Castigar al prójimo
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Castigar al prójimo

Por una refundación democrática del derecho penal

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Castigar al prójimo

Por una refundación democrática del derecho penal

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Mientras que las sociedades son cada vez más multiculturales, la población de las cárceles continúa siendo notoriamente homogénea. ¿Cómo entender este desajuste? Más que atribuirlo a una supuesta tendencia natural al delito entre los sectores más vulnerables, cabe pensar que la ley penal aplica un sesgo sistemático y discriminatorio y que, al hacerlo, protege un orden injusto. Como lo que está en juego aquí es el uso del aparato coercitivo estatal, que implica la imposición deliberada de dolor, el castigo no puede considerarse de manera superficial, sobre todo en contextos de marcada desigualdad.Para dejar atrás las trampas más frecuentes que perpetúan la brutalidad del sistema, Roberto Gargarella se propone repensar el derecho penal desde los cimientos, recuperando sus lazos con una democracia que apueste a la inclusión y a la deliberación colectiva. Así, discute con el populismo penal y sus políticas de mano dura contra el crimen, amparadas en la voluntad de un pueblo al que nunca se consulta pero al que se atribuye el reclamo de penas más severas, que los medios y las encuestas de opinión amplifican. Y polemiza también con quienes, desde posiciones más progresistas, proponen la aplicación mínima del derecho penal como un mal menor al que habría que resignarse. Unos y otros, en definitiva, alimentan el elitismo de la justicia penal, un ámbito refractario a la discusión abierta. En diálogo controvertido e incisivo con autores como Carlos Nino, Eugenio Raúl Zaffaroni, Luigi Ferrajoli y Antony Duff, entre otros, Gargarella postula y defiende una visión alternativa, que alienta la participación ciudadana en la justicia (por la vía de mediaciones, conferencias o jurados) y experiencias innovadoras de reproche estatal.Obra de uno de los especialistas más brillantes en el campo del derecho, que conjuga la contundencia conceptual con la voluntad de intervenir en el debate público, Castigar al prójimo abre el camino para revincular la justicia penal con la democracia.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876296946
Categoría
Law
Categoría
Criminal Law
Parte II
Democracia sin castigo, reproche sin encierro
5. Cómo tender puentes entre el derecho penal y la teoría democrática
Cuatro continuaciones posibles para la teoría penal de Carlos Nino
Convencido de la importancia de volver a pensar nuestras aproximaciones al castigo a la luz de la teoría democrática, en este trabajo me dedicaré a explorar cuatro desarrollos posibles a partir del trabajo del profesor Carlos Nino en el área penal, teniendo en cuenta sus últimos estudios sobre el valor de la deliberación democrática.
Nino dedicó una primera porción significativa de su vida académica al estudio del derecho penal, y en ese marco produjo trabajos de gran importancia, que incluyeron su tesis doctoral, escrita en Óxford bajo la supervisión de los profesores Tony Honoré y John Finnis; sus escritos sobre la legítima defensa (Nino, 1982); su famoso texto sobre los límites de la responsabilidad penal (Nino, 1980); su libro sobre el juicio al mal radical (Nino, 1993); y una importante serie de artículos hoy compilados en un texto que lleva por título Fundamentos de derecho penal (Nino, 2007). Sin embargo, la última y larga etapa de su trabajo intelectual giró fundamentalmente en torno a cuestiones de ética política, teoría democrática y teoría constitucional. Ello quedó reflejado, entre otros –muy numerosos– trabajos, en su primer gran libro sobre los derechos humanos (Nino, 1984); el que escribió sobre la “constitución de la democracia deliberativa” (Nino, 1996); Fundamentos de derecho constitucional (Nino, 1992); y Derecho, moral y política (Nino, 1994). Por desgracia, estas dos esferas de su trabajo –el derecho penal y sus escritos en torno a la Constitución y la democracia– no quedaron del todo articuladas, dado que Nino no revisó enteramente sus estudios previos de derecho penal a la luz de sus renovadas reflexiones en torno a la democracia deliberativa (como hizo en otras áreas de su trabajo). Por ello mismo, querría simplemente llamar la atención sobre cuatro áreas de estudio que convendría abordar, dada su riqueza, a los fines de completar un trabajo que Nino, en razón de su temprana muerte (en 1993), no pudo llevar a cabo de modo pleno y definitivo.
Por tanto, en lo que sigue me referiré a cuatro cuestiones de derecho penal, que ameritarían una revisión en el contexto de una teoría democrática como la que Nino desarrolla. Haré referencia, entonces, a:
  1. las exigencias propias de partir de una concepción deliberativa de la democracia, en lo que hace a las formas de la creación (que abarcan su interpretación y aplicación) del derecho penal (origen);
  2. las implicaciones derivadas de tales presupuestos sobre los orígenes del derecho en materia de autoridad estatal y, en particular, la autoridad del Estado para realizar reproches justificados (autoridad);
  3. la influencia que podrían ejercer sobre la justificación del reproche estatal los presupuestos y compromisos propios de la democracia deliberativa (pena);
  4. la especial protección que la democracia deliberativa podría requerir sobre conductas que hoy tienden a ser desalentadas o criminalizadas, como la protesta social (protesta social).
Espero que el estudio que sigue pueda tomarse, entonces, como lo que es: la introducción a una agenda de investigación posible sobre el trabajo de Nino, destinada a establecer cruces entre sus estudios penales y sus estudios de teoría democrática.
Origen: elitismo penal/populismo penal
Ante todo, me gustaría llamar la atención sobre el significado y las implicaciones de la teoría democrática defendida por Nino, en lo que concierne a la creación de normas penales, un tema examinado por él, pero no desarrollado, según entiendo, en todas sus consecuencias esperables. La teoría democrática en la que voy a apoyarme es la misma que él defendió, esto es, una concepción deliberativa de la democracia. Esta concepción surgió a finales del siglo XX bajo el aliento de las llamadas “teorías comunicativas”, en cuyo desarrollo Nino jugó un papel también significativo (Habermas, [1992] 1996; Bohman, 1996; Bohman y Rehg, 1997; Elster, 1998; Nino, 1991, 1996). Dicha visión de la democracia propone, esencialmente –y de acuerdo con la propuesta habermasiana más difundida– que los asuntos públicos sean resueltos conforme a una discusión que involucre a todos los potencialmente afectados por la decisión que va a tomarse (Habermas, [1992] 1996).
En dicha discusión igualitaria, nadie vale más que otro: todos se encuentran en un pie de igualdad. Desde esta concepción –si se quiere, “positiva” de la democracia– dos son los elementos que resaltan. Por un lado, la idea de discusión pública, que contrasta, de modo más obvio, con la “imposición de algunos”, pero también con el “arreglo entre los grupos más poderosos”, o la “negociación detrás de la escena” (Schmitt, 1992). La discusión pública representa así el medio más apropiado del autogobierno colectivo que, desde luego, debe pasar en algún momento por un proceso de agregación de preferencias, como el sufragio. Pero dicha votación debería estar precedida de la discusión, que resulta imprescindible para que –en el marco de una comunidad de personas con racionalidad limitada y conocimientos imperfectos– cada uno clarifique sus propias ideas, las contraste con los demás, aprenda de los otros, a la vez que les haga conocer a ellos las razones de sus puntos de vista. Esa discusión se puede dar por medios muy diversos: desde audiencias públicas convocadas por la Legislatura o la Justicia, hasta debates colectivos impulsados por los medios de comunicación y organizados a partir de principios más democráticos y menos vinculados con la capacidad económica de los diversos actores.
El otro elemento central de esta visión de la democracia es la inclusión de todos los afectados. Como aquí se parte del presupuesto –como hacían también John Stuart Mill y Carlos Nino– de que cada uno es el mejor juez de sus propios intereses, es posible llegar a la conclusión de que la ausencia de ciertos puntos de vista de la discusión de los asuntos comunes (o, peor aún, como ocurre en democracias como la nuestra, la ausencia sistemática de ciertos puntos de vista) genera riesgos muy altos de que la decisión no resulte imparcial. En otros términos, esa ausencia aumenta la probabilidad de que la resolución resulte sesgada indebidamente a favor de los (pocos o privilegiados) que controlan el proceso de toma de decisiones.
La idea de inclusión amplia contrasta con la aproximación propia de las versiones conservadoras de la democracia elitista, como la que podía defender Edmund Burke, según la cual la discusión se concentraba en la elite dominante, en los “pocos iluminados” o the wise few (Burke, 1960). Del mismo modo, la noción de “discusión pública” contrasta con los acercamientos meramente “populistas” sobre la organización del poder (acercamientos tan en boga, hoy todavía, en la región, asentados muchas veces en movidas plebiscitarias poco genuinas, ajenas a todo proceso previo de distribución de información y de confrontación entre visiones opuestas. En términos penales, tales movidas populistas se han reflejado, por ejemplo, en movimientos como el de “tolerancia cero”, que dice asentarse en reclamos populares nunca evidenciados en la práctica).
Una vez que tomamos en cuenta el valor que tiene la discusión colectiva entre todos los afectados, a la hora de pensar la presunción de validez del derecho, no podemos dejar de preocuparnos por el estado de nuestras normas penales que, tal como lo ratifican todos los estudios empíricos con los que contamos, aparecen como severamente defectuosas tanto en relación con la discusión pública que las rodea como en cuanto a los niveles de inclusión social que implican.
En efecto, en nuestro país, como en otros de Occidente, el derecho penal es el producto de elites jurídicas particulares que, en ocasiones, tienden a producir resultados jurídicos diferentes en nombre de los intereses del pueblo, y en otras, en nombre de la voluntad del pueblo, pero con el pueblo siempre ausente de tales debates y decisiones. De hecho, los estudios realizados por el sociólogo penal David Garland para el mundo anglosajón fueron reproducidos y continuados para el caso argentino por un discípulo de aquel, Máximo Sozzo, quien –como su mentor– concluyó que en Argentina también se verificaba una oscilación entre normas más liberales y más punitivistas, y que podía señalarse que las normas penales emergían de “un modo elitista” de producción. Dicho modo elitista, afirma Sozzo, “aísla y protege” a aquel en relación con el público, y persiste y se mantiene en el tiempo a pesar de los cambios que tienden a producirse en las alianzas de gobierno (Sozzo, 2011).
La observación que haría, por el momento, es esta: ya sea a través de invocaciones populistas o de afirmaciones tecnocráticas, el derecho penal resulta obra exclusiva de determinadas elites, alejadas de todo intento efectivo de abrirlo al debate y, mucho más, a otras voces (en particular, las de los más afectados por ese derecho: las víctimas de la criminalidad, los protagonistas de los actos criminales, y los familiares y allegados de todos ellos). Las elites tecnocráticas suelen ser asociadas con la defensa de políticas más liberales, y los movimientos populistas, en cambio, con la adopción de políticas punitivistas, del tipo “ley y orden” o “tolerancia cero”. En efecto, en pocas áreas de nuestro derecho se nota tanto como en la penal esa efectiva resistencia contra toda pretensión de tender puentes entre la democracia y la redacción, aplicación e interpretación del derecho. Entiendo, sin embargo, que una teoría como la de Nino nos exige revisar esos modos de pensar la creación y vida del derecho, y nos urge a restablecer los puentes cortados –aquí más que en otros casos– entre democracia y derecho.
Por supuesto, este reclamo a favor de una reconexión entre derecho penal y deliberación democrática se opone a una larga tradición de desconfianza hacia la democracia, propia del ámbito penal, que afecta aun a los autores más de avanzada (como Zaffaroni o Ferrajoli). Entre tales autores, es muy común asociar la democracia con una inevitable “degeneración”, un “constante empeoramiento” propio del “gobierno de los peores” (Ferrajoli, 2008: 88). Como en la primera parte de este volumen, en especial en el capítulo 2, me ocupé de cuestionar estas posiciones, aquí sólo insistiré en algunas breves cuestiones:
  1. la sugerencia conforme a la cual la democracia genera “maximalismo penal” o termina más o menos necesariamente en alguna forma de “neopunitivismo” no encuentra apoyatura empírica;
  2. por el contrario, los pocos estudios empíricos con los que contamos en la materia tienden a decir que, en ámbitos medianamente apropiados de deliberación, dicha correlación no se verifica o se revierte;[64] y
  3. lo que es más importante, dicha asociación entre democracia penal y puntivismo descansa, de modo más que habitual, en una paupérrima concepción de la democracia, según la cual las condiciones de debate e inclusión se encuentran ausentes y es así como se termina por identificar la democracia con el mercado o, lo que es mucho peor, con las demandas (dolorosas, comprensibles, pero no decisivas ni excluyentes, a la hora de fundar una política penal) de los familiares, vecinos o amigos de las víctimas, luego de un hecho criminal grave.
    Estas voces, sin duda, deben ser escuchadas, y las víctimas y sus seres cercanos amparados y contenidos; pero ello de ningún modo justifica o torna aceptable el convertirlas en la expresión de la voz democrática de la comunidad.
Autoridad: sobre la justificación del castigo en sociedades desiguales
En el punto anterior rescatamos el valor de volver a conectar el derecho penal con la discusión democrática, a contrapelo de los modos elitistas con que hoy se encuentra asociada la creación (redacción, interpretación y aplicación) de ese derecho. En esta sección, me interesa ir todavía un paso más allá. La propuesta consiste en repensar el estatus del derecho penal cuando se enmarca –como ocurre en nuestro caso, y en el de tantos otros países– en contextos de fuertes e injustas desigualdades. En particular, me interesa pensar estas cuestiones teniendo en mente la pregunta sobre la autoridad del Estado para reprochar ciertas inconductas, en el marco de graves injusticias que resultan, en definitiva, producto de ese mismo Estado que por un lado cuestiona ciertos actos y, por otro, crea y mantiene en el tiempo condiciones de severa injusticia.
El punto de partida de esta reflexión puede ser la sugerencia de Nino de que todas las normas, pero sobre todo las penales, deben surgir de un proceso de discusión democrático que les confiera una presunción de validez que, sin embargo, es revocable. En efecto, en opinión de Nino la “principal excepción” al principio general de presunción de imparcialidad de las normas que son producto de un debate democrático aparece
cuando las condiciones básicas que permiten al proceso democrático tener valor epistémico están ausentes: por ejemplo, cuando algunos grupos son impedidos de expresar sus opiniones a través de persecuciones o cuestiones similares (Nino, 2007: 21).
Conviene pensar, entonces, en estas situaciones en las que amplias porciones de la sociedad cuentan con buenas razones para no considerarse, en un sentido relevante, como autoras del derecho penal. Supondré aquí que existen grupos de personas que básicamente se relacionan con el derecho en cuanto víctimas, que suelen ser ignoradas o maltratadas por él. Junto con Antony Duff, supondré que amplios sectores de la sociedad no pueden reconocer su propia “voz” en el “lenguaje” y los “dichos” con que el derecho se expresa. En sus términos, el hecho de que sectores importantes de la comunidad “se encuentren excluidos de modo permanente y sistemático de la participación en la vida política, y de los bienes materiales” y “normativamente excluidos” en cuanto al “tratamiento que reciben por parte de las leyes e instituciones existentes”, suele correlacionarse con la existencia de un derecho cuya voz “les resulta una voz extraña que no es ni podría ser de ellos” (Duff, 2001: 195-196). Tales fracasos, concluye Duff, nos hablan de comunidades que “les niegan, implícitamente, su ciudadanía, al negarles el respeto y consideración que se les debe como ciudadanos” (Duff, 2001: 195-196). Por supuesto, es importante contar con formas sensatas para determinar cuándo algunos grupos o individuos se encuentran por debajo del umbral mínimo a partir del cual pueden considerarse ciudadanos “integrados” al derecho y no como personas jurídicamente alienadas (Gargarella, 2009). Sin embargo, al mismo tiempo sugeriría que los estándares para determinar cuándo una persona puede considerarse como autora del derecho que se le aplica no pueden ser superficiales ni ligeros, como suelen serlo (por ejemplo, tomar como condición suficiente el hecho de que vote o no esté privada del derecho al voto).
Aunque considero que en países como el nuestro la situación es muy similar –si no más grave– a la descripta por Duff (quien se refiere básicamente al mundo anglosajón), no me involucraré aquí en un debate acerca de los niveles efectivos de desigualdad e injusticia que afectan a amplias franjas de la población de nuestro país. Lo que me interesa sostener, como a Duff, es el punto teórico que nos remite a la pregunta acerca de la autoridad del Estado para ejercer reproches en condiciones de extrema desigualdad.
Cuando hablamos de inequidades severas como las arriba descriptas, que encierran injusticias de las que el propio Estado, a través de sus acciones u omisiones (como insistiría Nino, 1984), es responsable de un modo decisivo, se hace difícil seguir reconociendo en este la autoridad plena para ejercer reproches, y sobre todo en la forma en que quiere hacerlo. Para recurrir a una comparación común (y con todas las salvedades del caso), podría decirse que esta situación tiene vínculos con la del padre que abusa de sus hijos de modo sistemático, pero que pretende reprocharles las inconductas que han cometido. En ese contexto, los hijos parecen tener todo el derecho del mundo a reaccionar, impugnando en forma radical su autoridad para llevar adelante tales reclamos: “¿Cómo pretendes que aceptemos estos reproches –podrían decirle al padre– luego de todo lo que nos has hecho, que no debiste nunca hacernos, y luego de todo lo que no nos has dado, cuando debías siempre asegurárnoslo?”. Duff se plantea interrogantes similares, que individuos desapoderados podrían hacer al Estado injusto, que maltrata sistemáticamente a parte de los ciudadanos y que luego pretende sancionarlos por las faltas que han cometido. En términos del profesor escocés, “yo puedo ser culpable de tal crimen, pero usted (Estado) no tiene autoridad para juzgarme” (Duff, 2004a).
El punto en cuestión resulta particularmente interesante, porque no requiere comprometerse con posiciones polémicas, difíciles de sostener, como las que señalan que los individuos que atraviesan o han atravesado situaciones económicas extremas (porque, por caso, provienen de un contexto social deteriorado o vulnerable) no deben considerarse plenamente responsables de sus acciones criminales. Esto es lo que sostuvo o intentó defender una parte de la doctrina penal, a finales de los años setenta, pero no es lo que propondría ahora (Bazelon, 1976a, 1976b, 1988; De...

Índice

  1. Tapa
  2. Índice
  3. Colección
  4. Portada
  5. Copyright
  6. Introducción. El reproche estatal en una comunidad de iguales
  7. Parte I. Contra un pensamiento penal antidemocrático
  8. Parte II. Democracia sin castigo, reproche sin encierro
  9. Parte III. La ley penal en el banquillo: discusiones y propuestas
  10. Nota sobre los textos
  11. Bibliografía