Agencia general del suicidio
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Agencia general del suicidio

  1. 112 páginas
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Agencia general del suicidio

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Un brillante ejercicio poético en honor a la vida y la muerte.A pesar de la brevedad de su vida, la excéntrica y original figura de Jacques Rigaut, aclamado poeta surrealista del siglo xx, ha causado y continúa causando una gran admiración hoy en día.Agencia general del suicidio es una antología de la prosa poética del célebre escritor francés que recoge textos de juventud, composiciones póstumas y una cuidada selección de aforismos y reflexiones en los que la muerte aparece como el acto de libertad más verdadero y prístino que uno puede concederse a sí mismo.Ático de los Libros incluye en esta edición un prólogo de Noni Meyers, cantante del famoso grupo indie español Lori Meyers, y un epílogo del escritor Enrique Vila-Matas, así como una introducción y notas de la traductora, Sarai Herrera."Jacques Rigaut se condenó a sí mismo a muerte y esperó impacientemente, hora a hora, durante diez años, el momento perfecto para acabar con sus días. Una experiencia humana cautivadora a la cual supo dar el tono trágico y humorístico que le era peculiar."André Breton"Su obra me hace reflexionar sobre la muerte, ese momento tan incómodo, tan valiente, tan cobarde, que nos conducirá al mismo lugar donde debe estar la obra de Jacques: la eternidad."Noni Meyers"Uno de los inspiradores del surrealismo."Versovia

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Información

Año
2020
ISBN
9788417743833
Edición
1
Categoría
Literatura
Selección de textos de Jacques Rigaut

Novela de un joven hombre pobre


Se le ha concedido tanto sitio al amor que parece que sobrepase en utilidad al resto de las cosas. A medida que el dinero se hace más necesario, más exigente, deviene más admirable, más amado; como el amor. —Podemos alegar lo contrario tan felizmente—. Yo soporto mi miseria con más facilidad desde que sueño con la existencia de gente rica. El dinero de los otros me ayuda a vivir, pero no solo como se da por supuesto. Cada Rolls-Royce que me encuentro prolonga mi vida un cuarto de hora. Antes que saludar a los coches fúnebres, la gente haría bien en saludar a los Rolls-Royce.
Pensar es un trabajo de pobres, una miserable revancha. Cuando estoy solo no pienso. No pienso si no me veo forzado a ello; las coacciones, el pequeño examen que hay que preparar, las exigencias paternas, ese trabajo que es necesario sufrir: todo esfuerzo asalariado me lleva a pensar, es decir, a decidir matarme, lo que viene a ser lo mismo.
No hay treinta y seis maneras de pensar; pensar es considerar la muerte y tomar una decisión. De lo contrario, duermo. ¡Elogio del sueño! No solo el magnífico misterio de las noches, sino la imprevisible torpeza. Cerca de vosotros puedo imaginar una existencia satisfactoria, compañeros de sueño. Dormiremos detrás del chapoteo de nuestros cilindros, dormiremos con los esquís puestos, dormiremos ante las ciudades humeantes, en la sangre de los puertos, encima de los desiertos, dormiremos sobre el vientre de nuestras mujeres, dormiremos persiguiendo el conocimiento, armados de tubos de Crookes1 y de silogismos, los buscadores del sueño.
Cuando circule en mi n HP, que los poetas se pongan en guardia, ¡que no se entretengan en los refugios de las avenidas porque sería capaz de hacer alguna que otra cosa! ¡Ese pensador desdeña los dólares, seguro! ¡Tiene en la mano realidades igual de inmediatas, seguro! Mientras tanto, allí está, esperando en una acera, con un número en la mano, buscando sitio dentro del autobús, y cuando paso cerca de él en mi coche, sonrío de placer salpicándole, y él y otros muertos de hambre, murmuran:
—¡Imbécil!
—¡Eso lo serás tú! Yo duermo. Tú, en tu despacho, te enfadas o te enojas, ¡piensas en la muerte, sucia víctima! ¡El amor, tu inteligencia! ¡Sin embargo, uno se deja llevar por tal indulgencia hacia esas mujeres, cuando recuerda qué amantes han dado a sus poetas como rivales! Espera un poco a que sea el hombre más rico del mundo y verás quién se encargará de los innobles quehaceres de mi hogar. ¡Callad! ¡Los pensadores cuidarán mis coches! ¡Reíd ahora! ¿Es que no notáis el mérito de mis millones, su gracia? Tendría entonces la primera balanza exacta; yo sé el precio de las cosas, todos los placeres tienen una tarifa. Consultad la carta. Love to be sold. Aquí estoy, ¡asegurado contra las pasiones! El consentimiento de la gente me da igual, y si los sacrificios e ir contra natura lo reemplazan, yo me lavo las manos.
Un hombre que me quiere bien2 pero que tiene veinte años más que yo me ofreció como medio de existencia —a fin de no alejarme de esta vida especulativa para la que había manifestado yo tantas aptitudes, ¡ya ves!— clasificar fichas en una biblioteca y componer una antología de los pensamientos de un gran capitán o de un monarca. Espantado, no pude responder a ese hombre valiente; preferiría pasar por el Tribunal Criminal antes que ser reducido a semejantes trabajos. ¡Alabado sea Dios! Queda la Bolsa, de libre acceso incluso para los que no somos judíos. Hay, por otra parte, otras maneras de robar. Es una vergüenza ganar dinero. ¿Cómo pueden los médicos no enrojecer cuando un cliente les pone un billete sobre la mesa? Desde el momento en que un hombre se ve en el caso de aceptar dinero de alguien, ya puede esperar que se le pida bajarse los pantalones. Si uno no presta servicio benévolamente, ¿por qué lo presta? Sé muy bien que yo robaría por delicadeza.
La pequeña V… viene de desposarse con un chico rico; ella lo ama. No es su dinero lo que ama, lo ama porque es rico. La riqueza es una cualidad moral. Los ojos, la piel, la salud, las piernas, las manos, el Packard de doce cilindros, la piel, los andares, la reputación, las perlas, los prejuicios, el perfume, los dientes, el ardor, la ropa que hace el gran modista, los senos, la voz, el hotel Avenue du Bois, la fantasía, el rango social, los tobillos, el maquillaje, la ternura, la destreza en el tenis, la sonrisa, los cabellos, la seda; no hago diferencias entre estas cosas, y ninguna de ellas me seduce menos que las demás.
No hemos vivido más que de posibilidades y no ha habido, sin embargo, otra cosa que el balcón de Julieta, ese cubito azul que circulaba —con diferentes grosores— de un jugador a otro sobre el tapiz verde de la sala de bacará. Un gran golpe. Alrededor de la mesa, las caras funcionaban al ralentí, las sonrisas se dibujaban con esfuerzo, después se inmovilizaban unos dedos temblorosos. Al alba descubrí lo que era el respeto, cuando vi a aquella mujer que llevaba en su bolso innumerables años de insolencia reencontrar a la salida del casino a las pescadoras de camarones, que regresaban de la mar, mojadas, cargadas de redes, con los pies desnudos.
Joven hombre pobre, mediocre, veintiún años, manos limpias, se casaría con mujer, veinticuatro cilindros, salud, erotómana o hablante de anamita.3 Escribid a Jacques Rigaut, 73, boulevard Montparnasse, París (6.º).

Seré serio4


Seré serio como el placer. Las personas no comprenden aquello que se dice. No hay razones para vivir, pero tampoco hay razones para morir. La única forma con la que se nos permite demostrar nuestro desdén por la vida es aceptarla. La vida no merece que nos tomemos la molestia de abandonarla… Podemos, por caridad, evitarla a algunos, pero, ¿a nosotros mismos? La desesperación, la indiferencia, las traiciones, la fidelidad, la soledad, la familia, la libertad, la pesadez, el dinero, la pobreza, el amor, la falta de amor, la sífilis, la salud, el sueño, el insomnio, el deseo, la impotencia, la banalidad, el arte, la honestidad, el deshonor, la mediocridad, la inteligencia; no tenemos ni para empezar. Sabemos demasiado bien de qué están hechas estas cosas como para estar en guardia; con suerte son buenas para propagar algunos insignificantes suicidios-accidentes. (Existe, sin duda, el sufrimiento del cuerpo. Yo lo tolero aceptablemente: tanto peor para aquellos a quienes les duele el hígado. Qué más da que sienta predilección por las víctimas, no me enfurezco con la gente que piensa que no puede soportar un cáncer.) Y luego, claro está, aquello que nos libera, aquello que nos arranca toda posibilidad de sufrimiento, es ese revólver con el que nos mataremos esta misma noche si se nos antoja. La contrariedad y la desesperación solo son, por otra parte, nuevas razones para encadenarse a la vida. El suicidio es muy cómodo, no dejo de pensarlo; es demasiado cómodo; yo no me he matado. Subsiste un pesar; no querría marcharme antes de haberme comprometido; me gustaría, al partir, llevarme conmigo a la Virgen María, el amor o la República.
El suicidio debe ser una vocación. Hay una sangre que da vueltas y que reclama una justificación a su interminable recorrido. En los dedos está la impaciencia de cerrarse tan solo sobre la palma de la mano. Está el prurito de una actividad que se vuelve sobre su depositario, si el infeliz ha olvidado saber elegirle un objetivo. Deseos sin imágenes. Deseos de imposibilidad. Aquí se yergue el límite entre los sufrimientos que tienen un nombre y un objeto, y aquel, anónimo y autógeno. Es para el espíritu una especie de pubertad, así se ha descrito en las novelas (puesto que, naturalmente, he sido corrompido demasiado joven para haber conocido una crisis en la época en que comienza a asomar el vientre), pero se sale de ella de una manera diferente al suicidio.
No me he tomado muchas cosas en serio; cuando era niño, sacaba la lengua a las indigentes que en la calle abordaban a mi madre para pedirle limosna y pellizcaba a escondidas a sus chiquillos, que morían de frío; cuando mi buen padre, moribundo, quiso confiarme sus últimos deseos y me llamó junto a su lecho, me aferré a la sirvienta cantando: A tus padres hay que tirar, / Verás como nos vamos a amar… Cada vez que he podido traicionar la confianza de un amigo, no he perdido la oportunidad de hacerlo. Pero el mérito es escaso cuando se trata de burlarse de la bondad, de ridiculizar la caridad, y el más seguro elemento de hilaridad consiste en privar a la gente de su pequeña vida, sin motivos, para reír. Ellos, los niños, no se engañan y saben degustar todo el placer que hay en desatar el pánico en un hormiguero o en aplastar dos moscas sorprendidas mientras fornican. Durante la guerra lancé una granada dentro de un refugio donde dos camaradas se preparaban, antes de salir de permiso. ¡Qué estallido de risa al ver la cara de mi amante, que esperaba recibir una caricia, cuando la golpeé con mi puño americano y su cuerpo se abatió unos pasos más allá; y qué espectáculo ver a aquella gente que luchaba por salir del Gaumont-Palace, después de que le prendiera fuego! Esta noche no tenéis nada que temer, tengo la fantasía de permanecer serio. No hay, evidentemente, ni una palabra cierta en esta historia, y soy el chico más bueno de París, pero me he complacido a menudo imaginándome que he cumplido o que voy a cumplir honorables hazañas, que no son tampoco del todo mentira. ¡De todas maneras, me he burlado de bastantes cosas! Únicamente no he conseguido burlarme de una cosa en el mundo: del placer. Si todavía fuera capaz de sentir vergüenza o amor propio, podríais pensar que nunca me permitiría hacer una confidencia tan penosa. Otro día os explicaré por qué no miento jamás: no hay nada que esconder a los criados. Volvamos mejor al placer, que bien se encarga de atraparos y de arrastraros, con dos pequeñas notas de música, la idea de la piel y de algunas más. Hasta que no haya superado el gusto al placer, seguiré siendo sensible al vértigo del suicidio, lo sé muy bien.
La primera vez que me maté, fue para molestar a mi amante. Aquella virtuosa criatura se negó bruscamente a acostarse conmigo, cediendo a los remordimientos, decía ella, de engañar a su amante y jefe. No sé con certeza si la amaba, supongo que quince días de alejamiento habrían disminuido singularmente la necesidad que tenía de ella; su rechazo me exasperó. ¿Cómo herirla? ¿He dicho ya que ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para molestar a mi amante. Que se me perdone ese suicidio por consideración a mi extrema juventud en la época de dicha aventura.
La segunda vez que me maté fue por pereza. Pobre, al sentir por cualquier trabajo un horror anticipado, me maté un día, sin convicciones, tal como había vivido. Que...

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  1. Agencia general del suicidio
  2. Selección de textos de Jacques Rigaut
  3. Otros textos