Mi bella jaula de oro
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Mi bella jaula de oro

Una fábula sobre el miedo a la libertad

  1. 152 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Mi bella jaula de oro

Una fábula sobre el miedo a la libertad

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Información del libro

Mi bella jaula de oro es una maravillosa historia sobre un ciervo nacido para ser libre pero que, sin embargo, se somete a la domesticación, a la dominación e, incluso, a las peores humillaciones. Y todo ello por miedo. Miedo a lo desconocido, a salir de su zona de confort y a atreverse a vivir sus sueños.Una fábula sobre cómo transformar nuestros miedos para lograr una vida mucho más plena, la vida que verdaderamente merecemos. Como el pequeño huemul, podemos hacerlo si dejamos de limitarnos y nos enfrentarnos al cambio.

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Información

Editorial
Kolima Books
Año
2016
ISBN
9788416364831

SEGUNDA PARTE

«¿Está usted persuadido de que la libertad humana, sagrado patrimonio que cada uno recibe al nacer, y que no admite abdicaciones ni prescripciones, está limitada? ¿Qué son esos códigos, esas leyes, esos reglamentos, esas costumbres, esas sociedades y naciones, con sus reglas, normas, órdenes y deberes, sino otros tantos barrotes de la jaula invisible que encierra a todo ser humano con el nombre de civilización?»
Giovanni Papini, La Reforma del Galateo, Bufonadas

I

Durante mucho tiempo el comportamiento de Antonio siguió siendo el mismo y al final sus padres se resignaron y le dejaron hacer. Comprendían que intentar cambiarle era en vano y suponían que en algún momento el pequeño se cansaría de su inútil rebeldía.
Carmelo se preguntaba por qué había tenido una cría con Clara si en realidad no la quería y sólo sentía por ella una ligera estima. Esa hembra le permitía sobrellevar la rutina del corral, pero sólo compartía con ella los aspectos triviales de su vida. Cuando él hacía algún comentario sobre cualquier tema de la vida cotidiana, como la comodidad del establo o los alimentos que la gente les daba después de la exhibición diaria, ella siempre estaba de acuerdo. Esa conducta le inspiraba una vaga alegría que se desvanecía muy pronto y que, en ocasiones, a falta de momentos más dichosos, él confundía con un sentimiento de felicidad.
Desde su nacimiento, Antonio se convirtió en un nuevo motivo de conversación. El simple hecho de contemplarlo creaba situaciones que Carmelo y Clara nunca habían experimentado. En todos sus diálogos hablaban sobre el pequeño, cuyo mundo de cambios permanentes siempre resultaba atractivo.
Debido quizá a la tristeza que le provocaba el comportamiento de Antonio, Clara comenzó a pensar más de la cuenta y a notar el desamor de su pareja. Y aunque lo amaba –o por lo menos eso creía–, varias veces intentó dejarlo. Sin embargo, en cuanto se alejaba del corral, comenzaba a echarlo de menos y el corazón se le llenaba de temor y soledad. En ocasiones se propuso abandonarlo durante la noche, mientras él dormía, suponiendo que al no verlo podría tomar esa decisión con más facilidad. Pero nunca tuvo el valor de hacerlo. Sentía pena por Carmelo y pensaba que cuando despertara se alarmaría y pasaría noches enteras preguntándose qué diablos había pasado con ella.
No, no podía hacerle sufrir de ese modo; no podía irse sin decírselo antes. Pero tampoco tenía el valor de enfrentarlo y explicarle los motivos de su decisión. Además, si se iba, y al cabo de dos o tres días comenzaba a extrañarlo y entonces decidía regresar, ¿cómo justificaría su actitud?
Carmelo, por su parte, trataba de no pensar en los motivos del nacimiento de la cría, pero aun así comenzó a sentir remordimiento. Por momentos se arrepentía de todo. A menudo pensaba que si aquel día hubiese bajado al arroyo en lugar de entrar en el corral, ahora su realidad sería distinta. Pero eso había ocurrido hacía ya mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto hacía que estaba en el corral?
No lo sabía. Por lo demás, a veces pensaba que la entrada en la granja había sido inevitable, aunque comprendía que su unión con Clara, por el contrario, había respondido a su voluntad. Trató de rememorar el día en que vio a esa hembra por primera vez y notó con decepción que no podía. Ya no recordaba qué sentimiento le había inspirado Clara en esa oportunidad y tampoco podía evocar su primer día en el corral con ella. ¿Era posible que alguna vez se hubiera sentido atraído por esa hembra?
Los recuerdos y los sentimientos se le mezclaban ahora de un modo extraño. ¿Por qué había decidido tener una cría con Clara?, se preguntaba. Pero, ¿en verdad había resuelto tenerla? Le parecía que no. Y, sin embargo, se había alegrado del nacimiento de Antonio. Era una pena que esa alegría hubiera desaparecido tan pronto, debido quizá al comportamiento del pequeño.
No, no era ése el motivo, pensó. No era la conducta de Antonio lo que le molestaba, era el propio Antonio. Y no porque no lo quisiera: era sólo porque le restaba libertad. Si el pequeño no hubiese estado ahora ahí, él habría abandonado a Clara de inmediato. Y también habría dejado el corral, caviló. No lo hacía porque su hijo lo necesitaba y porque no podía dejarlo a cargo de Clara mientras él se iba a vagar por la montaña. ¡Ah, pero qué ganas de hacerlo! ¡Qué profundo deseo de dejar a esa hembra, que ahora le resultaba indiferente, y subir a los altos valles hasta ver el corral transformado en un punto insignificante!
Con el correr del tiempo, Antonio se dijo que don Rudecindo no haría nada por deshacerse de él o de sus padres. Era evidente que la permanencia de los tres en el corral representaba para el poblador un excelente negocio. El pequeño estaba confuso. Comprendía que su comportamiento no sólo era inútil para liberar a sus padres de la reclusión, sino que acabaría por alejarlo de ellos. Por lo tanto, resolvió cambiar de estrategia. Quizá lo mejor fuera comportarse de modo normal y tratar de persuadir poco a poco a sus padres de abandonar el corral…
A partir de entonces se deshizo de sus actitudes rebeldes y se convirtió en un hijo ejemplar. Comenzó a escuchar a sus padres con atención, aunque ellos pronunciaran frases a su juicio incoherentes y triviales. Decidió comportarse de acuerdo con las sugerencias que le hacían Clara y Carmelo y permaneció a su lado cuando recorrían el corral exhibiéndose ante los visitantes. También aceptó dormir entre las mantas del establo, aunque en su fuero interno seguía extrañando con locura los prados de hierba sobre los que solía tenderse a descansar cuando escapaba a la montaña.
Lo que más lo separaba aún de sus padres era la alimentación. Antonio seguía negándose a comer las sobras de la familia Salinas y esto apenaba mucho a Carmelo y a Clara, quienes sentían incluso vergüenza por ello, pues pensaban que el pequeño parecía, ante los ojos de los visitantes y también ante la mirada de la mujer y los hijos de don Rudecindo, un huemul ajeno a la familia. Por otra parte, a pesar de su deseo de seguir siendo herbívoro, Antonio no podía alejarse del corral en busca de pasto, pues debía mantenerse cerca de sus padres para dar una imagen de familia unida, ya que, de lo contrario, podían perder los privilegios del corral.
Un día, Antonio les aseguró que no sólo seguiría comiendo hierba, sino que saldría a buscarla fuera porque en el corral ya casi no quedaba. Su padre, que había pasado por esa etapa, le sugirió que esperara a que Pedro y Ramiro lo vieran y que ramoneara entonces el poco pasto ralo que había en el corral. De ese modo los niños recordarían que necesitaba pasto y saldrían al campo a recolectarlo. El pequeño ciervo consideró que esa opción era absurda pues los niños habían crecido y ya no tenían interés en preocuparse por un huemul. Sin embargo, fiel a su nueva estrategia de conducta, resolvió obedecer a Carmelo.
Durante un día completo esperó con ansiedad la aparición de los hijos del poblador y, cuando llegaron, comenzó a rebuscar hierbas entre las rocas y los palos del cercado del corral. Al principio esta estrategia no le dio resultado pero luego su suerte cambió. Ramiro fue el primero en descubrirlo comiendo y en correr en busca de pasto. Antonio consideró entonces que su padre tenía razón: de ahora en adelante podía permanecer dentro del corral y esperar a que le trajeran la comida.
A partir de ese momento los niños se ocuparon de alimentarlo todas las mañanas. Y a pesar de que ambos estaban entrando en la adolescencia y su padre, ya viejo, comenzaba a delegar en ellos muchas de las responsabilidades del mantenimiento del campo dejándoles poco tiempo libre, Ramiro y Pedro parecían disfrutar de la tarea de juntar hierba para el pequeño huemul y muy pronto esa actividad pasó a formar parte de su rutina diaria.
Don Rudecindo estaba orgulloso de que sus hijos se preocuparan por el animal, al que aún debían domesticar para asegurar su permanencia en el corral. Carmelo y Clara, por su parte, estaban felices de que Antonio hubiera encontrado una solución intermedia entre su deseo de comer hierba y el modo en que ellos recibían a diario sus alimentos, (aunque en su fuero íntimo lamentaban que su hijo no se adaptara por completo a las leyes del corral).
Por desgracia, con Antonio sucedió lo que ya había pasado con su padre: al cabo de unos días los niños se cansaron de recolectar pasto. Cerca de la casa quedaba muy poca hierba y alejarse para conseguirla les parecía una tarea demasiado ardua. Por lo tanto, a partir de entonces sólo juntaron pasto en ocasiones especiales, cuando estaban aburridos y ya no sabían qué inventar; pero en poco tiempo abandonaron esa faena de forma definitiva y dejaron al pequeño Antonio a la buena de Dios. Don Rudecindo les reprendió por esa actitud y ellos se defendieron argumentando con naturalidad que Clara y Carmelo se habían adaptado a comer comida humana y que el pequeño también podía hacerlo.
Antonio volvió a sentirse paralizado por la indecisión: sus padres no le permitían salir a buscar hierba al campo y él se negaba a comer lo mismo que ellos. Y aunque deseaba mantenerse unido a Carmelo y a Clara, pues pensaba que era el único modo de convencerlos de abandonar el lugar, también quería preservar su condición de animal herbívoro porque, de lo contrario, no podría adaptarse a la montaña cuando dejara el corral.
Al final, pese a sus dudas, resolvió probar las sobras que comían sus padres convencido de que esa herejía le permitiría acercarse a ellos y liberarlos en un futuro cercano.
Al principio todo lo que no fuera pasto le pareció repugnante, pero al cabo de una semana comenzó a tolerar bastante bien otros alimentos. En menos de un mes había adoptado la dieta de sus padres. Aun así, durante un par de semanas los nuevos alimentos siguieron inspirándole un ligero rechazo, que no se debía a la dificultad para digerirlos, sino a la vergüenza de haber cedido a comérselos.
Ramiro y Pedro no podían contener su alegría y no cesaban de burlarse de su padre, quien aún no salía de su asombro ante el cambio de conducta del pequeño huemul.
Durante más de un mes Antonio fue presa de remordimientos que no le permitían conciliar el sueño con la misma facilidad que antes. Sin embargo se conformó pensando que con ese cambio de dieta estaba acercándose a sus padres y contribuyendo a que en el futuro recuperaran su libertad. Carmelo estaba orgulloso de que su hijo se hubiera adaptado a las costumbres de la familia, pero al mismo tiempo echaba de menos la época en que Antonio se rebelaba contra la vida del corral y salía a la montaña en busca de hierba, ya que en su fuero íntimo veía en esa desobediencia un deseo de libertad que también él, alguna vez, había experimentado y que ansiaba revivir a través de su hijo.
Con el cambio de actitud de Antonio, la vida de los huemules volvió al sosiego y a la rutina. Persistía en Carmelo su desapego hacia Clara y su convicción de que sólo esa hembra y su hijo le impedían abandonar el corral. Y como no podía abandonarlo, en ocasiones deseaba aconsejarle al pequeño que se fuera a vivir a la montaña. Pero no se atrevía a decírselo pues temía que lo interpretara como un deseo de librarse él. Además, ese consejo en su boca le parec...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Copyright
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. Introducción
  7. PRIMERA PARTE
  8. SEGUNDA PARTE
  9. Epílogo
  10. Acerca de Jorge Guasp
  11. Notas