicos, políticos, religiosos o deportivos, todos ellos conectados económica, medioambiental y mediáticamente. Prácticamente todo el planeta vive en un presente continuo que ha sincronizado y acelerado todos los procesos.
Habermas sostiene que el 11-S fue el primer acontecimiento global porque generó una expectación mundial y simultánea con la plena conciencia de asistir a un cambio en el curso de la historia. Es posible. Pero esa simultaneidad global de muchedumbres mundiales corre el peligro de dar lugar a fenómenos sin más lógica interna que la de las estampidas: todos corremos dando por cierto que hay una razón, porque todos los demás también corren dando por supuesto lo mismo. Pero como los que corren se arrollan y hacen perecer entre sí mientras corren para evitarlo, la estampida muchas veces resulta ser lo único que ocurre y lo que más víctimas produce.
Lo hemos visto con las alarmas mundiales sobre epidemias probables, con los rumores de dificultades de bancos que las hacen reales o con las espantadas de inversores que arruinan países o sectores, abandonándolos porque todos los demás los abandonan. El miedo ante un posible futuro catastrófico da forma catastrófica al presente, así que se hace preciso gestionar la información con criterios de manejo de las muchedumbres, lo que de facto supone una licencia social para que expertos y poderosos arrumben la verdad como criterio de comunicación.
Sin embargo, no se trata solo de entornos catastróficos porque la lógica de la estampida da forma a nuestras vidas corrientes: somos como Sísifos que a diario suben una roca a lo alto de una colina sin más justificación que el hecho de que muchos otros hacen lo mismo y, tal vez, con el aliciente de llegar el primero y conseguir el éxito. Y es que la competitividad genera entornos en los que se posterga la pregunta por el sentido de lo que hacemos y hasta si queremos realmente hacerlo.
Sin embargo, estar en el mundo requiere comprenderlo, o de lo contrario nos pareceremos a quien escucha una historia que no entiende. Es la falta de comprensión lo que vuelve liviana y precipitada nuestra presencia en el mundo. Y en ese sentido, la velocidad no aumenta los lugares en los que estamos, sino los que ya hemos dejado atrás antes siquiera de haber llegado. Por eso, cuanto más deprisa va el mundo, más urgente resulta pararse a pensar. No es necesario esperar a que paren el mundo para bajarse, pero necesitamos considerar las alternativas vitales y sociales a la hiperaceleración de nuestro tiempo y redescubrir la temporalidad interna de lo que hacemos, es decir, el tiempo que requiere cada tarea para madurar con su forma propia, incluidas las demoras necesarias.
El éxito exige prontitud y nos acelera tras su escurridiza estela; en cambio, la perfección procurada impone constantes retrasos y demoras imprescindibles para llegar adonde vamos. Más que nunca, resultan actuales las recomendaciones de Wittgenstein para los filósofos: date tiempo, gana el que llega el último. La meta que se alcanza antes de tiempo defrauda.
No basta con saberse manejar y estar al día de las novedades tecnológicas o comunicacionales para estar a la altura de nuestro tiempo. Ni siquiera el triunfo haciendo mejor lo que todos los demás hacen nos permite estar a la altura. Casi siempre, el éxito no es más que un sucedáneo comparativo y precipitado de la perfección, cuya pasión introduce al que la persigue en un mundo nuevo, propio y habitable. Iríamos más deprisa en lo decisivo si comprendiéramos que lo urgente es la lentitud paciente de quien no quiere malograr lo que hace. Pero, sobre todo, sabríamos mejor dónde estamos si nos paráramos a pensar en medio de la estampida general. Por eso, cada vez resulta más necesario lo que más deploramos: la filosofía, la historia, la literatura, es decir, los saberes reflexivos que implican la lentitud intransferible de la inteligencia. Nadie vive del todo a la altura de su propio tiempo sin procurar entenderlo.
2. tierra, mar, aire y electricidad
Los filósofos Rousseau y Vico coincidieron en imaginar que los humanos dispersos en vastos territorios debieron de concentrarse inicialmente en torno a las fuentes y los lugares de disponibilidad de agua. Allí debió de iniciarse el contacto entre clanes que terminaría por dar lugar a las primeras aldeas y asentamientos estables.
Y es muy posible que las primeras vías con importancia comercial fueran los ríos, los lagos y los mares interiores, así como los caminos que se concentraban para cruzarlos. Como no hubo flujos comerciales relevantes hasta que surgieron las ciudades, es muy posible que esas encrucijadas entre vías acuáticas y terrestres coincidieran en los núcleos urbanos, cerca de ellos o uniéndolos. Pocas construcciones encarnan el predominio terrestre sobre lo acuático como los puentes, y tal vez por ello en Roma los césares fueron llamados «pontífices», es decir, constructores de puentes.
El Nilo, en África, el Tigris y el Éufrates, el Volga y el Ganges, el Mekong y el Yangtsé o el río Amarillo debieron concentrar gran parte del naciente transporte de mercancías. Y con la navegación a vela, otro tanto debió ocurrir en los grandes mares interiores como el Caspio, el Pérsico o el mar Rojo y el Negro. Pero en nuestra historia, el primer mar que sirvió de centro del mundo fue el Mediterráneo. Mientras que todos los caminos condujeron a Roma, el Mediterráneo fue el escenario de todo lo que tenía el carácter de lo mundial, y así fue por lo menos hasta Lepanto (1571).
Para Carl Schmitt, España fue la última gran potencia terrestre que ganó sus batallas navales gracias a la infantería de marina, pero no a las artes propiamente náuticas y artilleras que encumbrarían a su cúspide el dominio británico de los mares con centro en el Atlántico. Y es que desde que la ingeniería naval fue capaz de construir la carabela que hizo posible el descubrimiento de América, el Atlántico estaba destinado a atraer el centro del mundo desplazándolo hacia el oeste. Durante más de tres siglos, las rutas trasatlánticas y los países que las concentraban han sido los más poderosos del mundo y han hecho del Atlántico su espacio principal.
Esa centralidad atlántica ha servido también de escenario para el desarrollo de las grandes vías aéreas de transporte surgidas en la segunda mitad del siglo XX. Desde el descubrimiento y la fabricación de los motores de reacción y el desarrollo de la aeronáutica, la velocidad de la navegación aérea ha desplazado a la marítima. Así que para el transporte de personas, hace tiempo que el mundo entero está en contacto a través del aire y su circulación: la aeronáutica ha convertido la atmosfera en el océano «periterráneo», cuyo litoral es el conjunto de los territorios del planeta. Las otras orillas allende del espacio todavía resultan apenas avistables y dependen del desarrollo de la astronáutica.
Con todo, la entrada en el siglo XXI ha supuesto también el desplazamiento del Atlántico en favor del Pacífico, al menos en lo que se refiere al número de toneladas e importancia de los intercambios comerciales. El mundo y lo mundial ya no se concentra entre las riberas atlánticas y sus naciones, sino que ha proseguido su desplazamiento hacia el occidente más allá de Occidente. Por eso, Europa empieza a estar a la espalda de América, que cada vez más mira hacia los países de la puesta de sol.
Es muy probable que de las nuevas potencias del Pacífico proceda el declive de la centralidad norteamericana. Pero ese proceso todavía no está consumado y, en cualquier caso, cuando tenga lugar no será una sustitución de la misma índole que las anteriores, porque la idea misma de centro del mundo es ya problemática o, más exactamente, anacrónica. De hecho, en 2015, el valor de los flujos de datos internacionales superó por primera vez el valor del comercio mundial de mercancías. Así que casi al mismo tiempo que el Pacífico desplazaba al Atlántico por número de toneladas transportadas, el espacio mismo se volatilizaba como ubicación del centro mundial del comercio en favor de las redes informacionales con soporte electrónico.
La aciaga destrucción física del World Trade Center inauguró una época nueva en la que el mundo entero es una red multicéntrica de comercio donde la información supera en valor a las mercancías físicas, y la electrónica supera a la geografía como escenario de transacciones comerciales. Nada de ello habría sido posible sin el lejano descubrimiento y la manipulabilidad de la electricidad, y el portentoso desarrollo de la informática en el último tercio del siglo XX.
Desde entonces, nos ha pasado lo que a los cartógrafos del relato de Borges, que hicieron un mapa tan extenso como el territorio que representaba. Aquellos cartógrafos no pudieron evitar que la representación de la realidad se la ocultara. Pero para nosotros, el mapa no solo se ha convertido él mismo en territorio, en un entorno más, sino en el más extenso, decisivo y transitado de los espacios, al menos, desde el punto de vista informacional y económico.
En ese nuevo mapa hecho de redes electrónicas, los signos producen lo que significan, lo que implica un nuevo poder para interferir en todos los demás procesos, ya sea económicos, militares, informativos o políticos, incluidos los electorales. De ahí, la nueva piratería internáutica y las patentes de corso que obtiene de potencias con aspiraciones de predominio global en este nuevo océano electrónico.
Que la representación de la realidad haya pasado a formar parte de la realidad significa que cada vez nos movemos más entre símbolos que entre realidades físicas o extravirtuales, como si el texto se hubiera convertido no ya en un lugar real, sino en el más real de todos los lugares en donde vivir y disputar por el poder y la riqueza: el texto mismo es el acontecimiento. La locura del hidalgo manchego se ha hecho realidad, y ahora más bien está fuera del mundo y de la realidad quien no toma los símbolos y sus significados textuales como reale...

Índice

  1. Introducción
  2. Agradecimientos
  3. I. Sobre nuestro mundo
  4. II. Pensamiento atópico
  5. III. La cosa pública
  6. IV. Digresiones finales