La vida es una telenovela
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La vida es una telenovela

Mauricio Bares

  1. 105 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La vida es una telenovela

Mauricio Bares

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Información del libro

Estos siete relatos, y un cómic ilustrado por Ricardo Camacho, fueron escritos hace mucho, sin demasiadas lecturas y fuera del ámbito literario, lo que los hizo disfrutables y les otorgó un aura de libertad y cinismo. Presentan similitudes (producto de las mismas obsesiones) pero también diferentes estilos y abordajes. Son historias que nacieron en una época cuya vida cotidiana se veía dominada por la omnipresencia de las telenovelas (y por su equivalente en el ámbito musical, la balada). Si bien las telenovelas no reflejaban en lo absoluto nuestra realidad, la realidad comenzaba a parecerse peligrosamente a las telenovelas.Los lectores no los encontrarán muy despeinados, la idea no era embellecerlos o "mejorarlos", sino sólo acercarlos a la idea que la premura con que fueron escritos impidió lograr. De esa manera, el estilo ha ganado al verse libre de fanfarronerías y ha conservado íntegramente lo demás: su ira, su ironía, sus tramas, sus tonos y sus estilos originales.

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Información

Año
2016
ISBN
9786078176014
Edición
1
Categoría
Literatura

LEGISLATURA DE LA LITERATURA

Me preguntaron si conocía a un tal Mauricio Bares. Lo negué. Me jalaron de la camisa y me golpearon dos veces en el abdomen.
–Así que tú eres –concluyó uno de ellos–, tenemos un recadito para ti.
Me esposaron por la espalda. Registraron mis bolsillos adueñándose de mis cigarros, de unas hojas donde intentaba garabatear unas ideas, y me treparon a un carro nuevo, pero mal cuidado.
No había hecho nada malo, más que caminar por la colonia Roma a ciertas horas de la noche.
–Así que tú eres Mauricio Bares –repitió el mismo–... Sigue escribiendo tus pendejadas, cabrón. Ahora verás.
Echaron a andar el auto. Tardé en recuperarme del ataque y en reconocer el rumbo que llevábamos. Me pareció increíble que fuéramos por Insurgentes y que el Sears y el Woolworh me resultaran ajenos, desconocidos. Trataba de jalar las bocanadas de aire necesarias para nivelar mi respiración, pero el violento efecto de los golpes me lo impedía. Cuando se restableció mi aliento, traté de acomodarme sobre el respaldo del asiento trasero. Imposible: las manos esposadas me lo impedían.
–No puedo entender a los traidores que hablan mal del país si aquí todo es amigable. Verdad, pareja? –dijo el conductor.
Los demás carros eran indiferentes: los rebasábamos sin que se enteraran de que aquí venía un hombre detenido injustamente, no un preso político, pero sí un preso literario.
–Los mexicanos sí sabemos divertirnos –contestó el otro, encendiendo uno de mis cigarros. Traté de hacer memoria de todos los textos que había escrito para denostar las costumbres de mi país; intenté recordar a todos los escritores que habían hecho lo mismo con los suyos, pero no podía concentrarme.
Desde una patrulla de judiciales, la ciudad lucía muy diferente. Su absurdo saltaba a la vista como a los ojos vírgenes del extranjero. Por la calle vi gente apresurada por causas que me parecieron vulgares. Jamás pensé que a eso se le pudiera llamar diversión. Chavillos sin futuro desafiando al presente con una botella de aguardiente barato en una esquina. Mujeres de familia escapando herméticas del fantasma promiscuo de la oscuridad; las demás regateando sus cuerpos de acuerdo a sutiles variantes pero siempre a la espera del mejor postor. Los hombres abandonados al alcohol esperando encontrar su hombría en algún punto de la peda. Mientras tanto, los antros de mala muerte aguardaban sigilosos al borracho indicado para darle la primera tarascada. Vi restaurantes de un lujo grosero en cuyos traspatios se apelotonaban niños mugrosos escarbando entre la basura en busca de un bocado libre de cenizas y de las embarraduras de papel higiénico manchado con la caca fina del culo de los ricos. La noche como tal, comenzaba así. Yo sólo me dedicaba a escribirlo.
El auto dobló a la derecha por Avenida Chapultepec. Supe hacia donde íbamos. Conocía muy bien ese camino, aunque por motivos diferentes. Me extrañó que a esas alturas mis captores no me hubieran propuesto liberarme a cambio de una módica suma. Cuál era mi delito, después de todo? Tenemos un recadito para ti, recordé que habían dicho. Con la velocidad del auto yendo de un carril a otro, mi estómago aún afectado amenazaba con vaciarse en cualquier momento.
–Por qué estoy aquí, caballeros?
–Eso debe contestártelo la crítica, no nosotros –contestó el copiloto, amagando con clavarme un puñetazo, pero alcancé a decir:
–En la cara no, soy artista –por lo que recibí el golpe bajo el tórax.
Dado que la ventanilla se hallaba cerrada, vomité dentro del coche, ensuciando un poco el pantalón. Eso los enfureció y el copiloto se dio vuelo tratando de golpearme sin mancharse los puños. Mantuve la calma básicamente porque no tenía otro remedio, pero perdí el control sobre mi sistema nervioso, así que mi cuerpo comenzó a temblar sacudiéndose de vez en cuando con breves pero violentos espasmos.
Poco antes de llegar a la Calzada de Tlalpan, el auto apenas redujo su velocidad para entrar al viejo y estrecho estacionamiento que bien conocía. Los policías bromearon a gritos con otros de sus compinches hasta detenernos frente a la escalera que conducía a la estación. Las esposas me lastimaban como las esposas lastiman a sus maridos. Los policías descendieron, abrieron la puerta trasera y me sacaron del vehículo entre los dos, como si hiciera falta. Entramos al edificio y vi todo tipo de alimañas: policías, secretarias gordas, violadores, carteristas, drogadictos, burócratas, borrachos que juraban vengarse gracias a sus sospechosas influencias. Finalmente bajamos por unas escaleras que no conocía, recorrimos nuevos pasillos y aparecimos ante otro par de carniceros. Ellos se hicieron cargo de mí.
El separo era grande, y su aroma deleznable. Qué hacía un artista en un lugar como ése? Sin ventilación, iluminado apenas lo suficiente como para ver al hijo de la chingada que presuroso se acercó a decirme:
–Aquí no te la vas a acabar, puto.
Le vi un labio recientemente herido, inflamado. Pero no me sentí con ánimos de pelear, sentía los brazos aún entumidos por las esposas. Traté de alejarme pensando si debía escribirse "entumidos" o "entumecidos", porque todos decimos "entumidos" pese a que el diccionario dice que "entumecidos", pero el tipo me cortó el paso. No le dije nada.
–Qué dijiste? –me dijo.
–No dije nada –le dije.
Un tercero, a lo lejos, comenzó a insultarme, pero un cuarto salió en mi auxilio:
–Déjenlo en paz, tiempo sobra.
En ese instante la puerta del separo volvió a abrirse y uno de los carniceros entró por mí sin decir nada, sólo me jaló de la camisa. Volvió a colocarme las esposas y volvió a pasearme por las oficinas. Caminamos por varios pasillos. En fin, para ellos era necesario todo esto porque me exhibían como cazadores con una presa preciada, aunque yo me sentía como un guiñapo. Durante la caminata sentí cómo descendía la temperatura del vómito fresco sobre mi pantalón. Los policías continuaban con sus bromas bajas mientras las empleadas les coqueteaban. Una secretaria me cuestionó con un guiño:
–Conque los mexicanos no tienen huevos, eh? –tenía sobre su escritorio un texto mío publicado en un periódico de mala muerte.
Estábamos frente una puerta cuyo let...

Índice

  1. Portada
  2. Legal
  3. Portadilla
  4. PRÓLOGO
  5. EL OTRO NOMBRE DE LA ROSA
  6. HISTORIETA EL OTRO NOMBRE DE LA ROSA
  7. LA VIDA ES UNA TELENOVELA
  8. NO SEX LIKE NO SEX
  9. LA LÁMPARA DE CHÉJOV
  10. ¿POR QUÉ NO PODEMOS SER LOS DE ANTES?
  11. ESO NO SE LE HACE A NADIE
  12. LEGISLATURA DE LA LITERATURA