A puro pulso 1
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A puro pulso 1

  1. 264 páginas
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A puro pulso 1

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Mucho se habla de las riquezas alcanzadas por personas de dudosa reputación y muy poco de las nobles fortunas, fruto de la constancia y el trabajo honrado de gente hecha "a puro pulso". Colombianos que mediante grandes esfuerzos han creado empresas legales que pagan impuestos, generan empleo, prestan servicios a la comunidad y enriquecen el nombre de nuestro país. Ellos constituyen un ejemplo digno de seguir y una esperanza para quienes se encuentran en el arduo camino hacia la fortuna.Este libro recoge los testimonios de nueve personajes que protagonizan historias de pobreza, lucha, tenacidad, astucia… y éxito. Despacio y con buena letra, arrancaron de cero y poco a poco consiguieron sus propios pesos hasta llegar a la cumbre. Todos están vivos y dan fe de su desarrollo laboral. Nos cuentan en un lenguaje coloquial sus secretos, los mecanismos que utilizaron para capitalizarse, las vicisitudes que debieron sortear, los golpes que tuvieron que recibir hasta llegar al punto donde están.De la lectura de A puro pulso quedan varias enseñanzas de tipo pragmático: se puede ganar dinero a punta de trabajo honrado; nunca hay que desfallecer; siempre hay una oportunidad a la vuelta de la esquina; los sueños son realizables; nada resulta por arte de magia; todo negocio es bueno, y… la malicia indígena funciona.

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Información

Año
1999
ISBN
9789587573428
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GUMERCINDO GÓMEZ CARO

Siete meses antes de nacer, su padre fue asesinado. Su mamá, analfabeta y pobre, tuvo que ver por él. Sin embargo, desde muy niño se puso a trabajar. Fue ayudante de panadería, carpintería, tapicería, aprendió a hacer colchones y desarrolló esta profesión hasta crear Colchones Eldorado, actualmente líder en su campo a nivel nacional.
ANTES DE MORIR, ALCANZÓ A ELIMINAR A UNO DE LOS AGRESORES QUE ESTABAN ESCONDIDOS tras una mata de calabaza. Lo mataron a traición y la bala le entró por la espalda al corazón, como en el corrido de Lucio Vásquez. Eran las ocho de la noche del 19 de marzo de 1936, tenía 33 años y, para evitar confrontaciones con los liberales, tuvo que ser sepultado cuatro horas más tarde, de afán, entre una procesión de adeptos con antorchas, en Ramiriquí, población de conservadores a seis kilómetros de Ciénega, donde fue asesinado.
Ahí nacieron a comienzos de siglo Gumercindo Gómez Guerra, hombre que pasaba por culto y elegante entre la rural comunidad, respetado porque se codeaba con los notables, y Concepción Caro Vargas, joven, bella dentro de la idiosincrasia local, campesina, humilde, buena esposa, madre, cocinera, costurera, ordeñadora, lavandera, planchadora, ama de casa, católica y de buenas costumbres.
La familia de Gumercindo Gómez Guerra estaba dividida en dos facciones: liberales y conservadores. Una noche se puso él, conservador, a discutir con un tío liberal, en medio de la espumeante y brava chicha, a forcejear verbalmente acerca de cuál era mejor partido y quiénes mejores gobernantes. A alguno se le salió un madrazo hacia el líder del otro y el reto a transarse a trompadas fue inmediato.
En esos tiempos, cuando en Boyacá se empezaba a puños se terminaba a bala o a machete y no propiamente los rivales iniciales, sino también los hinchas de uno y otro bando. En medio de la confusión alguien mató al tío y acusaron a Gumercindo, que había empezado la bronca. La opción era huir si no quería que los amigos del muerto le aplicaran la ley del talión. Un piquete de doce policías se puso tras las huellas del fugitivo, pero el joven Gumercindo estaba en la ventana de la casa de Concepción, pidiéndole que se fuera con él.
Escaparon al monte y durante semanas anduvieron de un lado a otro. Así, el muchacho no tuvo otra alternativa que formar una célula guerrillera o de “chusmeros”, como les decían entonces, y la joven era protegida por amigos. Un día alguien le propuso al novel alzado que asaltaran la Casa Municipal, tomaran policías de rehenes, armas y municiones y fortalecieran el grupo. Le pareció buena idea, pero cuando llegó a Ciénega, fue recibido a bala. El consejero era un infiltrado. Lo había vendido por 50.000 pesos, bonito capital para esos días.
Cuando recibió el disparo por la espalda, Gumercindo Gómez Guerra debió pensar en el futuro Gumercindo Gómez Caro, con apenas dos meses en el vientre de su madre, Concepción, quien debió pasar las duras, porque también la querían matar “para que no quedara recuerdo de ese hijueputa”, según hicieron saber en público. No la mataron, la tuvieron detenida, embarazada, durante ocho semanas. Los carceleros no notaron su estado. A instancias del obispo de Tunja, fue dejada en libertad y Gumercindo, el postumo, nació el lo. de octubre de 1936.
¿Pero acaso se le puede llamar libertad a quedar abandonada a una suerte incierta, con el estómago vacío y lleno de amor por la criatura, con sed, sin un centavo, mirada como extraña y sin saber qué hacer? Era analfabeta. Las propiedades de su marido fueron dilapidadas por el papá de él, poco a poco, mientras Gumercindo Gómez Caro y su mamá luchaban para no caer de inanición.
Cuando el abuelo estaba viejo y a punto de entregar cuentas a Dios, su conciencia le indujo a llamar a Concha y al niño Gumercindo, ya de siete abriles, y les dijo que no se sentía espiritualmente bien, les contó la verdad de su injusticia y les dijo que quedaba un lote en el pueblo, que consiguieran para las escrituras y los dejaba de siervos con tierra. Hoy don Gumercindo dice: “¡Mi querido abuelito! No le tengo ningún rencor por haberse gastado la plata. Por orgullo le contesté que recibíamos el lote pagando él las escrituras y todo, o no recibíamos nada. Dijo que no tenía dinero y así quedó el asunto”.
Acababan de perder la oportunidad de sus vidas. Pero aprendieron a luchar tranquilos. “Ahí desperté al mundo, al lado de mi viejita ignorante, que le tocaba bandearse la vida en el campo. Conseguía finquitas, criaba gallinas, vendía huevos, se la pasaba de Ciénega a Ramiriquí y las veredas de los alrededores haciendo pequeños negocios y cositas, ¡mi pobre madre!, los dos solos. Así empezó mi vida, que fue supremamente hermosa. Viví esos años de juventud entreel aire puro, el amanecer limpio, rodeado de naturaleza fragante y frondosa, con buena comida, nutritiva, variada, y con los años tuve el afecto de tres tíos que eran como potentados locales, quienes me empezaron a proteger y querer mucho”.
Sí, y también era un vago. Contemplativo. No tenía inconveniente en treparse a un árbol a hartarse de cerezas, desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, cuando Concha, desesperada, lo hacía bajar a pedradas. “Cuando bajaba, estaba como señora con barriga de siete meses”. Y llevaba una talegadita de cerezas, para más tarde. Así eran sus exageraciones. Otro de sus vicios era atragantarse con panela, que consumía a diario, o caña de maíz.
Lo mandaron a estudiar a la escuela y tuvo por lo menos que cumplir horarios y atender la autoridad de la maestra. Ahí se manifestó su primera habilidad: en menos de seis meses aprendió a leer y escribir, no de corrido ni con buena ortografía, pero eso era motivo de admiración. Menos para él. Le pareció normal. Tanto, como que fue su primer negocio.
Casi todos eran analfabetos y cuando a alguien le llegaba una carta, tenía que ir al pueblo a que un letrado se la leyera y le cobrara; como el paciente tenía que responder, por escribírsela debía pagar otra tarifa. Pero Gumercindito ya sabía leer y un tío le pidió ese servicio, que cumplió a trancas. A los quince días otro tío lo requirió para lo mismo. Cuando fue invitado de nuevo por el primero, le preguntó al niño qué le habían escrito al otro tío.
En ese punto, a sus escasos ocho años de edad, dio otra manifestación de su personalidad: “A mí no me van a coger de correveidile ni de lleva y trae. Vamos a hacer un trato, yo no les digo a ellos nada de sus cartas, tampoco a ustedes de las de ellos, pero en cambio si quieren seguir contando con mi persona, deben de a cinco centavos por leída y escribida”.
“¡ Ah, muy bonito, conque nos salió negociante y ahora nos viene achantajear... Bueno, será darle los cinco al señor, porque qué podemos hacer!”, le dijeron.
“Con eso me alcanzaba para una panela, que costaba tres centavos, y me sobraba plata. Era 1944”.
Ese era su mínimo mundo, para él enorme y hermoso, donde el tiempo le alcanzaba para maldades inocentes, especialmente con su mamá. Le encantaba asustarla, esconderse en el camino y saltar repentinamente a su lado como un espanto. Es obvio que la pobre Concepción debía asustarse mucho, con mayor razón por los antecedentes del asesinato de su esposo. “No sé por qué lo hacía. Me parecía que eso era una fiesta”.
Tenía nueve años de edad y aún andaba descalzo. Las plantas de sus pies se habían acostumbrado a sentir las piedritas, los metales, los vidrios que a cualquier otro herirían y que a él no le hacían daño alguno. Por consiguiente sus pies eran anchos, los dedos se regaban con amplitud y ese estatus le daba aire de rebelde por libre. Nada de complejos. “Mi mamá no tenía para comprarme un par de alpargatas. Los que las usaban eran vistos como acomodados. Yo nací en 1936, o sea que le estoy hablando de 1945”.
En la escuela pública estudió durante dos años más, hasta cuando tomó la determinación de abandonarlo todo y largarse al carajo. Ya creía en el destino de las personas y hacía la vista gorda a las insinuaciones de que debía aprender a ser buen campesino. Le habían fijado como obligación aprender a manejar el azadón, como fuera, porque ese era el futuro que le estaban preparando. Su mamá y sus tíos ya soñaban con el próximo terrateniente de la familia, agricultor, ganadero y potencial cacique local.
“Yo nunca voy a ser campesino”, ripostaba. Una vez hubo una “pionada” —cuando hay cosecha y se reúnen quince o veinte jornaleros— donde un pariente y la costumbre era hacer un surco entre todos, para demostrar quién era el mejor. “Le dije a alguien que me prestara un azadón y me coloqué de último al lado del más experto. Arranqué con decisión, fuerza y velocidad y saqué un surco, los encerré a todos, gané la competencia. Terminé con la lengua afuera, sudando, satisfecho porque evidencié que podía ser buen campesino, pero no quería serlo. “ ¡ Esto es para demostrarles que soy un verraco, pero para el trabajo; no voy a ser campesino!”
Gumercindo explica que esa actitud responde a una fuerza interior que aún no ha logrado desentrañar. No sabe de dónde sacaba eso, lo achaca tal vez al espíritu de su padre, un guerrero valiente que se hizo matar pendejamente por su causa. Gumercindo tenía una hermana cinco años mayor, campesina pacífica que murió en 1985, a los 55 de edad, que salió con el temperamento de su madre. Él también es pacífico, pero de sangre caliente, herencia de su padre, sin duda.
Cómo diablos podía pensar así un huérfano de padre, que ni siquiera lo pudo conocer ni ser retratado a su lado, y con una mamá analfabeta y hacendosa, es cosa rara. En esa época, en Ciénega, no había luz eléctrica, carecían de acueducto, las carreteras de penetración escaseaban, la economía era primitiva, los pocos vecinos del casco urbano y de las veredas adscritas a su territorio no llegaban a 1.500, su base económica era la siembra de papa, maíz, arveja, haba, chuguas (o rabas) y de vez en cuando a alguien se le ocurría sembrar lenteja o garbanzo.
En cuanto a ganadería, quien entonces tuviera dos o tres vacas para el autoconsumo de leche diaria, podía sentirse bien. Dentro de esas condiciones, el impúber Gumercindo y su mamá no tenían ni una sola res y los cultivos eran incipientes, mal cuidados y no había plata para fumigar y echar abonos que protegieran y aumentaran la producción. Estaba en segundo de primaria, como ya dijimos, cuando tomó la repentina decisión de escapar a Tunja, que aunque estaba a 31 kilómetros, se necesitaba un día de viaje a pie.
Una sola vez había estado en esa ciudad, instalada groseramente sobre dunas ariscas y violentas, donde las iglesias guardan tesoros incalculables, los viejos visten vestido de paño negro con chaleco, sombrero y ruana encima, por sus doce grados centígrados en promedio y bajo unos soles picantes y desapacibles. Las mujeres llevan faldas largas, casi todo el mundo se conoce y saluda, los políticos se reúnen en la Plaza de Bolívar y los campesinos se echan la bendición a la hora del ángelus, son devotos de la Virgen de Chiquinquirá y de la Virgen del Carmen, y van a misa todos los domingos. Lo mejor para un boyacense es ser empleado del gobierno departamental, en lo que sea. Ser miembro de la burocracia local le da importancia, así se quede ahí toda la vida y después pase una vejez apretada por depender de una pensión miserable.
Esa vez una tíale dijo que la acompañara a Tunja, a pie, porque no tenía para los pasajes. Él aceptó, porque acababa de cumpl ir diez años y por primera vez había calzado alpargatas, acontecimiento que lo tenía hinchado de orgullo. Fue tremenda la “patoneada”. Cuando llegaron se sintió feliz pensando en la cama caliente que lo esperaba. Pero no hubo tal. Su tía perdió la dirección de la casa donde debían ir a cobrar una plata que le debían y tuvieron que dormir bajo las matas de un jardín, a dos grados bajo cero de temperatura, sin papel periódico con qué cubrirse y sin comer. La madrugada fue lo más infeliz posible, bajo el rocío matutino de una ciudad fría y expectante.
Sin desayunar y tras caminar en círculo, como los perdidos, por pura casualidad encontraron al deudor, quien amablemente se aprestó a cancelar la deuda. Comieron algo y la tía le dijo: “Gumercindito, vámonos pa’Ciénega a pata, como vinimos”. El niñito podría ser pobre, feo y terco, pero no bobo. “De aquí, tía, no doy un paso. Usted me tiene que degolver en bus; ¡de aquí no me muevo!” La tía respondió: “Yo le advertí, mijo, que no podía pagar pasaje. Ándele mejor, no vaya y se nos haiga tarde”.
No se movió de su sitio y menos por súplicas insensatas. La tía se fue y él se quedó ahí, sin saber qué hacer, pero sin miedo. Era la primera vez que se veía solo, muy lejos de su familia y de su tierra. Entonces se incorporó lentamente, con seguridad, se dio una vuelta por el centro, vio vitrinas, vio a la gente de la capital, que camina rápido y aparentemente no tiene nada que hacer. Cuando se agotó se fue a la casa del señor que le pagó la deuda a la tía. Le dijo mirándolo directamente a los ojos que su tía no lo había querido llevar en bus hasta Ciénega y que él no estaba para “patonear” como idiota, que porqué no le hacía el favor de regalarle los quince centavos del transporte, que algún día le pagaría si podía y que muchas gracias, ñor. El tipo estalló en risa, porque le gustaba que la gente no fuera sosa ni se dejara de los demás. No sólo le regaló lo que le pedía, sin beneficio de devolución, sino que además le dio agua de panela y mogolla, y lo despidió con un golpecito en la espalda: “¡Así me gusta, mijo, que no sea pendejo; usted me gusta porque es despierto!”
Llegó a casa envalentonado. Ya no era un niño, era un señor capaz de bandearse solo y nada menos que en Tunja, donde lo habían dejado tirado y ahí estaba, con sus alpargatas de viajero insomne y la experiencia de haber dormido con hambre a la imtemperie y sobrevivido a tamaño avatar. Decidió entonces que no regresaría a la escuela.
Pero había una ley que obligaba a los niños a asistir a la escuela para que estudiaran hasta el quinto de primaria, mínimo. Alguien delató a Gumercindo, el intrépido, y fue capturado por dos policías, quienes lo llevaron preso a la Alcaldía. Qué espectáculo digno de orgullo e importancia. Él, el hijo de la analfabeta y el guerrillero dado de baja, escoltado por dos policías con bolillo y todo, llevado nada menos que a la Alcaldía, ¡ qué día!
De nuevo demostró su rebeldía innata. Se Ies plantó a las autoridades, se empinó para verse más alto, puso la voz gruesa, habló tan duro como le fue posible y espetó: “Dije que no iba a estudiar y no voy a hacerlo, por Dios santísimo. Si yo digo una cosa, la cumplo, ¡palabra de Gumercindo Gómez Caro!” Los policías se echaron a reír divertidos con el mocoso. Como era menor de edad no lo podían meter al calabozo ni bañarlo con agua fría ni calentarlo con un par de pataditas por alevoso, de manera que lo dejaron ir, para desconsuelo de su mamá Concepción, quien había acudido en secreto a las autoridades para obligar a su hijo a continuar estudiando.
Quería tener plata propia, trabajar. “No sé bien qué era lo que quería, pero quería hacer algo”. Arrancó por segunda vez para Tunja, en bus, llegó a la casa de otra tía cuyo esposo tenía un negocio de ornamentación, hacía picas, azadones y similares, que vendía los viernes en la plaza de mercado. Lo acogieron con ternura. El niño Gumer le dijo al tío político que él quería aprender a hacer esas herramientas. Le contestó que empezara de una vez y lo autorizó para que tomara hierro, lo pusiera al rojo vi vo y con un macho —especie de martillo grande y pesado— forjara lo que se le diera la gana, fuera a la plaza de mercado, vendiera lo que hubiera hecho y se quedara con la plata.
Casi se le aguan los ojos de emoción. Eso significaba independencia y su primer paso hacia lo que quiso siempre hacer desde que tenía uso de razón: meterse al mundo de los negocios. Tendría que esperar un poco más. Porque Gumercindo, de 11 años, hacía una que otra pica, algún azadón, iba, los vendía y guardaba la plata en lugar seguro. Sin embargo, previo la necesidad de estudiar algo más y pensó en la posibilidad de entrar al colegio José Joaquín Ortiz, de los jesuítas, a donde iba a prepararse la clase emergente de Bogotá y de otras ciudades. Gozaba de prestigio. De allá salían los futuros políticos, profesores universitarios, sacerdotes, abogados, médicos.
Con gran habilidad comenzó a hacerse notar de un cura de ese plantel, hasta que entró interno a estudiar de noche y pagaba con trabajo ahí mismo durante el día. La mayoría de muchachos llevaban su refrigerio o lo compraban en la cooperativa. Por su parte, los internos disponían de comestibles. Pero Gumercindo no tenía un centavo, pues no le pagaban en dinero sino que le daban hospedaje, comida y estudio. Él se rebuscaba para comprar los útiles, pero el frío y el hambre lo acosaban.
Y como era hiperactivo, observador y recursivo, se las ingeniaba para poder comer más. No tardó en reparar que el muchacho que arreglaba la cocina podría ser un aliado y se hizo amigo de él y del prefecto, a quien le propuso lavar los platos y limpiar el piso de la cocina, a cambio de que lo dejara comer los sobrados de los curas. Apetitosas alas de pollo, uno que otro ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLA
  3. DEL AUTOR
  4. MARÍA DE CHÁVEZ
  5. GUMERCINDO GÓMEZ CARO
  6. JOSÉ EDUARDO HERNÁNDEZ
  7. ADALBERTO CARVAJAL
  8. MANUEL ANTONIO ALZATE O.
  9. JESÚS GUERRERO HERNÁNDEZ
  10. ERNESTO MEJÍA AMAYA
  11. CARLOS JULIO VARGAS M.
  12. HUGO Y JOSÉ SÁENZ HURTADO
  13. CRÉDITOS
  14. BIOGRAFIA