El cuerpo dócil de la cultura
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El cuerpo dócil de la cultura

Poder, cultura y comunicación en la Venezuela de Chávez

  1. 362 páginas
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El cuerpo dócil de la cultura

Poder, cultura y comunicación en la Venezuela de Chávez

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La tesis sobre la que se desarrollan los argumentos desplegados a lo largo de este texto es que la expansión del campo cultural llevada a cabo por la revolución bolivariana para ampliar el número de beneficiarios de la acción del Estado petrolero ?es decir, el movimiento que lucha contra los efectos de una modernización excluyente desde arriba, con sus propias formas y experimentos de modernización desde abajo? no se traduce en un verdadero proceso de democratización, sino mucho más en la imposición de nuevas relaciones de subordinación, manifiestas en la ampliación y sofisticación del dispositivo para el control y disciplinamiento de la cultura y la comunicación."Sin duda esta será una obra necesaria para toda bibliografía futura que trate de auscultar las neuronas de los venezolanos de esta era (...), los años más difíciles de nuestras vidas". Fernando Rodríguez

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Información

Editorial
AB Ediciones
Año
2018
ISBN
9788417014599
SEGUNDA PARTE
La transformación del escenario de la cultura

Capítulo 4.
El cuerpo dócil de la cultura
La siempre preponderante figura del Estado petrolero como agente fundamental del campo cultural venezolano

La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos “dóciles”. La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia). En una palabra: disocia el poder del cuerpo; de una parte, hace de este poder una “aptitud”, una “capacidad” que trata de aumentar; y cambia por otra parte la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en una relación de sujeción estricta.
MICHEL FOUCAULT
Surveiller et punir (1975)
[E]ste es un anuncio: ¡cambios en el “bullpen”! […] Llegó la hora de arrancar la revolución cultural creadora y liberadora, […] pero que difícil es este mundo de la cultura, claro que ha habido un gran aporte al país […], pero la cultura se vino elitizando […] príncipes, reyes, herederos, familias, se adueñaron de instituciones […] que son del Estado, y además quieren hacer lo que ellos creen, pues creen que son gobiernos autónomos.
HUGO CHÁVEZ
“Aló Presidente”, N° 59, 21.01.2001
Comprender las transformaciones de la cultura venezolana durante los últimos tres lustros, implica tener presente que el campo cultural venezolano ha sido históricamente dominado por la acción institucional del Estado. Una cualidad que es resultado de los procesos modernizadores impulsados en el país desde la segunda década del siglo XX por el auge de la explotación petrolera, cuando el Estado se convirtió en el agente principal de la riqueza nacional, y en consecuencia en el agente fundamental de todos los renglones de la actividad productiva del país.
Esta configuración del Estado rentista venezolano sobre la base de una “estructura petrolera” (Santaella 1985) fue la que posibilitó la expansión de un poderoso dispositivo cultural financiado por el Estado, que permitió hacia mediados del siglo XX, en el marco del tránsito hacia un régimen de libertades democráticas, la creación de un espacio más autónomo de producción cultural. Se trató, como apunta García Canclini al observar los procesos latinoamericanos, de una “secularización perceptible en la vida cotidiana y la cultura política”, en donde las élites y las nacientes clases medias encontraron los “signos de una firme modernización socioeconómica” (García Canclini 2001: 95).
La particularidad del caso venezolano, en relación con otros patrones de desarrollo cultural en América Latina, reside en que el Estado no sólo patrocinó la educación y las instituciones patrimoniales, dejando, como sucedió en gran parte del continente, que la industria privada atendiera las actividades con capacidad de ser rentabilizadas –ejemplarmente, los medios de comunicación–. Sino que el rico Estado petrolero, a quien nunca le hizo falta aupar el mecenazgo y la participación privada, se encargó directa o indirectamente de prácticamente todo el conjunto de instituciones de la cultura, incluidas las privadas. De esta forma, al igual que asumió el fomento y financiamiento de la educación y las ciencias en todos sus niveles, desarrolló prácticamente un monopolio en los sectores de la música, los museos, la danza, el teatro y las bibliotecas; así como una participación vital en la producción cinematográfica, en la producción editorial, y en la financiación de agrupaciones culturales privadas de toda índole, que llegó a ser un modelo en América Latina en virtud de su desarrollo y la relativa autonomía alcanzada por sus producciones. El aparato institucional de la cultura se configuró así como reflejo del carácter rentista del país, dotado de una estructura funcional dominada fundamentalmente por la acción del Estado y dependiente de los vaivenes de los precios del petróleo.
Este dispositivo cultural que se articula alrededor del Estado y la nación del petróleo es el territorio al que van a sumarse, y en el que van a jugar un papel preponderante como sus principales promotores, un reducido grupo de figuras intelectuales, a quienes podríamos denominar, siguiendo a Enrique Krauze (1976) en su estudio de la revolución mexicana, como los “caudillos culturales” venezolanos.[62] De estas figuras y sus habilidades y destrezas para alcanzar los enormes recursos de un Estado que, a pesar de su riqueza, no es capaz de organizar una burocracia institucionalizada lo suficientemente apta para alcanzar la totalidad del cuerpo de la nación, surgieron en distintos momentos y bajo particulares circunstancias, las instituciones culturales que produjeron lo que el brasileño Sergio Miceli (1979) caracterizó como una “sustitución de importaciones” en el campo de la cultura letrada.
Con la llegada al poder de Hugo Chávez en 1999, comenzaron a ocurrir en el campo cultural venezolano una serie de transformaciones, que se desplegaron a lo largo de dos fases claramente diferenciadas:

La cultura antes del golpe de estado de abril de 2002

La fase que comienza con la aprobación de la nueva Constitución en 1999 y culmina con el golpe de estado de abril de 2002, va a seguir un camino lento y sinuoso, caracterizado por la dificultad para materializar los ambiciosos enunciados incluidos en el texto constitucional. Las razones para ello remiten no sólo al intrincado cometido de efectuar obligaciones constitucionales de enorme complejidad, sino también a la ausencia de una estructura de partido, poseedora de élites dirigentes e intelectuales con capacidad para articular rápida y efectivamente políticas sectoriales para la cultura. Estos dos aspectos fueron fundamentales en el conjunto de circunstancias que determinaron la imposibilidad de llevar a cabo rápidamente la anhelada transición entre el viejo y el nuevo régimen.
Los primeros cambios ocurridos en el territorio de la cultura transcurrieron así en un marco de relativa normalidad institucional, y fue sólo la reacción desencadenada por el golpe de estado, el detonante de una nueva fase de transformaciones, caracterizada por los esfuerzos del Gobierno bolivariano para monopolizar los recursos y las instituciones de la cultura bajo control del Estado.
El período de llegada de la revolución bolivariana al campo cultural conjugó así dos elementos fundamentales: 1. una fuerte repolitización del espacio público, como resultado de las luchas por el control del Estado, así como por la recarga de los símbolos nacionales efectuada por la nueva narrativa constitucional de la nación; y 2. una especie de inercia administrativa, en la que más allá de la ruptura simbólica provocada por el cisma que ocasiona el fin de la democracia representativa instaurada en 1958, hay pocos cambios en el plano programático y operacional.
El período que transcurre entre 1999 y 2002 puede caracterizarse entonces, como de una simple administración de las instituciones y los recursos culturales que eran parte sustancial del sistema que comenzaba a ser desplazado. En estos años, los cambios operan mucho más rápidamente en el plano discursivo y simbólico, en la escenificación y teatralización de la revolución, que en su materialización efectiva. Esta incongruencia entre “discurso revolucionario” y “praxis revolucionaria” es una característica que acompañará al proyecto bolivariano a todo lo largo de su evolución, mostrando como “la narrativa de la revolución prefigura a la propia revolución, e incluso reemplaza las propias transformaciones revolucionarias” (Coronil 2008b: 15). De allí que las transformaciones propuestas, antes que sociales, políticas, económicas o culturales, fueron en buena medida ejercicios narrativos, retóricos, nominalistas, anticipatorios, resultado del deseo de articular un desplazamiento discursivo que, tal como afirma Gayatri Chakravorty Spivak, aun cuando sea percibido como “gradual”, “fracasado” o incluso en “retroceso”, “sólo puede ser puesto en marcha por la fuerza de una crisis” (Spivak 1985: 330-331).

La cultura después del golpe de estado de abril de 2002

El golpe de estado de abril de 2002 debe considerarse como el detonante de esa crisis señalada por Spivak, que induce finalmente a una segunda fase de aceleración en los cambios operados en el territorio de la cultura.[63] Como observa la investigadora venezolana Colette Capriles, el objetivo táctico es político-institucional, pero en un plano estratégico de más largo alcance, se trata de un asunto simbólico-identitario: proyectar las luchas políticas desde un plano institucional hacia un plano simbólico, con el fin de construir una hegemonía a través de “la formación de una identidad cultural dominante” (Capriles, C. 2006: 80-81). Esta transformación se va a soportar sobre dos grandes pilares:
  1. Como continuidad de los procesos históricos de orden político y económico, se observa una agudización del carácter rentista del dispositivo del Estado para la cultura; cuyo resultado más visible fue la aplicación de una política expansionista sustentada en los elevados ingresos del petróleo. Como consecuencia de ello, ocurrió una ampliación del aparato cultural en poder del Estado, y se puso en marcha un notable esfuerzo para desplazar al sector privado y efectuar un férreo control sobre las instituciones patrimoniales, la educación, las artes y las ciencias; intentando abarcar inclusive al sector industrial de la cultura, sobre todo al de los medios de comunicación audiovisual.
  2. Como discontinuidad identificada con el proyecto revolucionario, fueron visibles algunos procesos íntimamente relacionados entre sí, que constituyeron claras fisuras al movimiento epocal del tránsito a la modernidad en Venezuela. Estos procesos podrían resumirse de forma muy esquemática de la siguiente manera: a) el desplazamiento de los agentes en control de la importante porción del campo cultural en poder del Estado; b) la quiebra de la relativa autonomía de las instituciones públicas de la cultura; c) y, como consecuencia de ello, su progresivo declive como espacio de legitimación del capital simbólico y medida para la definición de los rangos y las categorías en el campo de las élites intelectuales; d) el traspaso del eje de la cultura de la esfera pública a la esfera privada, por efecto de la migración de los agentes y los públicos de la cultura, cuyo resultado fue el nacimiento de nuevas organizaciones privadas articuladas con dinámicas propias del mercado de la cultura.

4.1 “El culturazo”: el desplazamiento de las élites dominantes de la cultura

El proceso de desplazamiento de las élites dominantes del campo de la cultura tuvo su punto de partida en enero de 2001, con la sacudida que produjo el anuncio de la sustitución simultánea de las directivas de prácticamente todas las instituciones culturales del Estado vinculadas al sector de las artes y el patrimonio. Un evento orquestado por Manuel Espinoza –artista plástico y promotor cultural de extensa obra, a quien se había encomendado en el año 2000 la reordenación del sector– y que el escritor venezolano Luis Britto García llamó “el culturazo” (Brito García 2001).[64] Con ello se dio inicio al éxodo de las élites tradicionalmente dominantes de la cultura desde la esfera pública hacia la privada. Un proceso a través del cual el sector cultural público comenzó un progresivo vaciamiento de su capacidad para ofrecer legitimidad y prestigio a los agentes del campo. Esto es, lo que Bourdieu describe como el potencial para establecer “la jerarquía de los principios de jerarquización”, capaz de generar la creencia que dota de capital simbólico al conjunto de los agentes inmersos en las luchas que definen la existencia del campo de producción cultural (Bourdieu 1977a).
La particularidad de este desplazamiento de artistas, creadores, escritores, investigadores y gerentes culturales; radica en que no fue un proceso impulsado por un conjunto de agentes de similar especie, sino que fue un mecanismo efectuado por aquellos que habían alcanzado el control operacional de las instituciones del Estado. Por ello el proceso no hizo más que producir un vacío, que sirvió para acelerar a su vez el vaciamiento de las instituciones de la cultura. El fenómeno sirvió también para constatar las modalidades de que se sirven las disciplinas para crear cuerpos dóciles –“la disciplina mejora las fuerzas del cuerpo (en términos de utilidad económica) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia” (Foucault 1975: 140)–. Y esto porque el vaciamiento indujo a una pérdida de valor de las instituciones, que comenzó a tener lugar casi en forma simultánea con la expansión y el fortalecimiento económico producido por el crecimiento que iba a tener el aparato gubernamental, como resultado de la drástica subida de los precios del petróleo en el mercado mundial.
El campo de las artes ofreció muestras singulares de este proceso. Sobre todo en sectores como la literatura, el teatro y las artes plásticas fue patente la fuga de autores, escritores, investigadores, críticos, curadores, gerentes y promotores culturales, del valioso conjunto institucional que había construido el Estado a lo largo de cuatro décadas. El proceso, acelerado a partir de 2003 con la sustitución de Espinoza por el arquitecto Francisco Sesto, estuvo sustentado en dos dinámicas paralelas: 1. la fuerte exclusión que impusieron los lineamientos políticos del nuevo gobierno; y 2. la autoexclusión a que se sometieron los propios creadores, manifiesta en el retiro de obras y manuscritos, así como en el repliegue hacia espacios alternativos de producción y difusión de la creación cultural.
Estas fueron las circunstancias que determinaron que la editorial emblemática del Estado para la cultura, Monte Ávila Editores, perdiera sus firmas más valiosas. De forma que los más importantes intelectuales venezolanos y latinoamericanos, que por lo menos hasta 1999 –e incluso hasta el 2003, cuando cesa en sus funciones como responsable del Estado para la Cultura Manuel Espinoza– seguían conformando el núcleo de su catálogo, vieron como, en medio de la mayor bonanza de la historia del Estado cultural venezolano, desaparecieron las reimpresiones de sus obras, así como las publicaciones de los autores no identificados con el proyecto bolivariano.
En el caso del teatro y otras instituciones culturales mayores, el desplazamiento funcionó por medio del congelamiento o simple eliminación del financiamiento otorgado por el Estado. A lo que se agregó el desbancamiento de importantes organizaciones, por medio de la toma de las infraestructuras que les habían sido cedidas por el Estado para su funcionamiento. El ejemplo más relevante de esta situación lo constituye el despojo de la sede del Ateneo de Caracas en el año 2009, una de las instituciones culturales más antiguas y prestigiosas del país, cuyos espacios se contaban entre los pocos lugares abiertos a la experimentación artística y cultural en Venezuela. El mismo procedimiento se repitió casi en simultáneo con el Teatro Alberto de Paz y Mateos, que había sido durante veinte años sede del grupo Theja de teatro y danza. Una situación parecida experimentó el Ateneo de Valencia. En la misma dirección concurrieron el secuestro de los espacios directamente controladas por el Estado, para ser utilizados con fines no específicamente culturales, como el caso del Teatro Teresa Carreño, el Teatro Nacional, o el Teatro Municipal de Caracas; que cedieron buena parte de su programación para la organización de actos oficiales o eventos políticos directamente vinculados con el partido en el gobierno.
Operaciones similares ocurrieron en el sector de la plástica, donde importantes artistas, curadores, investigadores y personal especializado fueron dejados de lado por las instituciones; o bien han evitado cualquier filiación con instituciones oficiales como el Museo de Bellas Artes, la Galería de Arte Nacional, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, o el Museo Alejandro Otero, organizaciones que poseían enorme reconocimiento internacional y que constituían el altar de legitimación en el que se coronaba el prestigio de los artistas venezolanos. Como parte de las políticas implementadas por el Estado para desalojar a los agentes tradicionalmente dominantes de estas instituciones, desaparecieron las exposiciones individuales en beneficio de grandes exposiciones colectivas, se suspendió la adquisición de nuevas obras y se disminuyeron al mínimo los proyectos de investigación que daban sentido al trabajo museológico; igual suerte corrieron las bienales nacionales y casi todas las exposiciones internacionales. Paralelamente se dejaron a un lado a los patrocinadores, mecenas y promotores privados que se integraban a estas instituciones, lo que sumado a lo anterior, impulsó u...

Índice

  1. Presentación y agradecimientos
  2. Prólogo de Fernando Rodríguez
  3. Introducción
  4. Primera Parte. El Estado y la nación como encrucijada
  5. Segunda Parte. La transformación del escenario de la cultura
  6. Bibliografía
  7. Notas
  8. Créditos