Por qué pensar si no es obligatorio
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Por qué pensar si no es obligatorio

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Por qué pensar si no es obligatorio

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Disentir sin herir es cada vez más difícil, y más valioso, tanto en las personas como en las ideologías. Hay quienes no soportan una oposición a su punto de vista, y hacen uso de su poder siguiendo el proceder del pensamiento único: quien se mueva, no sale en la foto. A quienes se atreven a pensar y a cuestionar el statu quo pronto se les cuelga el cartel de homófobo, fascista o intransigente. Buscar la verdad es inconcebible: se construye o se inventa, pero no existe.¿Es obligatorio pensar, si a veces solo trae problemas? "Pensar" requiere saber qué han dicho los demás, qué errores han cometido y qué verdades han alcanzado. "Pensar" requiere estudiar. El autor ofrece en este libro una valiosa introducción al pensamiento filosófico.

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Información

Año
2014
ISBN
9788432144479
Categoría
Letteratura
Categoría
Saggi letterari

TERCERA PARTE
LA PERSONA

VI. LA VIDA

1. EL ALMA COMO ACTO

Más aún que el mundo físico, el ser vivo es un ser natural, si por naturaleza se entiende un principio intrínseco de operaciones. La vida se manifiesta en el automovimiento, no porque algunos seres vivos anden, sino porque todos realizan operaciones inmanentes.
Las operaciones inmanentes son distintas de las transitivas. En estas el «producto» o efecto de la acción es distinto de su causa: un obrero construye una casa, y la casa, por descontado, es distinta del obrero. En las inmanentes, en cambio, el efecto consiste en la perfección del propio agente. El ejemplo más claro es el conocimiento: se dice que para las cosas ser conocidas es una denominación extrínseca, es decir, que no les afecta; por más que miremos una piedra, no la gastamos, ni la movemos. Pero quien conoce gana algo, se enriquece, aprende. Y vivir es eso: crecer, perfeccionarse uno mismo y contribuir al bien de los demás.
Clásicamente se distinguen tres grados de vida: 1) la vida vegetativa, propia de las plantas; 2) la vida sensitiva, propia de los animales; y 3) la vida intelectiva, propia del hombre y de Dios. Los vegetales realizan tres operaciones inmanentes: la nutrición, el crecimiento y la reproducción. Los animales, además de las anteriores, tienen conocimiento y apetitos sensibles. Nutrirse no es como poner ladrillos: el alimento se asimila: el ser vivo lo hace suyo, tan suyo que pasa a ser parte de su ser. El crecimiento es aún más asombroso: los seres vivos se autoperfeccionan, desarrollan sus capacidades, sus miembros, sus facultades: maduran. La reproducción es también una acción inmanente; es cierto que se genera «otro» ser vivo, pero porque ha sido engendrado, porque ha habido otros seres vivos que han sido capaces de producir un efecto prodigioso: una naturaleza idéntica a la suya; en la reproducción es la especie biológica la que se enriquece, la que crece.
Las operaciones inmanentes manifiestan que el ser vivo no es pura exterioridad, que posee una cierta interioridad: que, en cierto modo, vive para sí. Por eso su unidad, su existencia separada y su persistencia es mayor que la de los elementos físicos. Hay algo en ellos que les permite actuar en beneficio propio. A ese principio es al que Aristóteles, y luego una larga tradición, llamó alma, nombre que deriva de «soplo», aliento, aire. Los seres vivos no son como las piedras que, si las partimos en trozos, dan lugar a otras piedras más pequeñas pero iguales a la primera; el viviente es unitario, de modo que si lo partimos, seguramente muere, deja de vivir. Además, sus partes no son homogéneas porque un brazo no es una pierna, y una pierna no es una nariz, o una oreja, etc. Es decir, son seres «orgánicos», compuestos de órganos, término que significa «instrumento», porque cada uno de ellos desempeña una función distinta, si bien todos actúan unificados para el bien del viviente. La unidad no solo no se opone a la diversidad del organismo, sino que la requiere.
Pero hay más: para el viviente vivir es ser. La vida no es un añadido, ni una propiedad de determinados cuerpos que pueda darse o no darse. La vida es su ser. Si ser es acto, actividad, aquí tenemos una actividad interna que no proviene de fuera ni se puede dejar de ejercer: si se deja de vivir, se deja de ser, sobreviene la muerte: aquello ya no es lo que era. De ahí que Aristóteles definiera el alma como el acto primero de un cuerpo natural orgánico. Aunque el ser vivo esté compuesto de los mismos elementos que lo físico (si lo analiza un químico solo encontrará elementos de la tabla periódica), su ser es distinto: su cuerpo está animado, sus partes son órganos que actúan como instrumentos a favor del todo: el brazo, la nariz, los ojos, el corazón, etc., no son un aglomerado sino una unidad; cada parte por separado no sirve de nada; todas han de actuar de un modo coordinado, cada una cumple una función, y todas son necesarias. Todas son un solo ser.
Es importante notar que la vida tienen que ver con el ser, y que el ser es el objeto de la metafísica, no de las ciencias experimentales.

2. EL ALMA COMO ESENCIA

Santo Tomás de Aquino dio un paso más. Aristóteles no conoció la creación de la nada, por eso pensó que el mundo tenía que ser eterno y que el alma, no solo la humana sino también la de las plantas y la de los animales, tenía que ser el acto primero que las hacía ser.
¿Qué es crear de la nada? Crear es dar el ser. Pero no dárselo a algo o a alguien preexistente, sino darlo íntegramente, sin que haya un «sujeto» que lo reciba. El alma, con sus facultades, forma parte de la esencia humana, del modo de ser propio del hombre que, al permitirle actuar de un modo determinado, constituye también su naturaleza propia y puede perfeccionarse; de hecho podemos adquirir conocimientos, ciencia, y además hábitos o virtudes, y también vicios.
Hay en el hombre una instancia más profunda, una «intimidad» (el viviente), que constituye su ser, libre, cuya manifestación es su vida: su alma y su cuerpo, que se manifiesta por sus operaciones, que realiza gracias a las facultades superiores —inteligencia y voluntad—, mediante las cuales puede relacionarse con las demás personas y co-existir con ellas: por ejemplo, amarlas, formar una familia, trabajar en común, vivir en sociedad, etc. Ninguna de estas cosas pueden realizarlas los animales, pues no es lo mismo ser social que ser gregario, o formar una colmena o un hormiguero.

3. EL ALMA Y LA TEORÍA HILEMÓRFICA

En la doctrina aristotélica los cuerpos estaban compuestos de materia y forma, o mejor, de causa material y causa formal. Además, existían otras dos causas, que podían ser extrínsecas o intrínsecas: la causa eficiente y la causa final. La causa final es la causa de la causalidad de la causa eficiente, que es la que, al actuar, da forma a la materia.
En el caso de los seres vivos, el alma es la causa formal del viviente, pero es al mismo tiempo su causa eficiente y su causa final, puesto que el ser vivo posee automovimiento y finalidad propia. El alma determina la naturaleza, el modo de obrar del ser vivo.
Ahora podemos concluir, pues, que el alma, en cualquier ser vivo, es el principio de su unidad y de su naturaleza (de sus operaciones). En el caso del hombre, sin embargo, no es así. Como mediante sus facultades —inteligencia y voluntad— ejerce operaciones independientemente de todo órgano corporal (la inteligencia no es como la vista, que radica en el ojo; el cerebro no es el órgano de la inteligencia aunque sea imprescindible porque la inteligencia conoce a partir de las imágenes de la imaginación, de los recuerdos de la memoria y de las intenciones de la estimativa), debe decirse que es inmaterial y, por tanto inmortal, es decir, que el alma humana no la hemos recibido por generación junto con el cuerpo, sino que ha sido creada por Dios en el momento de la generación.
Los padres engendran un cuerpo vivo, un cuerpo perteneciente a una especie biológica llamada homo sapiens sapiens; el cuerpo engendrado no es un cuerpo inerte, algo así como una piedra, sino un cuerpo vivo. Pero si el alma humana es espiritual, es decir, si es creada directamente por Dios, entonces hay que decir que Dios interviene en la generación de cada ser humano: crea una persona humana a la que se añade la vida biológica engendrada por los padres. En este sentido —sentido auténtico— es en el que se dice que los padres son cooperadores de Dios en la creación, pues aportan el organismo —vivo— del nuevo ser humano. La persona es espiritual pero su expresión es corporal, y sin ella el hombre no sería hombre.
El cuerpo humano no es un añadido sino que forma parte de la esencia del hombre, hasta el punto de que la muerte del cuerpo es la muerte del hombre, aunque el alma espiritual no muera por ser inmortal. Por eso, decir, como a veces se oye, «mi cuerpo es mío y hago con él lo que me da la gana», es un grave error. Mi cuerpo no es mío sino que yo soy también mi cuerpo, aunque no me reduzca al cuerpo. El respeto al propio cuerpo es, por eso, una grave obligación moral.
Dios ha unido la existencia humana a la generación. De ahí la grave responsabilidad de los padres y la grandeza del matrimonio. Y como el hombre es persona, la paternidad humana no acaba con la generación sino que exige la educación de los hijos. Solo en el caso del ser humano la paternidad y la maternidad no acaban nunca; y lo mismo cabe decir de la filiación. En los animales no es así: una vez que la cría ha madurado, se independiza totalmente de sus progenitores. En el caso del ser humano, los padres son padres mientras viven, y el hijo es siempre hijo; también cuando ha formado ya su propio hogar, sigue teniendo obligaciones morales respecto de sus padres.

4. LA DESAPARICIÓN DE LA IDEA DE ALMA. EL CIENTIFICISMO

¿Qué pasó con los seres vivos en el nacimiento de la ciencia experimental moderna en el siglo XVII? Por raro que parezca, no tenían cabida. Aceptar que hay «cuerpos» que poseen automovimiento, que tienen una cierta intimidad, que actúan para sí mismos, que se relacionan con los demás persiguiendo ciertos fines, etc., no «encajaba» en una explicación meramente física, mecanicista. La física puede explicar mecanismos, engranajes, poleas o palancas, pero ninguna máquina se mueve a sí misma. Por eso fueron concebidos como máquinas muy complejas no inventadas por el hombre sino por Dios. Esta fue la posición de Descartes y, en general, de los filósofos racionalistas y empiristas.
Todavía Kant, a finales del siglo XVIII, admitía que sin la idea de finalidad era imposible explicar la vida. Pero advertía que la finalidad es una mera idea de la razón, un modo de ordenar nuestras impresiones, puramente subjetivo, del que hemos de echar mano cuando las explicaciones mecanicistas son insuficientes. En realidad, venía a decir, no sabemos qué es un ser vivo.
Más adelante, cuando se desarrolló la biología, los seres vivos se interpretaron como cuerpos físicos muy sofisticados cuyo estudio corresponde, en último término, a la física y a la química: determinadas sustancias, cuando entran en composición, forman células, las células dan lugar a tejidos, los tejidos se organizan en aparatos, y todos los aparatos dan lugar al organismo. Efectivamente, si «analizamos» un ser vivo no encontraremos, en último término, más que elementos de la tabla periódica. La materia, cuando se organiza, adquiere nuevas propiedades, y cuando llega a un grado de organización muy complejo, da origen a la vida.
En la filosofía moderna, que comienza con Descartes, la diferencia no se estableció entre el hombre y los animales, pues estos fueron concebidos como máquinas. Por eso se estableció una distinción radical entre lo propiamente humano —el pensamiento— y el cuerpo. El hombre, para este filósofo, es una res cogitans, «una sustancia cuya esencia o naturaleza consiste en pensar, y que no necesita para ser de cuerpo ni de lugar alguno material»; el cuerpo sigue siendo una máquina que, no se sabe bien cómo ni por qué, es dirigida por el alma, en la que, a su vez, influye.
Ante tantas dificultades hubo quienes identificaron al hombre con una máquina más, y, posteriormente, quienes lo concibieron como un grado más en la evolución de la materia.
Estas posturas tan radicales son, en el fondo y en contra de lo que parece a primera vista, posturas metafísicas: no solo no la niegan sino que se fundamentan en ella.
La ciencia nos permite conocer cómo son las cosas, pero para ello da por supuesto que existen. La existencia, el ser, no es su tema. Tampoco se ocupa del sentido de la realidad. Pero el científico, que es persona, no puede dejar de hacerlo, pues de lo contrario no podría hacer ciencia. Un biólogo o un médico pueden trabajar con el cuerpo humano como si se tratara del cuerpo de un mamífero superior —hasta ahí es donde llegan sus conocimientos científicos—, pero si como personas aceptan que el hombre no es más que eso, no solo están cometiendo un reduccionismo, sino también una contradicción: ningún animal conoce qué son las cosas, y ello...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Prólogo
  4. Primera parte. El hombre como ser cognoscente
  5. Segunda parte. Las tendencias y la voluntad
  6. Tercera parte. La persona
  7. Créditos