Profesión: maestro
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Profesión: maestro

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Profesión: maestro

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Información del libro

Profesión: Maestro es un mapa sin fronteras para todo aquel que se aventura en la tarea de enseñar. Cada lector puede encontrar los senderos por los que necesite transitar para convertirse en maestro. El recorrido se da por medio de preguntas implacables sobre su elección, desempeño, imagen propia y la mirada de los demás respecto al alumno; sobre el lugar del saber. La relación maestro-alumno aparece bajo la luz del deseo: el de saber y el de enseñar. Una lectura que invita a un viaje por el universo interior del maestro, verdadera fuente de sus recursos y camino indispensable para el desarrollo de sus talentos.

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Información

Editorial
Ediciones SM
Año
2015
ISBN
9786072416055

¿De qué se nutre un maestro?

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El jardín interior. Todos poseemos uno, lo sembramos y cultivamos a nuestro capricho y voluntad. Lo más exuberante puede crecer ahí, fertilizado por nuestros sueños y deseos, los que no confesamos. Pueden ser jardines obras de arte, de balance y gran riqueza; puede ocurrir que, en etapas de la vida, los tengamos abandonados como patios traseros, con hierbajos altos, con las plantas –los talentos– desatendidas, pero creciendo de cualquier manera; pueden estar tan sombreados que el entusiasmo palidece y se ahoga.
Maestros o no, somos responsables de nuestro jardín interior. Nadie más posee la llave. Disculpen esta digresión botánica, pero seguramente habrá ramas que talar, tierra que nutrir, cuidados urgentes que dar a plantas moribundas y a esquinas desiertas. ¿De dónde saca el maestro, persona antes que profesor, sus herramientas para cuidar y alimentar ese rincón que nadie ve, pero del cual se perciben la humedad y los efluvios? De sus pasiones, de sus talentos, de sus recuerdos, de sus anhelos, de sus deseos, de sus lecturas. De todo aquello a lo que no ha renunciado. ¿Con cuánta poesía y música adereza su día, su semana?, ¿con cuánta fantasía aligera la rutina?, ¿se enfrenta a aprendizajes nuevos?, ¿cómo se acerca a ellos, desde la rigidez de la herrumbre o desde el festivo asombro?, ¿posee espacio para nuevas pasiones?, ¿tiene con qué desenraizar la pesadumbre y el cinismo?, ¿conoce sus esquinas desiertas? Para cubrirlas, ¿elige cemento o semillas?
Mi mejor recurso: descansar. Preparar mis clases como si me fuera a escuchar alguien muy importante para mí.
Abrir lo cerrado
Para algunos, sólo para algunos, convertirse en adulto es convertirse en alguien totalmente previsible, en quien hasta los pliegues de lo cotidiano son difíciles de borrar. Es adoptar un modo estático de mirar el mundo. Jugar al adulto, en ocasiones, implica llevar un simulacro de existencia, donde se expulsa y se destierra la vivacidad que provenía de la infancia, donde se anestesian los deseos, donde se ha vacunado contra las decepciones. A veces, ser adulto entraña una trampa donde se persevera en los errores con tal de no verlos. Se convierten en seres solemnes, adustos y entumecidos por diversas y poderosas razones.
Crecer es una misión en la que se puede dejar la vida, puede ser sinónimo de cerrar: cerrarse a los dolores que implica estar vivo, cerrarle la puerta al miedo. Ocurre que, en ocasiones, clausuramos la puerta con el miedo adentro. Ocurre también que le cerramos la puerta a la frescura, a los desórdenes de la alegría. Creemos aguzar la mirada para no ser sorprendidos y dejamos de ver; las cicatrices que portamos se vuelven parte del lenguaje silencioso. Hay quien sobrevivió a su infancia y hay quien se desterró antes de tiempo; hay venturosos que la añoran. Los afortunados son los que no la olvidan y la convierten en espacio iluminado, por más ensombrecida que haya sido. Con eso trabajamos: con la parte que está esclarecida, consciente, pero también con las otras, las que permanecen a oscuras, sumergidas por los mecanismos inconscientes que nombramos anteriormente. A veces actuamos a pesar de nosotros mismos, y desafortunadamente en contra de otros. Luminosa tarea la de aclarar las sombras.
Ser adulto, para algunos, encierra una mayúscula, para otros, todas sus letras son mayúsculas. La verdad es que todos somos relativamente adultos, así, con minúsculas, sin aspavientos, aun los poderosos; los más encumbrados no son más que adultos con a chiquita, enfrentándose a la tarea titánica de resolver lo que aporta la vida.
De estos adultos, los que gozan el privilegio de trabajar con niños y jóvenes tienen frente a sus ojos el secreto del movimiento perpetuo. A diario observan a seres en quienes el cambio es la única constante. Gracias al asombro y a la búsqueda de sentido de los que están en el aula, los maestros pueden llevar a cabo su trabajo. Están coditianamente en contacto con la efervescencia de la vida, con el sonido de la alegría, con la ácida sinceridad, con la inconformidad de la esperanza, con la terquedad de los anhelos. No se trata de imitar a los alumnos y comportarnos como lo que no somos, pero con dejarnos permear, ¿cuánto almidón perderíamos? ¿Cuánta flexibilidad adquiriríamos? ¿A cuántas categorizaciones tendríamos que renunciar?
No desconocemos que hay grupos, edades en las que los alumnos muestran pasividad, indiferencia y falta de emoción pasmosas. Pero, antes de que su entusiasmo fuese apagado de manera implacable, esos mismos alumnos estaban despiertos. Asustémonos si no nos causa asombro el fenómeno de amaestramiento que demuestran esos muchachos apáticos y apagados. Sin caer en ingenuidades y sin desconocer que la infancia es un territorio complicado, cruel, lleno de emociones salvajes, también hemos de observar que es, efectivamente, un momento donde la sorpresa y la maravilla aún se presentan con frescura y frecuencia.
A veces, pareciera como si el maestro adulto estuviera apoltronado en un gran sillón, imponente, y con dificultad se levantara para celebrar los descubrimientos. La imagen opuesta es que estemos todos sentados en una sillita, muy en la orilla de nosotros mismos, en un equilibrio móvil, para poder ponernos en pie ante cualquier acontecimiento festivo o no. Nos debemos, adultos con minúscula y con esfuerzo, al niño que fuimos: aquel que tuvo múltiples resortes, el que no renunciaba a su búsqueda de sentido, el que martillaba con sus preguntas, el que soñaba con ímpetu. De ahí podremos sacar el material para fabricar ese gran acto creativo: ser yo.
Somos la producción de nuestros intentos de relacionar el mundo exterior y el interior. Somos el resultado de esa adaptación al mundo social sin sacrificar la individualidad. Nuestra capacidad de ver, de asombrarnos aún, de indignarnos, de disfrutar, es la herramienta creativa para configurar nuestra manera de estar en el mundo.
Abrir el oído
La escucha es otro poderoso instrumento. Escuchar el silencio, el viento, la voz interna y a los demás. Si el maestro, esa persona inacabada, puede darse cuenta que todavía busca respuestas para su vida y para su ámbito laboral, entonces podrá escuchar más eficazmente a su alrededor. Si recuerda que el conocimiento está siendo creado continuamente por seres humanos, en busca de explicaciones más satisfactorias para comprender el mundo, entonces advertirá que aún puede revisar y construir nuevas ideas. Si trabaja con niños, sabe que poseen una asombrosa habilidad para acercarse a los problemas de manera fresca. Podrá percatarse de que surgen preguntas que obligan a descartar pensamientos enlatados, que hay otras que nos aproximan a la no respuesta.
Para poder escuchar hay que poner en suspenso lo que sabemos, aquello de lo que estamos tan seguros. Esto no significa que renunciemos, no, pero no hay verdadera escucha si estamos constantemente comparando, cotejando lo que nos dicen con las categorías inamovibles de nuestro pensamiento. Se trata de dejar en suspenso lo que creemos para recuperarnos más ricos. Si se escucha realmente, se corre el riesgo permanente de asombrarse.
La discusión, una herramienta sin discusión
Lipman, en su propuesta de filosofía para niños, resalta que una discusión reflexiva en comunidad es el mejor ámbito para adquirir el hábito de pensar bien, de construir el propio pensamiento.
Lograr una discusión reflexiva no es algo fácil, exige práctica y requiere desarrollar hábitos de escucha y reflexión. Para poder hablar con los demás es necesario que lo implícito se haga explícito, que el pensamiento tome forma en palabras y oraciones: que exprese lo que realmente queremos decir. Es un aprendizaje largo e importante ir encontrando las palabras verdaderas que reflejen el propio pensamiento. Es un ir y venir, tanteando, hasta que gracias al uso de todas las capacidades y la sensibilidad se logre expresar justamente, exactamente lo que queríamos decir.
Estas capacidades no nos vienen dadas en el nacimiento sino que se desarrollan mediante la práctica del diálogo en comunidad. Esta comunidad, el grupo, el aula, debería entonces tener ciertas características. Proporcionar un entorno seguro donde todas las ideas puedan ser expuestas sin temor a juicios o burlas, aun cuando puedan ser modificadas por las opiniones de los demás. Una consideración por los demás en tanto que son personas con ideas, sentimientos, semejanzas y diferencias. Para los maestros de experiencia es sabido que la creación de este espacio de escucha y discusión es una tarea laboriosa. Requiere de una función rectora del adulto, de un modelaje del respeto por lo que dice el otro, de una utilización del poder para organizar el caos, para ceder amorosamente la palabra, contener la impaciencia, abrir el espacio al más callado, al más tímido.
La discusión en una comunidad respetuosa abre la posibilidad de volver sobre las propias ideas, de comprobar si eran verdaderas o no, si se sostienen o se desmoronan, si se desea conservarlas o reemplazarlas por otras más sólidas. ¿Habrá mayor libertad que esa?
El plan cotidiano
Cada día debería tener un instante de paraíso..., dijo un poeta que nos dejó su tesoro y se llevó su nombre. Por lo menos, un instante... Si se pueden más, más.
En el plan de trabajo cotidiano, donde se planean y preven las materias, los ejercicios y otras actividades académicas, habría que incluir un horario paralelo donde el maestro tenga tiempo de escuchar muy bien, intuir, improvisar, imaginar y desbloquear su sensibilidad cada día. En esta planeación debería reservarse un tiempo para ese instante de paraíso que, si es vivido en compañía, se magnifica. Nada nos impide compartir con los alumnos una lectura que nos apasione, un fragmento de música significativo para nosotros, un poema, un dibujo, un juego, un momento de fecundo silencio, una imagen, un olor, una historia, un recuerdo...
La planeación incluye tener a la mano, o en mente, un montón de recursos, de alternativas, por si alguna actividad falla o termina antes. Lo planeado puede venirse abajo, y habrá que prever un espacio a lo imprevisto, pues puede ser una experiencia enriquecedora. La preparación del trabajo del día debería incluir algún evento, momento o actividad que rompa la inercia de lo cotidiano. La rutina es importante pues permite estructurar y prever, pero el exceso de rutina adormece hasta al profesor. La sorpresa es un elemento que tiene grandes beneficios para el aprendizaje, pero también pueden incluirse pequeños cambios en aquello que ya hacemos con los ojos cerrados; somos los primeros que no debemos aletargarnos. Para comunicar entusiasmo debemos estar, por lo menos, despiertos.
La planeación programática es un parámetro indispensable en la tarea de enseñar. Para el alumno también es importante conocer lo que se verá en el programa, los temas siguientes, de manera que no quede en la ignorancia, en espera, sin poder vincular las actividades presentes con lo que vendrá. El informar a los alumnos el trazado general del orden de los conocimientos les permite incluirse en el tiempo del aprendizaje de una manera activa y cumple con el precepto de la educación de lograr que dicho aprendizaje sea significativo. Compartir el contenido del programa, cualquiera que sea la edad de los alumnos, implica que el maestro renuncie al poder ser el único que sabe qué es lo que sigue. Este punto forma parte de esos cambios sustantivos en la relación, que modifican la acostumbrada pasividad del alumno, permitiéndole tomar acción en su propio proceso.
La búsqueda de sentido
Todos nosotros, en algún momento, hemos sabido qué ocurre cuando las cosas carecen de sentido. Más que saberlo, lo hemos sentido. Es una experiencia profundamente perturbadora, más inquietante que estar simplemente perplejos. No encontrar sentido a lo que hacemos produce una turbulencia en todas nuestras facultades, un desorden en la capacidad de percibir e interpretar. Es tan grande el desasosiego interior, que nos aferramos a soluciones tentativas, pensando que existe, en alguna parte, la clave que nos permitirá recuperar el sentido, en más de un sentido. Es posible que, en tal estado, nos inclinemos por respuestas prefabricadas, panaceas facilonas, o busquemos signos en los astros; recursos fallidos, pero a los que sólo pueden acceder los adultos. Pensemos en los niños: ellos también son presa de la falta de sentido, pero no tienen esos medios. Imaginémoslos en la escuela, sumergidos en una cantidad de información al parecer totalmente desconectada de su vida, buscando claves que les den alguna orientación, pizcas de sentido que le expliquen porqué están ahí durante tantas horas, aprendiendo esos contenidos.
Hay que partir de la idea de que los alumnos que se encuentran en el aula no están ahí voluntariamente y no tienen un interés personal y genuino en lo que les vamos a enseñar. Sus recursos para tolerar la falta de sentido son otros: aprenderán para complacer, para agradar, o no lo harán para oponerse a este sinsentido. Se ven atrapados en un mal sueño, con horario y carácter obligatorio. Esto, por supuesto, en el caso de que la escuela y los maestros sean ajenos a la búsqueda del sentido.
La relación entre la escuela y el significado debería ser considerada como algo indisociable. En donde surge el significado, ahí hay educación; donde no aparece, lo que hay son otros procesos distintos al educativo: adiestramiento, amaestramiento, entrenamiento. El surgimiento del sentido puede suceder en cualquier parte, la calle, el patio, durante el juego, en conversación; como la escuela pregona que la educación es su quehacer, entonces no debe quedar exenta de esta búsqueda.
Pero hay que tener cuidado: los significados no se pueden despachar, aplicar, dar o transmitir. Al igual que el verbo amar, el verbo pensar no puede ser usado en imperativo. Por fortuna, no podemos obligar a nadie diciendo: “ama” o “piensa”. De la misma manera, los significados no pueden imponerse, tienen que adquirirse. Podemos aprender a disponer las oportunidades y las condiciones que faciliten a los niños para que, con su ansia de sentido y su curiosidad, puedan dar ellos mismos con el significado de las cosas. Pensar es la habilidad por excelencia y nos capacita para lograr significados. Oírse pensar en grupo, buscando, tanteando nuestras palabras, ensayando y formulando nuestras ideas, es el ejercicio ideal para fortalecer dicha habilidad.
Lectura y sentido
En busca del sentido perdido y aún no encontrado..., así podría nombrarse este apartado dedicado a los beneficios de la lectura. Los frutos que nos regala, tan ponderados por muchos autores, serán referidos aquí no sólo para su uso en el aula y para los alumnos, sino para el maestro, en tanto es profesional como persona. Si la lectura enriquece su vida, su trabajo se verá favorecido. Si lo que lee en el aula lo moviliza a seguir leyendo, su vida tendrá otros colores.
La tendencia de las actuales propuestas educativas en torno a la lectura, está encaminada, afortunadamente, a proponer una lectura por el puro placer de leer. Esto implica ya no “examinar” a los niños para ver si comprendieron ni interrogarlos sobre los personajes y la trama, sino leer y permitir que la lectura se asiente dejando su sedimento de asombro y maravilla. Sin forzar, obligar, evitando el hábito en el alumno de responder según lo que cree que el profesor espera de él. Leer, nada más y nada menos.
Cuando los niños aún no leen, el adulto es su intérprete forzoso. Es el que posee las claves para descifrar lo que viene escrito en un libro; los niños están obligados a creerle todo lo que dice que contiene el texto, y lo hacen de muy buena gana. Cuando los niños ya pueden leer, el papel del lector sigue siendo de enorme importancia. Por un lado, el sentido del texto no pasa por los tropezones del que está aprendiendo y por otro, escuchar un relato en una voz que no es la propia siempre es un gran placer; el ritmo y la entonación del lector proponen un modo de soñar con las imágenes, una cierta forma de dejarse llevar por el relato.
Efectivamente, el que lee un texto no sólo es un intermediario sino que lo interpreta. Aunque leamos las mismas palabras, cada uno de nosotros aporta su propia entonaci...

Índice

  1. Profesión: maestro
  2. Portadilla
  3. Un asunto de género
  4. La osadía de ser educador
  5. La relación maestro–alumno
  6. Algo que debemos saber sobre el deseo de saber
  7. La soledad en el aula
  8. La imagen de sí mismo
  9. La imagen interna y los demás
  10. La construcción del equilibrio
  11. Mecanismos de defensa del educador
  12. El alumno
  13. ¿Modas o modos...?
  14. Materias y herramientas indispensables en el currículum invisible de un maestro
  15. Enseñar en la diversidad
  16. La comunicación en el grupo
  17. La tan mencionada autoestima
  18. ¿De qué se nutre un maestro?
  19. ¿Entonces qué?
  20. En suma
  21. Acerca de la autora
  22. Créditos