La dieta interior
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La dieta interior

  1. 112 páginas
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La dieta interior

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Información del libro

Tras dos años de intensa investigación sobre la vida y el comportamiento de muchos líderes, el autor considera que hay dos virtudes específicas en ellos: la magnanimidad y la humildad. Ambas palabras, además, gozan de un extraordinario poder emocional y existencial: van directas al corazón, porque personifican un ideal de vida: la grandeza y el servicio. El liderazgo reconoce, asimila y da a conocer la verdad sobre el hombre.

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Información

Año
2012
ISBN
9788432142369
Categoría
Literatura
1. EL IDEAL DE MAGNANIMIDAD
La magnanimidad es un ideal enraizado en la fe en el hombre y en su grandeza inherente. Se trata de la virtud de la acción y es la forma más elevada de esperanza humana. Esta virtud es capaz de marcar la pauta a toda una vida y transformarla, dándole un nuevo significado y posibilitando el perfeccionamiento de la personalidad. Es la primera virtud específica de los líderes.
Llevo ya diez años enseñando a estudiantes de culturas, idiomas y religiones muy diferentes acerca de dicha virtud y, a lo largo de mi experiencia, veo cómo levanta pasiones dondequiera que vaya. He visto cómo la gente cambia por completo cuando considera verdaderamente esta virtud, y he visto también a algunas personas saliendo aterrorizadas de la sala de conferencias ante la sola idea de su significado. La magnanimidad no deja a nadie indiferente.
UNA AFIRMACIÓN DE LA DIGNIDAD Y LA GRANDEZA PROPIAS
Aristóteles fue el primero en elaborar un concepto de magnanimidad (megalopsychia). Para él, la persona magnánima practica la virtud y, como resultado, se considera a sí misma merecedora de «cosas grandes» (refiriéndose a «honores»). Pero, aunque el magnánimo bien pueda merecer estos honores, no los busca. Puede vivir sin ellos porque posee algo aún mejor: la virtud, que es el mayor de los tesoros. Sabe que el universo entero y todo lo que éste contiene tienen un valor inferior al de su virtud. Es consciente de que tiene mucho más valor y de que se merece más pero, comparado con la grandeza de la virtud que posee, todo ello carece de significado.
Artistóteles consideraba a Sócrates el modelo de persona magnánima, aunque nunca lo expresó de ma­nera explícita. La magnanimidad aristotélica es aquella que poseen los filósofos que desprecian el mundo con el fin de ensalzar al hombre. Es la serenidad ante las vicisitudes de la vida, desde la indiferencia hasta la deshonra (a menos que se merezca) y el desprecio por las opiniones de la multitud. No es una cuestión de emprender cosas, sino de afrontarlas con ánimo. Más que desarrollar nuestras habilidades, lo importante es conquistarse a uno mismo y dominar la autonomía y libertad propias. La persona magnánima afirma su dignidad humana y domina a un mundo traidor, al que desprecia.
La magnanimidad aristotélica es una visión exaltada del yo que constata la dignidad y la grandeza propias, una conciencia del valor de uno mismo que advertimos en todos los líderes. De hecho, es ahí donde empieza el liderazgo: sin esta conciencia de la propia dignidad y grandeza no existen ni magnanimidad ni liderazgo.
Tomemos como ejemplo el caso del General de Gaulle. Este general se negó a reconocer la capitulación de Francia a Alemania en 1940. Aunque entonces era un mero general de brigada completamente desconocido entre sus compatriotas, estaba decidido a vengar el honor de Francia llamando a su país a la resistencia, lo cual tuvo lugar en su famoso discurso a la nación francesa a través de las radiofrecuencias de la BBC el 18 de junio de 1940. Pero aquello aún tendría que esperar. La visión que él tenía al respecto venía precedida por una inquebrantable fe en su propia dignidad y en su grandeza. Esto aparece en su volumen «Memorias de Guerra», donde dice: «Pese a mis limitaciones y mi soledad, o precisamente por ello, era necesario llegar a lo más alto y no volver a bajar nunca».
El liderazgo comienza con una visión exaltada del yo. Solo entonces adquiere una imagen de lo que quiere conseguir. Cuando Darwin Smith llegó a Director General de Kimberly-Clark en 1971, su empresa tenía una posición segura en el sector. Sin embargo, Smith estaba persuadido de que dirigir una empresa «respetable» pero compuesta de meros «funcionarios» era algo indigno de él. La visión exaltada que tenía de sí mismo le permitió marcarse un objetivo: llegar a algo grande o morir en el intento. Entonces decidió vender todas las fábricas que hasta entonces habían estado produciendo papel cuché (la fuente principal de ingresos de la empresa) y decidió utilizar los mismos procedimientos para fabricar artículos de papel para el consumo, situando a propósito la compañía en una competencia directa con líderes en el mercado de la talla de Procter & Gamble o Scott Paper. Esta decisión trajo consigo un giro espectacular en la fortuna de la compañía: transformó a Kimberly-Clark en la empresa número uno del mundo en productos de consumo de papel. El concepto que tenía Smith de la valía y la dignidad personal le infundieron un desprecio mal disimulado por las opiniones de la multitud: los analistas de Wall Street y los medios de comunicación del mundo de los negocios se burlaban de su decisión, porque todos estaban seguros de que fracasaría. Al igual que Sócrates, Smith no pidió opinión a las masas.
LA VIRTUD DE LA ACCIÓN
Para santo Tomás de Aquino, el filósofo y teólogo más importante de la Edad Media, la magnanimidad es el apetito insaciable por las cosas grandes (extensio animi ad magna); la persona magnánima es aquella que pone todo el corazón en conquistar el mundo y en alcanzar la excelencia personal. La magnanimidad es un deseo de grandeza; un deseo ardiente, una búsqueda sagrada, una aspiración. Magnanimitas, la palabra latina acuñada por Cicerón en el año 44 a.C. para sustituir a la megalopsychia griega, equivale a la magnitudo animi, según observa santo Tomás, y animus implica un poder entusiasta, el instinto necesario para luchar y conquistar. La magnanimidad es la virtud de la agresividad; siempre preparada para atacar y conquistar, para actuar con el ímpetu de un león.
Santo Tomás retoma los planteamientos de Aristóteles, pero les da un significado distinto. Mientras que Aristóteles dice que el hombre magnánimo se considera a sí mismo merecedor de grandes cosas (grandes honores), santo Tomás cree que éste se considera a sí mismo merecedor de hacer grandes cosas, lo cual él mismo se dispone a hacer dada la grandeza inherente de estas cosas. Al mismo tiempo considera que él ha sido digno de honor sin quererlo, por lo que ahora está en sus manos hacer buen uso de él.
Aristóteles afirma la grandiosidad del hombre al declarar su autonomía del mundo, puesto que teme que el destino intente acabar con él. Santo Tomás, sin embargo, constata el esplendor del hombre al conquistar el mundo porque cree que éste es obra de Dios y, por tanto, es bueno.
La magnanimidad es la conquista de la grandeza. No se conforma con ponerse en marcha, llega hasta el final; no se conforma con aspirar a la grandeza, sino que la logra. Es como el combustible que usan los reactores: es la virtud propulsiva por excelencia. La magnanimidad es la virtud de la acción; hay más energía en ella de la que hay en la mera audacia. La persona magnánima alcanza la autosatisfacción en la acción misma y a través de ella, entregándose a ella con pasión y entusiasmo.
Para el verdadero líder, la acción siempre nace de la autoconciencia. Nunca se trata de un mero activismo, y nunca degenera en una adicción al trabajo. Los líderes siempre emprenden acciones, pero nunca hacen las cosas solo por hacerlas; su acción es siempre una extensión de su ser, una consecuencia de contemplar su propia dignidad y su grandeza. Los que no son líderes actúan exclusivamente para alcanzar los objetivos establecidos y, a menudo, para escapar de sí mismos y, de alguna manera, llenar el vacío de su vida interior.
La excelencia personal es el último propósito de la magnanimidad: el proyecto más ambicioso no tiene ningún sentido si su máximo objetivo es cualquier otra cosa que no sea el desarrollo de la virtud, el carácter y la excelencia personal de todos los que tienen que ver con ello.
Para los líderes, conseguir importantes metas de organización nunca es un fin en sí mismo, sino solo un medio para conseguir la meta de crecimiento más alta para todos. Si Darwin Smith corrió grandes riesgos fue porque sabía que el crecimiento personal que se genera al ser activo sobrepasa los posibles resultados materiales, independientemente de lo brillantes o lucrativos que estos sean. Gestionar es conseguir que las cosas se hagan, pero hacer que la gente crezca es liderazgo. Smith era un gestor excepcional, pero sobre todo fue un líder estupendo, le interesaban más las personas que las cosas. Era completamente consciente de que la excelencia personal (la suya propia y la de la gente a la que dirigía) es un bien mucho más valioso que el éxito material.
LA FORMA SUPREMA DE ESPERANZA HUMANA
La acción es el resultado de la esperanza. Cuanto más fuerte es esta esperanza, más elevada es la meta. La magnanimidad estimula la esperanza, ennobleciéndola y haciéndola atractiva y embriagadora. En junio de 1940, completamente solo y exiliado en Inglaterra, el General de Gaulle dio al mundo una lección ejemplar de esperanza: «Me veía a mí mismo, solo como estaba y privado de todo, como un hombre a la orilla de un océano, con el propósito de cruzarlo a nado»[1]. Sin embargo, las dificultades objetivas no pudieron frenarle, y se lanzó a la acción sin dudar ni un solo momento de su capacidad de unirse a la resistencia de la nación francesa y de liderarla hacia la victoria.
La esperanza no conoce obstáculos, lucha por el bien supremo sin importarle las dificultades objetivas. Inspirados por la tarea que les ocupa —noble y ardua al mismo tiempo—, el corazón y el alma se comprometen por completo.
En una ocasión, al principio de una carrera, un adversario derribó a Eric Liddell, medalla de oro en los 400 metros en los Juegos Olímpicos de 1924 y uno de los corredores representados en la famosa película «Carros de fuego». Cuando quiso ponerse de nuevo en pie vio que estaba a veinte metros de distancia del pelotón, pero aun así se lanzó hacia adelante, alcanzó al resto y les adelantó justo antes de la línea de meta. Al cruzar la cinta justo por delante de sus contrincantes, se tiró al suelo triunfante y agotado. La esperanza es un entusiasmo alegre. Eric Liddell, hombre de fuertes convicciones religiosas, expresó en parte la cualidad aventurera de la esperanza cuando dijo: «Cuando corro siento Su placer».
La magnanimidad —la esperanza «humana»— es un ideal imbuido de confianza en el hombre. No debe confundirse con la esperanza teologal, que se refiere a la confianza en Dios, según las palabras de san Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta»[2].
La magnanimidad es una virtud natural que el hombre es capaz de adquirir y desarrollar gracias a sus propios esfuerzos. La esperanza «sobrenatural» es una virtud infundida por Dios en el alma y que, junto a la fe y la caridad, constituye una de las tres virtudes teologales. Los teólogos cristianos medievales no hacían tal distinción. Lo que ellos llamaban magnanimidad era en realidad la virtud sobrenatural de la esperanza. Para ellos, alguien era magnánimo si era consciente de su propia miseria y buscaba solamente en Dios el poder para sobreponerse al mundo[3].
Es santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, qui...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA interior
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. PRÓLOGO DEL AUTOR
  6. INTRODUCCIÓN
  7. 1. EL IDEAL DE MAGNANIMIDAD
  8. 2. EL IDEAL DE HUMILDAD
  9. 3. EL DESARROLLO DE UN SENTIDO MORAL
  10. 4. EL DESARROLLO DE LA MAGNANIMIDAD
  11. 5. CRECER EN HUMILDAD
  12. CONCLUSIÓN
  13. EPÍLOGO 1
  14. EPÍLOGO 2