A ese infierno no vuelvo
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A ese infierno no vuelvo

Un viaje a las entrañas de las cárceles venezolanas

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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A ese infierno no vuelvo

Un viaje a las entrañas de las cárceles venezolanas

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Citas

Información del libro

Casi todos, en algún momento, hemos leído, visto o escuchado noticias escalofriantes relacionadas con las cárceles venezolanas. Sorprendidos y contrariados por la violencia que las impregna, optamos por mover la cabeza con un gesto desaprobatorio, como si aquella mueca pudiera conjurar tan escabrosa realidad. No obstante, la dureza de los hechos presentados por Patricia Clarembaux en este libro nos enfrenta a una verdad inexorable de la cual difícilmente podremos escapar.Para escribir este estremecedor reportaje, la autora no solo ha visitado las cárceles más peligrosas del país, sino que ha indagado en la vida de sus protagonistas, entregándonos una mirada totalizadora sobre el mundo carcelario, las cruentas fuerzas que lo rigen, pero sobre todas las cosas, nos ofrece la posibilidad de conocer, de primera mano, el testimonio de aquellos personajes que pueblan ese infierno al que ninguno quisiera volver.

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Información

Año
2016
ISBN
9788416687497

Capítulo II
Martes: El papá de los helados

«¡Bienvenido, hermanazo!». Con esas palabras, el mismísimo pran recibió entre abrazos y con un hervido de res a Jesús Gregorio. Ése es un beneficio del que goza por ser uno de esos hombres con recorrido, reconocido entre los pranes y respetado por los mundanos de todos los penales. Él es un pran de pranes: «El papá de los helados», como se autodefine. Cualquiera podría imaginarlo con una cara de maldad distinguida a leguas de distancia; alto e imponente, con grandes músculos; como un hombre malo que lleva las pistolas en las manos; que se cree superior, que no dialoga…, que sólo da órdenes. Y no.
Cuando Jesús Gregorio llegó a este penal de la región central del país, el líder de entonces ordenó a sus luceros[13] llamar a los 750 hombres al patio donde confluyen los cinco pabellones. Allí comenzó a preguntar, tantas veces como quiso: «¿Qué opinas de mi gobierno, de mí como pran?». Como era de esperarse, las respuestas lo favorecieron: «Eres justo», dijo uno. «Arrecho», agregó otro. «Con guáramo», gritó uno más desde atrás. Luego de una hora de halagos, el hombre tomó a Jesús Gregorio por uno de sus hombros y dirigiéndose a la población, dijo entre sonrisas y con su pistola en la mano: «Si a ustedes les parece que yo soy arrecho como pran, éste es mucho más que yo porque fue quien me enseñó todo lo que sé. Así que denle la bienvenida al nuevo pran de este penal, señores».
El homenajeado lo imaginaba, pero igual mostró su sorpresa con un saludo de manos y una sonrisa. Tenía suficientes méritos para ese puesto: unos cuantos muertos, robos a mano armada, una fuga, fue único pran de El Rodeíto y llevaba a cuestas un expediente policial envidiable por cualquiera de sus colegas. Claro que también es considerado por la población como un hombre de salidas justas, de decisiones acertadas sobre la vida o la muerte de los demás. La designación era de esperarse. Ahí comenzó su gobierno y ahora el carro[14] estaba a su cargo: «Ser pran no es nada fácil. Todo el mundo está esperando que te equivoques en cualquiera de las decisiones para liquidarte. Es una cosa natural. Todo el mundo quiere tu cabeza y espera por ella».
Jesús Gregorio es un hombre de una estatura media: 1,68 metros, no más; es el típico venezolano de ojos castaños, pelo negro, piel mestiza y barrigón. Es amante de los hervidos de res, del pabellón, de las arepas. Durante su gobierno, cada vez que pudo mandó a pedir un ternero de la calle para preparar sus caldos. Disfruta escuchar y cantar joropo venezolano, así como vallenato; devorar con gusto una empanada «operada» de esas que venden en San Juan de Los Morros –rellenas con carne, pero untadas con jamón y queso–; fiestear hasta que el cuerpo aguante y jugar básquet. Defiende a toda costa a quienes considera sus amigos, pero los castigaría de ser necesario: «Si me traicionan o se venden, por ejemplo».
Tiene dos hijos por quienes suspira: una niña «que es mi tormento», un varón con el que disfruta jugar al béisbol. La primera fue concebida uno de sus días de libertad en Pinto Salinas, después de una buena fiesta; el segundo en su celda de El Rodeíto. Así es la vida de cualquiera de los presos venezolanos. Tienen sus gustos, sus anhelos, sus amores y el oficio.
Y es el oficio lo que lo mantuvo en prisión durante ocho años. Claro que hasta él mismo ha notado su madurez.
−Cuando yo empecé en este negocio, era malo. No perdonaba errores a nadie. Si se me montaban en la acera[15] o si se comían una luz roja[16] los quebraba en seguida, sin piedad. ¡Pam, pam! Par de tiros y listo. Pero cuando nació mi primera hija, sietemesina, toda mi mentalidad cambió. ¿Me entiendes?
−No, a qué te refieres…
−Bueno… Resulta que yo estaba libre pues, pero bien emproblemado con todo el mundo. Me estaban buscando hasta debajo de las piedras para matarme por cuentas que yo tenía pendientes por ahí. En eso me llamaron para avisarme que mi esposa estaba dando a luz y yo así, emproblemado como estaba, me lancé para ese hospital. Cuando llegué, el médico me dijo que mi hija estaba hedionda a formol… Bueno, él no usó esas palabras, son mías, pero en resumidas cuentas me quiso decir eso, pues. Yo salí de ahí llorando, pensando que vendría lo peor. No podía creer que eso me estaba pasando a mí. Caminé por las calles sin mirar de reojo ni a los lados. Nada me importaba, si me mataban o no, me era indiferente. Sólo pedía que mi niña no se muriera, imagínate, era lo más bello que yo tenía… Esos días sufrí mucho y comprendí lo que le dolía a un padre cuando yo le mataba a un hijo así, sin piedad. Desde entonces y más aún como pran dejaba que los muchachos se equivocaran una, dos y hasta tres veces… Eso sí, más de eso no lo permito. Si se pasa de ahí, sí que lo quiebro.
−¿Cuáles son las funciones del pran?
−Bueno, eres quien lleva el carro. Soy la mente, pues. Por lo general, los pranes llaman a concilio a sus luceros…
−¿A concilio?
−A una reunión. El pran mata, manda a matar. Eso sí, cuando está en la calle le pesan todos los muertos que tuvo bajo su gobierno. A mí no me gusta el chigüireo[17]. Es que fíjate, yo ya estoy libre, pero en la calle tienes que cuidarte también porque a más de uno lo han dejado pegado mientras se va a presentar en los tribunales.
−Y cuando se reúnen, ¿de qué hablan?
−Bueno, ahí discutimos todo. Cada quien da su testimonio y si por ejemplo hay luz alta…
−¿Luz alta?
−Sí, o sea, si uno de los líderes comete un error nadie lo salva. Ése se muere. De todas, todas, la meta es salir en libertad. Eso sí, uno como pran también tiene que saber leer mucho las líricas[18] que te tronan[19]. Porque corren muchos cuentos de aquí para allá, que si fulano hizo esto, que si el otro, lo otro. Uno tiene que averiguar bien las cosas para tomar decisiones acertadas y que pague el que se montó en la acera. Si tú no sabes descifrar un chisme, puedes ser el causante de cualquier cantidad de muertos.
−Cuando te llega a ti, al pran, una persona recomendada a la que desconoces, ¿cómo manejas la situación? Porque en tu entorno están las personas de confianza y se mueven los temas centrales de la prisión…
−Ah, tú ves… Uno lo recibe, pero eso no le garantiza que está salvado. Está cerca, sí, pero uno le va poniendo pruebas a ver. Por ejemplo, alguien que siempre te dice que todo lo que tú haces es perfecto es alguien en quien yo no confío. Entonces las pruebas pueden ser dejarlo cuidando la caleta[20], para ponerlo en las situaciones extremas, lo tientas para conocerlo… ¿Sí me entiendes? Y si se pela, bueno…, ya tú sabes qué le pasa. Además, una pifia puede ser incluso que un carajo le pida dinero a la visita. Nada de eso se perdona. La visita es sagrada. No se toca.
***
Cuando Jesús Gregorio salió en libertad, en julio de 2008, dejó encargado del lugar a uno de sus allegados, quien prefirió mantener su nombre en reserva. Pero aunque está en la calle, se ha acostumbrado a visitarlos y asesorarlos: «No puedo dejar que tomen malas decisiones. Los tengo que orientar. Detrás de ellos estoy yo. Son los míos, pues».
Él estaba entre dos personas que podrían ocupar su cargo. Uno de más edad, pero «muy volao», y otro menor con el que había pasado reclusiones en otros penales e incluso riñas en las que siempre estuvieron en el mismo bando. Definitivamente, éste último fue su elección. Tenían demasiadas cosas en común. El padre dejaba el trono en manos del hijo.
El nuevo líder es un muchacho joven, muy delgado, alto, moreno, de ojos grandes y cafés, de cabello rizado, con una sonrisa que destella en brillo cuando muestra su ortodoncia. Es un hombre bien hablado y, como a cualquiera de su edad, le gusta jugar básquet, ver televisión, jugar Wii en las madrugadas y dormir. Pero su mirada es la de una persona triste.
Antes de dar la entrevista, subió a la celda con sus luceros. Allí discutieron las cosas que se pueden hablar y aquellas prohibidas. También se tomó unos minutos para quitarse el uniforme de básquet, darse un baño y bajar convertido en el líder del penal. De arriba abajo: engominó su cabello, al punto que quedó aún más tieso; se colocó dos diamantes, uno en cada lóbulo de sus orejas, más tres cadenas de oro en su cuello; vistió una franela beige cuya ilustración era una pistola glock, unos jeans y unos zapatos Nike, relucientes de blanco. El toque final: el perfume (presumiblemente la última fragancia de Montblanc). Así bajó, con una cara sin gestos y se sentó a conversar.
−Cuéntame en qué te puedo ayudar. ¿Qué es lo que quieres que te responda?
−¿Qué te pasó? ¿Por qué estás privado de libertad?
−A los 19 años me puse a derecho, me entregué, pues. Estaba limpiando mi pistola. Se la fui a mostrar a una persona y de pronto sonó una detonación. Pensé que había sido afuera, en la calle y no. Era mi arma la que se había disparado y el tiro vino a darle a mi esposa en el cuello. Ella murió en el acto.
−Debió ser muy duro para ti…
−Sí.
La conversación llevaba escasos dos minutos. Luego de esta respuesta, su mirada bajó a la mesa. Él revivía el momento en su mente. Es un muchacho joven, con muchos golpes a cuestas, pero esta flaqueza le recordó que además de ser el líder, es un ser humano. El silencio duró unos segundos más y cuando se repuso preguntó: «¿Qué más quieres saber?».
−¿Qué hace que a una persona la designen como pran?
−El caminar que tú das día a día. Saber respetar, usar las palabras adecuadas para expresarte, ser humano. No tengo aires de Dios porque Dios no soy. En otros lugares, un pran es la persona que mejor consideran entre todos. Tiene la responsabilidad de la casa, es como un trabajo. Fíjate que yo estoy aquí solo, hablando contigo, sin hombres atrás empistolados que me estén cuidando las espaldas. El respeto se gana.
Y es cierto, no había guardaespaldas detrás de él resguardándolo, pero sí pudo señalar al menos a diez de sus luceros sentados en las mesas contiguas. Ninguno pendiente de la conversación, mucho menos intentando escuchar, pero allí estaban.
−¿Y qué te hace a ti el mejor entre todos, como para que te hayan elegido?
−Bueno, no es un éxito mío, sino de los gobiernos anteriores. Nosotros mismos, los presos, estamos tratando de cambiar la cara de las prisiones. En otras cárceles no hay Directv[21] y nosotros aquí lo tenemos, incluso con televisores en todos los pasillos. ¿Los viste?
−Sí.
−Lo que pasa es que cada pran tiene unos ideales distintos. Por supuesto que aquí, así calmado como tú ves todo, hay personas que pueden morir hasta por haber agarrado un billete de mil bolívares sin permiso. Aquí la vida no tiene precio. Se puede morir cualquiera.
−¿Cuáles son las reglas que tú exiges como pran de este penal?
−Que no se coman la luz. Cuando uno se encuentra ocupado guardando las caletas con las armas, cualquiera de los luceros grita: «Hay una luz». Eso puede ser a cualquier hora del día. Por lo general, en la mañana o al final de la tarde. Eso quiere decir que todo el mundo tiene que quedarse tranquilo en su celda y respetar la luz roja. El que no lo haga... Además, en el día la pista es tuya. Eso sí, por donde no te puedes meter es por otros pabellones que no sean el tuyo y esa sí es una regla que incluye hasta a los evangélicos. Uno no sabe qué puede estar destapado por ahí. Todo el mundo sabe lo que hay, pero no dónde está guardado.
Aunque durante el día, las armas de fuego pueden estar en manos de su dueño, entre las seis de la tarde y las seis de la mañana –al menos en este penal– son controladas por el pran y sus luceros, quienes las guardan en la o las caletas. Con ello, controlan la violencia intramuros y evitan que las decisiones de vida o muerte sean consumadas durante la noche y sin ser aprobadas por el líder del penal. En cárceles donde hay más de un pran, tener el monopolio de las armas es mucho más complicado, casi imposible.
−¿De dónde sale esa palabra «pran»?
−Viene de Puerto Rico. Allá la usan en los penales y de alguna forma llegó aquí como desde 1995, cuando empezó a verse ese fenómeno de los pranes que antes no existía. El más volado era el que se daba a respetar y peleaba cuerpo a cuerpo con su chuzo en la mano.
−Quiero hacerte una pregunta que puedes responder o no. ¿Dónde guardan la caleta?
−Eso es algo que no te voy a decir. Ésas son el tipo de preguntas que aquí no se hacen.
−Entiendo. Pero, ¿qué es? ¿Una caja de hierro, un hueco en la pared?
−Pueden ser todas las anteriores. Los luceros de confianza son los únicos que lo saben. Uno tiene el control de las armas. Por eso eres el pran. En una cárcel puede haber más de cien armas explosivas.
−¿Cómo hace un preso para obtener una pistola?
−Eso depende. Si tiene un causa adentro, puede conseguirla más fácil. Si no, está jodido. De todas, todas, la tiene que pagar y una pistola traída de fuera puede costar cuatro millones de bolívares.
−¿Y los cuchillos y chuzos?
−Ah, no, esas son armas de paseo. Así las llamamos: armas de paseo. Ésas las guarda cada quien en su celda, donde les dé la gana.
Es común ver a los presos caminar por la cárcel con cuchillos en el cinturón de s...

Índice

  1. Prólogo por Alonso Moleiro
  2. Una explicación necesaria
  3. Capítulo I Lunes: Bienvenido al carro
  4. Capítulo II Martes: El papá de los helados
  5. Capítulo III Miércoles: Si estás con Dios…
  6. Capítulo IV Jueves: Condenados sin condena
  7. Capítulo V Viernes: Volver a la vida
  8. Capítulo VI Sábado y domingo: Sólo de visita
  9. Notas
  10. Créditos