Obras Escogidas de Agustín de Hipona 2
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Obras Escogidas de Agustín de Hipona 2

Confesiones

  1. 512 páginas
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Obras Escogidas de Agustín de Hipona 2

Confesiones

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Información del libro

Si queremos que nuestro mensaje cristiano impacte en el entorno social del siglo XXI, necesitamos construir un puente entre los dos milenios que la turbulenta historia del pensamiento cristiano abarca. Urge recuperar las raíces históricas de nuestra fe y exponerlas en el entorno actual como garantía de un futuro esperanzador. Dar a conocer al mundo cristiano actual las obras de los grandes autores cristianos de los siglos i al v es el objeto de la "Colección PATRÍSTICA". La sociedad postmoderna del siglo XXI plantea unas carencias morales y espirituales concretas que a la Iglesia corresponde llenar.En este tomo se incluye la obra Confesiones, de gran valor en su producción literaria.

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Información

Año
2018
ISBN
9788416845064

X

PERSONA, MEMORIA Y DIOS

135

Conocer como somos conocidos

Conózcate yo, conocedor mío, como tú me conoces a mí (1ª Co. 13:12). Tú eres la fuerza de mi alma, entra en ella, adáptala a tu gusto, con el objeto de ocuparla, de poseerla “sin mácula ni arruga” (Ef. 5:27). He aquí mi esperanza, he aquí por qué hablo; y en esta esperanza me regocijo, cuando me alegro con alegría santa y sana. En cuanto a los demás bienes de esta vida, cuantas más lágrimas se les conceden, menos merecen; cuanto menos se les otorgan, más merecen. Pero tú, Señor, “amas la verdad en lo íntimo” (Sal. 51:6) y el “que obra verdad, viene a la luz” (Jn. 3:21). Quiero, pues, realizar la verdad en mi corazón ante ti por esta confesión mía y ante muchos testigos que lean este escrito.

136

Confesión al Dios que todo lo sabe

Además, Señor, ante cuyos ojos el abismo de la conciencia humana permanece descubierto, ¿qué podría quedar secreto en mí, aunque no quisiese confesártelo? Es a ti a quien ocultaría a mí mismo, sin conseguir ocultarme de ti. Y ahora que mis gemidos atestiguan que me considero a mí mismo con desagrado, tú eres mi luz, mi alegría, mi amor, mi deseo; me sonrojo de mí mismo, me rechazo para elegirte, y sólo quiero agradarte a ti, no a mí mismo.
Me conoces, Señor, tal como soy. Ya te he dicho con qué objeto me confieso a ti. Estas confesiones las hago no con palabras, ni con gritos carnales, sino con estas palabras del alma, con este clamor del pensamiento que conoce tu oído. Cuando soy malo, mi confesión representa el desagrado que siento de mí mismo; cuando soy bueno, confesarme a ti no es otra cosa que no otorgarme el mérito de ello, Porque tú, Señor, “bendecirás al justo” (Sal. 5:12), pero no sin haberlo justificado antes como pecador (Ro. 4:5). Por eso mi confesión, Dios mío, tal como la hago ante ti, es silenciosa y no lo es; mi voz se calla, pero mí corazón grita. No digo a los hombres nada verdadero que no hayas oído antes de mí, y nada oyes de mí que no me hayas dicho antes.

137

Los beneficios del testimonio personal

Pero ¿qué tengo yo que ver con los hombres? ¿Qué necesidad tengo de que oigan mis confesiones, como si fuesen ellos los que tienen que sanar todas mis dolencias? ¡Raza curiosa de la vida ajena, pero perezosa para corregir la suya! ¿Por qué quieren oír de mí mismo lo que soy, ellos que no quieren oír de ti lo que son? ¿Y cómo saben, al oírme hablar de mí mismo, si digo la verdad, “porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?” (1ª Co. 2:11). Pero si te oyen a ti hablar de ellos, ya no podrán decir: “El Señor miente.” Porque ¿qué otra cosa es oír de ti lo que ellos son, sino conocerse a sí? ¿Y quién hay que se conozca y diga: “Esto es mentira”, sin ser un mentiroso? Pero como “el amor todo lo cree” (1ª Co. 13:6), por lo menos entre aquellos que están unidos los unos con los otros por una estrecha unidad, yo también, Señor, me confieso a ti para que la oigan los hombres. Pues aunque no puedo probarles que es verdad lo que digo, al menos me creerán aquellos cuyos oídos están abiertos para mí por el amor.
Sin embargo, tú que eres el médico de mi alma, explícame claramente las ventajas de mi propósito. La confesión de mis faltas pasadas, perdonadas y ocultadas por ti, haciéndome feliz en ti, pues cambiaste mi alma con tu fe y el sacramento del bautismo, despierta el corazón de aquellos que lo leen y lo entienden; que no duerman en la desesperación y digan: “No puedo”. Antes al contrario, despierta al amor de tu misericordia, a la dulzura de tu gracia, esta fuerza de los débiles a los que da la conciencia de su propia debilidad. En cuanto a los justos, se alegran de escuchar la narración de las debilidades pasadas de aquellos que ya se han curado de ellas; y lo que les agrada no es que sean debilidades, sino que, habiéndolo sido, ya no lo sean.
Pero, ¿de qué utilidad, Señor, tú a quien cada día mi conciencia hace confesiones, más firme en la esperanza de tu misericordia que en su inocencia, de qué sirve –yo os lo pregunto–, que vuelva a confesar a los hombres, ante ti, en este libro, no lo que he sido, sino lo que soy?
Ya he señalado y visto el beneficio de las confesiones de mi pasado. Pero lo que soy, en este tiempo mismo en que escribo mis Confesiones, mucha gente quiere saberlo; los unos me conocen, los otros, no; me han oído, o han oído hablar de mí, pero no han aplicado su oído contra mi corazón, allí donde soy verdaderamente yo mismo. Y quieren oírme confesar lo que soy en mi interior, donde no tiene acceso ni su mirada, ni su oído, ni su espíritu. Quieren oírme, dispuestos a creerme, pues ¿a quién podrían conocer? Es la caridad, fuente de su bondad, la que les dice que no miento al confesar lo que cuento de mí mismo; sí, es ella la que, en ellos, confía en mí.

138

Revelación a las almas que saben amar

En todo esto, ¿qué beneficio piensan sacar de ello? ¿Desean mezclar sus gracias con las mías, cuando sepan cómo por tu gracia me he aproximado a ti?, ¿o desean orar por mí cuando sepan cuánto pesa en mí mi propio peso? Es a estos a quienes quiero revelarme, sabiendo que no es pequeño fruto, Señor Dios mío, que muchos te den gracias por mí y te pidan por mí. Que los que son verdaderamente mis hermanos amen en mí lo que enseñas se debe amar y se duelan en mí de lo que mandas se debe deplorar.
Pero estas disposiciones sólo las espero de un alma verdaderamente fraternal, no de un alma que sea extraña, tampoco “de los hijos de extraños; cuya boca habla vanidad, y su diestra es diestra de mentira” (Sal. 144:8). Un alma fraterna que, cuando pueda aprobarme, se regocije a causa de mí, y cuando deba desaprobarme se entristezca por mi causa, puesto que, tanto si me aprueba como si no, me ama.
He aquí a qué clase de gentes quiero revelarme; que respiren al ver en mí el bien, que suspiren al descubrir el mal. El bien es en mí obra tuya y tu don; el mal sólo proviene de mi falta y de tus juicios. Que respiren para el uno, que suspiren para el otro, y que de esos corazones fraternales en los que arde tu incienso se eleven hasta ti esos himnos y esas lágrimas. Y tú, Señor, hasta quien se elevan los perfumes de tu santo templo, “ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia: Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones” (Sal. 51:1), por amor de tu nombre. No dejes jamás lo que has comenzado y acaba en mí lo que hay de imperfecto.54
Este es el fruto que espero de estas Confesiones, en las que voy a mostrarme no tal como fui, sino tal como soy. Quiero hacerlas no tan sólo ante ti, con esa misteriosa alegría temblorosa, con esa tristeza misteriosa que espera, sino también para ser oído de los hijos de los hombres, asociados a mi fe, a mi alegría, y que participan de mi condición mortal, mis conciudadanos, viajeros de este mundo como yo, y que andan por mi camino ante mí, o tras de mí, o a mi lado. Ellos son tus siervos, mis hermanos, a los que has aceptado como hijos; mis señores, a los que me has ordenado servir, si quiero vivir de ti y contigo.
Si tu Verbo me lo hubiese ordenado con su sola palabra, ya hubiese sido demasiado para mí, si por su misma acción no me hubiese mostrado el camino. Los sirvo, pues, por la palabra y por el acto, los sirvo “bajo vuestras alas” (Sal. 17:8), pues el peligro sería demasiado grande si mi alma no se refugiase en ellas y si no te fuese conocida mi debilidad. Sólo soy un niño, pero mi Padre vive eternamente, y encuentro en Él un tutor capaz de ayudarme. Es el mismo que, después de haberme engendrado, me protege. Eres todo mi bien, tú, el Todopoderoso, que estás en mí ya desde antes que yo estuviera en ti. Me mostraré, pues, a los que ordenas que yo sirva, no tal como he sido, sino tal como soy ahora, tal como soy hoy mismo. Además, “ni aun yo me juzgo” (1ª Co.4:3). Así deseo ser escuchado.

139

Nadie se conoce a sí mismo, sino por Dios

Eres tú, Señor, quien me juzga. “Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?” (1ª Co. 2:11). Con todo, hay todavía en el hombre, cosas que el espíritu mismo del hombre, que está en él, no las entiende. Sólo tú, Señor, sabes todo de él, puesto que lo has creado. Y yo que, ante tu mirada, me desprecio y me considero polvo y ceniza, sé, sin embargo, algo de ti que ignoro de mí mismo. “Ahora vemos por espejo, en obscuridad” (1ª Co. 13:12).
He aquí por qué, mientras voy cumpliendo lejos de ti mi peregrinación, me encuentro más cerca de mí que de ti. Y, sin embargo, sé que eres incorruptible; por más que ignoro qué tentaciones soy o no soy capaz de resistir. Mi esperanza es que eres “fiel, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis llevar; antes dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis aguantar” (1ª Co. 10:13).
Voy, pues, a confesar lo que sé de mí, y también cuánto ignoro, puesto que lo que sé de mí sólo lo sé en cuanto tú me iluminas, y lo que ignoro lo ignoro hasta que mis tinieblas se transformen y sean “como el mediodía” (Is. 58:10).

140

¿Qué amamos cuando amamos a Dios?

Lo que siento de un modo no dudoso, sino cierto, Señor, es que te amo. Has taladrado mi corazón con tu palabra, y te amo. Pero he aquí que de todas partes, el cielo, la tierra y cuanto contienen me dicen que te ame, y no cesan de decirlo a todos los hombres “para que no tengan excusa” (Ro. 1:20). Más profunda será tu “misericordia del que tendré misericordia, y me compadeceré del que me compadeceré” (Ro. 9:15), pues si no fuera por tu misericordia, el cielo y la tierra pregonarían tus alabanzas a oídos sordos.
Pero, ¿qué amo yo cuando te amo? No es la belleza de los cuerpos, ni su gracia perecedera, ni el brillo de la luz, esta luz tan querida a mis ojos, ni las dulces melodías de las cantilenas de tonos variados, ni la suave fragancia de las flores, de los perfumes y de los aromas, ni el maná, ni la miel, ni los miembros hechos para los abrazos de la carne. No; nada de eso amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, hay una luz, una voz, un perfume, un alimento, un abrazo que yo amo, cuando amo a mi Dios; es la luz, la voz, el perfume, el abrazo del hombre interior que existe en mí allí donde brilla para mi alma una luz que no limita ninguna extensión, donde brotan melodías que no se lleva el tiempo, donde se exhalan perfumes que no se disipan con el soplo de los vientos, donde se paladea un manjar que ninguna voracidad hace desaparecer, y abrazos que ninguna saciedad consigue desenlazar. He aquí lo que yo amo cuando amo a mi Dios.

¿Quién es el Dios que amamos?

¿Quién es, pues, ese Dios al que amo? Pregunté a la tierra y me contestó: “Yo no soy tu Dios”. Cuanto vive en su superficie me ha contestado lo mismo; he preguntado al mar y a sus abismos, a los seres animados que en él serpean, y me han contestado: “No somos tu Dios; busca por encima de nosotros”. Pregunté al aire que respiramos, y el reino del aire con sus habitantes me contestó: “Anaximenes se equivoca; yo no soy Dios”. Pregunté al cielo, al sol, a la luna, a las estrellas: “Tampoco nosotros somos Dios, el Dios que tú buscas”, me afirmaron. Entonces dije a todos los seres que están al alcance de mis sentidos: “Habladme de mi Dios, puesto que no lo sois, decidme algo de él”. Y me gritaron con su voz poderosa: “Es él quien nos hizo”. Yo les preguntaba con mi propia contemplación, y su contestación era su belleza.
Entonces, volviéndome hacia mí mismo, me dije: “¿Y tú, quién eres?” Y yo contesté: “¡Soy hombre!” Tengo a mi servicio un cuerpo y un alma, el uno al exterior, la otra al interior. ¿Por cuál de estos debía yo buscar a mi Dios, que ya había buscado con mi cuerpo desde la tierra hasta el cielo, hasta tan lejos como podía enviar los mensajeros rayos de mis ojos?55
Pero más precioso es en mí el elemento interior. Puesto que es a él a quien rendían cuentas, como a un presidente y un juez, todos los mensajeros de mi carne, respecto a las contestaciones del cielo, de la tierra y de las criaturas que los habitan, diciendo todas: “No somos nosotras Dios” y “Él nos ha hecho”. El hombre interior conoce estas cosas por el ministerio del hombre exterior ; yo, el ser interior, yo, yo el alma, las he conocido por los sentidos de mí cuerpo.
Finalmente pregunté sobre mi Dios al conjunto del universo, y me respondió: “No soy Dios, soy una obra suya.” Ahora me pregunto, ¿esa belleza del universo no aparece igualmente a los que disfrutan de la integridad de sus sentidos? Entonces, ¿por qué no habla a todos con el mismo lenguaje? Los animales, pequeños y grandes, la ven, pero sin poderla interrogar, pues en ellos no hay razón alguna que pueda ser propuesta como un juez a los informes de los sentidos. Los hombres sí pueden, ellos, “porque las cosas invisibles de él, su eterna potencia y divinidad, se echan de ver desde la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas que son hechas” (Ro. 1:20), pero, a fuerza de amar las cosas creadas, se convierten en sus esclavos, y esta sujeción les impide juzgarlas. Es que las cosas no responden a los que simplemente preguntan, sino a los que tienen capacidad para juzgar. Sin duda, no modifican su lenguaje, quiero decir, su prestigiosa apariencia, cuando el uno no hace más que verlas, mientras que el otro las ve y las interroga; no aparecen bajo un aspecto diferente al uno o al otro; pero, mostrándose iguales al uno y al otro, permanecen mudas para el uno, mientras contestan al otro. O dicho de otra manera, hablan a todos, pero sólo las comprenden los que comparan esa voz venida del exterior con la verdad que llevan en sí mismos.
En efecto, la verdad me dice: “Tu Dios no es el cielo, ni la tierra, ni ningún otro cuerpo.” Su naturaleza lo afirma. Para quien abre los ojos, toda masa es menor en sus partes que en su todo. Tú ya eres mejor, alma mía, te lo digo yo, puesto que eres tú la que vivificas a la masa del cuerpo que está unida a ti, prestándole la vida, que ningún cuerpo puede asegurar a otro cuerpo. Pero tu Dios es para ti también la vida de tu vida.

141

A Dios por encima de las facultades sensitivas

¿Qué amo, pues, cuando amo a mi Dios? ¿Quién es este ser que domina la cima de mi alma? Quiero, ayudándome de mi propia alma, elevarme hasta él. Sobrepasaré esa fuerza mía que me une a mi cuerpo, y que llena con su vitalidad todos mis miembros; no es esta fuerza la que puede hacerme encontrar a mi Dios, pues “el caballo, el mulo, que no tienen inteligencia” (Sal. 32:9), también lo encontrarían, puesto que de esa misma facultad vive igualmente su cuerpo.
Tengo en mí otra facultad, que no solamente hace vivir el cuerpo, sino también que sea sensitivo. El mismo Señor, el cual prescribe al ojo que no oiga, al oído que no vea, sino que aquél vea y éste oiga, e igualmente para cada uno de los otros sentidos, según su lugar y función. Por su ministerio cumplo estas diversas funciones, guardando mi unidad espiritual. También sobrepasaré esta facultad de mi alma, pues me es común con el caballo y el mulo, que también sienten por medio de los órganos y sentidos corporales.

142

La prodigiosa memoria

Quiero, pues, sobrepasar también esta fuerza de mi naturaleza, para elevarme progresivamente hasta aquel que me hizo. Y he aquí que llego a los dominios, a los vastos campos de la memoria, allí donde se encuentran los tesoros de las imágenes innumerables aportadas por las percepciones multiformes de los sentidos. Allí están encerrados todos los pensamientos que nos formamos, aumentando, reduciendo, modificando de un modo cualquiera lo que nuestros sentidos han alcanzado, y también todos los elementos puestos allí en depósito, en reservas, en tanto que el olvido no los ha tragado y enterrado.
Cuando estoy allí, convoco todas las imágenes que quiero. Algunas se presentan en seguida; otras se hacen desear por más tiempo y hay que arrebatarlas a refugios más misteriosos; otras se precipitan en masa, cuando precisamente se buscaba otra cosa, y que, situándose en primer plano, parecen decir: “¿Somos nosotras, tal vez?” Yo las alejo, con la mano del espíritu, del rostro de mi recuerdo, hasta que aquella que yo deseo salga de la nube, y desde el fondo de su refugio se ofrezca a mis ojos. Otras, en fin, llegan juntas, en serie, bien ordenadas, a medida que las llamo; las primeras ceden la plaza a las siguientes, y al hacerlo se co...

Índice

  1. Cubierta
  2. Página del título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. Prólogo a la Colección Grandes Autores de la fe
  6. Introducción: Conocer a Dios, Conocer al Hombre
  7. I Infancia y Primeros Estudios
  8. II Adolescencia y Amistades
  9. III Nueve Años en el Maniqueísmo
  10. IV Perdido en Tierra Extraña
  11. V Desengaído de los Maniqueos, Atraído por Ambrosio
  12. VI En Milán, Replanteamiento de la Vida
  13. VII Entre el Platonismo y la Escritura
  14. VIII El Camino de la Conversión
  15. IX Del Bautismo a la Muerte de su Madre
  16. X Persona, Memoria y Dios
  17. XI La Creación y el Nacimiento Del Tiempo
  18. XII La Creación de la Nada y el Sentido de la Escritura
  19. XIII Génesis, Entre la Letra y el Espíritu
  20. Índice de Conceptos Teológicos