Seis testimonios
“El Concilio visto por una juniora y su entorno”
El periodo de “recepción conciliar” al que voy a referirme abarca aproximadamente desde 1962 a 1970 y mi intento es el de permitir que afloren a mi memoria recuerdos sobre los primeros cambios que trajo a mi vida de joven religiosa (de ahí lo de “juniora”) del Sagrado Corazón.
Pocos meses después de mi entrada en el noviciado en 1958, nos convocaron a toda la casa (una comunidad de 50 profesas, 40 junioras, 60 novicias y 25 postulantes) a una reunión solemne en la que la superiora provincial (entonces se llamaba vicaria) anunciaba que el papa Juan XXIII había convocado un Concilio ecuménico. No recuerdo una especial conmoción ante la noticia, totalmente ajena como estaba en aquel momento a la trascendencia de la convocatoria. Los únicos concilios de los que había oído hablar eran el de Trento y el Vaticano I y desconocía las consecuencias que podía tener que la convocatoria de otro.
En mi entorno conventual todo estaba disciplinadamente ordenado y regido por costumbres incuestionables que pronto pasaron a ser cuestionadas. Al entrar en el noviciado yo me había hecho a la idea de que “un convento es así” y, puesto que me sentía llamada a ese género de vida, no se me ocurría discutir.
Rezar en alto por el Concilio que se avecinaba se convirtió en una costumbre y como no teníamos tele ni radio, las noticias de la apertura y de las primeras sesiones nos las comunicaba la maestra de novicias en los tiempos de recreo. Nos alegró mucho saber que nuestra Superiora general de entonces, la francesa Sabine de Valon, presidenta de la Unión de Superioras mayores, había sido elegida como auditora y asistía a las sesiones conciliares.
Empezaron los cambios. Al modo de hacerlos podría aplicárseles una sentencia inspirada en la de Jesús a Pedro: “Estos cambios no podéis entenderlos ahora, los entenderéis después”. Y es que casi nunca nos explicaban el porqué de cada uno de ellos, pero como en mi entorno éramos jóvenes y lo que cambiaba iba en una dirección que nos gustaba, tampoco preguntábamos los porqués. Afortunadamente, porque no creo que quienes los iban estableciendo tenían capacidad en aquel momento de contestar a nuestras preguntas: las primeras perplejas eran ellas y aquellos cambios estaban afectando a dimensiones de la vida religiosa que hasta ese momento se consideraban inmutables.
Por poner un ejemplo: cuando una novicia “díscola” cuestionó en alto alguna de las costumbres que le parecían desfasadas, la respuesta de la maestra de novicias fue: “Hermana, aquí no necesitamos reformas. Si las quiere, sálgase y funde otra Congregación”. Se salió poco después, claro, pero no para fundar. Y es que aquel grupo de 60 mujeres entre 18 y 25 años empezábamos a ser un hervidero de agitación y deseos de cambio. Sólo más tarde supimos que la Gaudium et Spes “nos daba la razón” cuando reconocía: “El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a decisión las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre los jóvenes cuya impaciencia les lleva a rebelarse” (GS 7). Y que “las instituciones, leyes, maneras de pensar y sentir heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de las cosas. De ahí una grave perturbación en los comportamientos” (GS 7). Y esa “perturbación” estaba ya latiendo en nuestro interior y comenzaba a asomarse hacia fuera.
El primer “respiradero” para los deseos de cambio vino con la liturgia: el castellano reemplazaba al latín y el cura ya no celebraba de espaldas sino de frente a la asamblea. Los domingos ya no rezábamos el rosario ni leíamos durante la segunda misa a la asistíamos, sino que había que estar atentas, seguir los movimientos de levantarse y sentarse y escuchar la homilía. No nos dijeron que se debía a que la Sacrosantum Concilium permitía “la traducción del texto latino a la lengua vernácula” (SC 36) y animaba a que “los ejercicios piadosos se organizaran teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que fueran de acuerdo con la sagrada liturgia” (SC 13).
¡Nos dieron la Biblia! Antes solo teníamos Los tres libros del cristiano, encuadernados en un solo tomo: el Nuevo Testamento, los Salmos y el Kempis. Poder leer por primera vez el Antiguo Testamento fue para mí un banquete. Y todo gracias a que la Perfectae Charitatis recomendaba: “Tengan diariamente en las manos la Sagrada Escritura” (PC 6). Un anécdota divertida: una hermana la pidió en francés porque “esas cosas tan poco edificantes del Antiguo Testamento, parece que en francés suenan de otra manera…”
Llegó un cambio determinante: desaparecía la división entre religiosas de coro y hermanas coadjutoras (teníamos hasta el hábito diferente) y nos convertíamos en una única “categoría” gracias al “procúrese que en las instituciones de mujeres se llegue a una sola clase de hermanas” (PC 15).
De pronto, un permiso que fue celebradísimo: los domingos podíamos salir al jardín a pasear, jugar al baloncesto o algún juego de mesa y en verano, pasar quince días en una casa en el campo. No sabíamos que aquella corriente de amplitud nacía de este principio: “La manera de vivir, orar y trabajar ha de ajustarse debidamente a las actuales condiciones físicas y psíquicas de los miembros” (PC 3).
Muchas normativas minúsculas empezaron a desmoronarse como si se derritieran con una oleada cálida pero lo que para algunas constituía una verdadera liberación, para otras suponía un escándalo y un trauma: el PC exhortaba a conservar las “sanas tradiciones” pero a “no multiplicar leyes y suprimir las ordenaciones que resultaran anticuadas”. Bendita supresión de tantas “multiplicaciones” acumuladas con el paso del tiempo, aunque supusiera un cataclismo par algunas mentalidades.
Llegaron los periódicos, gracias al consejo de promover un “conveniente conocimiento de las situaciones de los hombres y de los tiempos” (PC 2). También el ensanchamiento de lecturas más allá de las “clásicas” como Jesucristo ideal del monje de Dom Columba Marmión o la Teología de la Caridad del P. Royo Marín. Menos mal que Santa Teresa y San Juan de la Cruz también estaban entre las lecturas recomendadas. Pero el Concilio había hablado de “formación religiosa, apostólica, doctrinal y técnica…” (PC 18) y de la conveniencia de estar convenientemente instruidas “acerca de las actuales costumbres sociales y sobre el modo de sentir y pensar de hoy” (PC 18).
Otra sorpresa: guardábamos la clausura de manera tan estricta que no salíamos ni al dentista sino que venía uno con un torno manejado con pedal (nos aterraba que se nos picara una muela…). Y algo más grave que me tocó vivir: siendo novicia murió mi padre y no puede salir para el entierro. Pero de manera brusca, esa forma de clausura dejaba de existir porque “las monjas que por institución se dedican a las obras externas apostólicas, deben ser eximidas de la clausura papal” (GS 16) y las congregaciones de vida apostólica debíamos “ajustar convenientemente sus observancias y prácticas con los requisitos del apostolado a que se consagran” (PC 8). Así que empezamos a visitar a nuestras familias con gran alegría de éstas aunque, en los comienzos, sólo “en circunstancias graves”.
Salíamos también a conferencias y empezamos a entrar en contacto con otras propuestas, ideas y posturas que nos hacía conscientes de la envergadura de la transformación conciliar. Oíamos hablar de teólogos que nos eran absolutamente desconocidos: en una conferencia del Alfonso Alvarez Bolado SJ sobre el libro Sincero para con Dios de J. A.T. Robinson que tanto revuelo había formado, yo escribí en mis apuntes junto a su nombre: “no Crusoe”. Nos hablaban, ya de vuelta, de “los teólogos de la muerte de Dios” cuando ni siquiera estábamos “de ida” ni teníamos la más remota idea de las corriente teológicas que se estaban moviendo.
Había que “revisar las formas de gobierno de los institutos” (PC 3); los superiores “debían consultar y oír convenientemente a sus hermanos” (PC 4). La autoridad cambiaba de rol, se suprimían las tarimas en las que se sentaban las superioras y ensayábamos nuevas formas de circularidad, todo ello en medio de turbulencias, ensayos, fracasos y aciertos. Por primera vez se convocó un Capítulo general al que asistían miembros elegidos, y se ofrecía a cada persona de la Congregación la posibilidad de enviar por escrito antes del Capítulo sus deseos y sugerencias, tarea que emprendimos con entusiasmo: fueron tan numerosas y pluriformes que la comisión de preparación tuvo que ejercer mucha creatividad e ingenio para darles forma coherente.
Crecía en nosotras la inquietud social, se ensanchó el concepto de lo que era “educación”, empezaron las fundaciones en barrios y pueblos. Formábamos pequeñas comunidades muy insertas en el entorno y fueron años preciosos de aprender otros modos de estar entre la gente
Un año, al llegar el mes de julio, “informé” a la superiora de mi comunidad que quería pasar “un verano social”: un campo de trabajo con universitarios o ayudar en algún pueblo… Me dijo que lo iba a pensar: al día siguiente me comunicó que mi “verano social” iba a consistir en trabajar por las mañanas en la cocina y por las tardes en el lavadero. Y aunque me enfadé de momento, en septiembre reconocí que había aprendido sobre “lo social” más que en cualquier otra escuela. Y es que, entre las superioras que nos gobernaban, había mujeres extraordinarias con mucha apertura y gran sentido común.
En 1970, un Capítulo general afianzó a la Congregación en la línea conciliar y escribimos: “O vivimos la fraternidad según el espíritu de las Bienaventuranzas, o perdemos nuestra razón de ser”. En ese desafío seguimos. Pero esa es ya otra historia.
Dolores Aleixandre
Religiosa del Sagrado Corazón de Jesús. Profesora emérita de Sagrada Escritura de la Universidad Pontificia de Comillas en Madrid.
Mi vivencia del Vaticano II
1. Me considero, en verdad, un hijo agraciado y agradecido del Concilio Vaticano II. Recién ordenado de presbítero en San Sebastián, mis cuatro años de estudios superiores en Roma coincidieron prácticamente con el desarrollo del Concilio. Al recordar ese período, de pronto me vienen a la memoria tres fechas claves: la primera, el 13 de octubre de 1962. Con gran emoción, comenzaban ese día los trabajos conciliares, y yo me encontraba en la Plaza de san Pedro, con otros dos compañeros. Inesperadamente, la sesión se concluye en veinte minutos. Había intervenido el cardenal Liénart, luego Frings: habían pedido tiempo para que los padres conciliares pudieran conocerse y elaborar sus propias listas para las comisiones conciliares. Gran aplauso del episcopado mundial. El Concilio, felizmente, había empezado a funcionar.
La segunda fecha, el 3 de junio de 1963: muerte de Juan XXIII, con la consiguiente conmoción mundial, no solo eclesial. “Para una vez que teníamos una persona buena”, ,dijo un obrero. “En ninguno de los siglos anteriores, la credibilidad de la Iglesia y del papado fue tan grande como en estos años de Juan XXIII y de la primera sesión del Concilio”, escribió Congar. Por mi parte recuerdo, como detalle anecdótico, el cambio de fecha de un examen para poder asistir juntos al funeral del papa.
Por fin, tercera fecha clave, el 4 de diciembre de 1963: aquel miércoles por la mañana, tuve el gozo de asistir en el aula conciliar a un acontecimiento histórico: la solemne promulgación de la Constitución sobre la Liturgia. No era muy consciente, en aquel momento, hasta qué punto las decisiones de aquel documento habrían de marcar a fuego mi actividad futura.
2. Mis estudios, primero en la Universidad Gregoriana, luego y sobre todo en el Pontificio Instituto Litúrgico de San Anselmo, estuvieron impregnados totalmente del acontecimiento conciliar. Mis profesores, colaboraron de modo muy activo, ta...