Un poco de historia: de Colón a Chávez
Para comprender lo que hoy sucede en Venezuela hay que remontarse a su nacimiento. Venezuela es descubierta por Cristóbal Colón en su tercer viaje, el 2 de agosto de 1498, exactamente quinientos años antes de la llegada de Hugo Chávez al poder. Colón navega la desembocadura del Orinoco y la península de Paria, donde decide bautizar nuestro territorio con el nombre de «Tierra de Gracia». Quizá allí hubiera una premonición de lo que sería luego nuestro destino de país dependiente de la renta petrolera. La gracia, tanto en su uso en el lenguaje corriente como en el religioso, designa aquello que es gratuito, un favor que no es debido. El petróleo ha sido, desde los primeros años del siglo XX, una riqueza que no es exactamente producto de nuestro trabajo, sino consecuencia de una gratuidad, obra del azar, de la lotería geológica, que la ubicó debajo de nuestro subsuelo. Para los venezolanos —podríamos afirmar con exagerada generalidad, aunque con fundamento—, la riqueza no es aquello que se produce con esfuerzo, sino «algo» que distribuye «alguien», en nuestro caso el Estado, que es —por ley— el dueño del petróleo.
El conquistador español buscaba fortuna. Como apunta el Dr. Gil Fortoul: «Mientras existiera oro, o esperanza de descubrirlo, no podía tener otro objeto la conquista»[1]. Venezuela no fue un territorio significativamente importante en términos de riqueza, como sí lo fueron otras regiones que constituyeron ricos virreinatos. Nosotros fuimos una modesta capitanía general. Durante esos trescientos años a los que Bolívar llamó «de calma», el carácter del español formó nuestra identidad, incorporando elementos del indio y del esclavo proveniente de África. El mestizaje de estas tres culturas es lo que termina por constituir nuestra manera de ser actual.
Examinemos algunos rasgos del alma española presentes en nuestra identidad cultural:
La improvisación. Como señala Menéndez Pidal
[2] en la introducción a la historia de España a su cargo, la conquista americana es, en buena parte, una serie de «aventuradas improvisaciones». La falta de rumbo premeditado ha sido una de las características de nuestro devenir, rasgo que parece acentuarse luego de la independencia: constituciones que duran poco, cambios arbitrarios de rumbo y de gobierno, así como subestimación de los individuos más capaces. En nuestros países, la posesión de inteligencia y de cultura muchas veces se convierte en un estigma, en una pesada carga para los intelectuales. Revelador es el diálogo entre uno de nuestros primeros presidentes, el Dr. José María Vargas —civil, intelectual, universitario—, increpado por uno de los militares que volvieron triunfantes de la guerra de Independencia, Pedro Carujo, quien tenía secuestrado al presidente en su domicilio para forzar su renuncia y quien desde el exterior le gritó:
—Señor Vargas, el mundo es de los valientes.
—No —respondió Vargas desde adentro—. El mundo es del hombre justo. Es el hombre de bien y no el valiente el que siempre ha vivido y vivirá feliz sobre la tierra y seguro sobre su conciencia.
Un diálogo sintomático de lo que vendría en el futuro. La lucha entre una Venezuela de pensamiento —casi siempre relegada o al servicio de la otra— y una Venezuela de aventureros políticos con la fuerza de las armas y esa ausencia de respeto a las instituciones a la que llaman equivocadamente «valentía».
El providencialismo. El providencialismo es un aspecto de nuestra manera de ser que nos hace esperarlo todo «desde arriba»; dicho en términos políticos, desde el poder. El caudillismo en Venezuela ha sido un elemento central de nuestra vida. Además, las más de las veces se trata de caudillos militares que, amparados en las glorias de la conquista, primero; de la independencia, un poco más tarde, y en los triunfos de las revoluciones, mucho después, se convierten en los dueños y señores del destino nacional. Incluso durante el período democrático que comenzó en
1958 estuvieron presentes. La nuestra fue una democracia de caudillos civiles, sometidos por la ley, circunscritos en todo lo que pudieron a los valores democráticos —lo cual fue un gran avance—, pero caudillos al fin, con deslices autoritarios y ambiciones de permanencia en el poder que terminaron afectando la institucionalidad. Cuando los venezolanos pensamos que este fenómeno estaba erradicado de nuestra evolución histórica, que pasábamos a formas más racionales de liderazgo, aparece Hugo Chávez, con las mismas características del caudillo tradicional: militar, personalista, arbitrario y profundamente antidemocrático, a pesar de haber sido —contradictoriamente— el político que más elecciones ha ganado en Venezuela.
El individualismo. La conquista de nuestro continente es también una aventura personal de gente que venía en pos de fama y riqueza propias. Cada cual busca ventajas inmediatas e individuales más allá del bien común y, muchas veces, en contra de este. Ello determina que no sea la ley la que nos rija, sino los privilegios (etimológicamente, «privilegio» viene de las voces latinas
privus y
legalis, es decir: «ley privada»). Funcionamos en muchos casos al margen del ordenamiento jurídico, cuando no en su contra. Esa consideración de que las leyes están hechas para los pusilánimes y para los tontos, o que son un ejercicio exquisito de intelectuales al servicio de hombres fuertes que tendrán la última palabra, siempre es una debilidad que ha dificultado, a lo largo de nuestra historia, la institucionalización del país.
La astucia. Para nosotros, como para el conquistador español, la astucia es un valor, en el peor sentido de la palabra: en el de la habilidad para la manipulación y el engaño, para torcer las situaciones y sacar de ellas beneficio personal, para tomar atajos perjudicando a otros. Es lo que solemos denominar en Venezuela la «viveza criolla». «Vivo» es, entre nosotros, aquel que no hace fila, que consigue un beneficio al que no tiene derecho, que miente para sacar provecho de los demás y, en última instancia, que usa su ingenio para la corrupción, la estafa, la hábil maniobra para obtener ganancias transitando muchas veces eso que llaman el delgado hilo que separa la legalidad de la ilegalidad.
Durante el período colonial se fue constituyendo la esencia de la manera de ser venezolana, producto del mestizaje de las tres culturas que nos constituyen. De cada uno de los componentes de nuestro poblamiento inicial —indio, esclavo y conquistador español— algo subsiste en nuestro actual espíritu de nación. Volvamos a Gil Fortoul, quien nos brinda algunas pistas:
«... del indio tenemos el amor por la independencia y el odio hereditario a los privilegios de castas; del negro, en parte siquiera, la energía necesaria para la adaptación rápida a una naturaleza exuberante y bravía [...] y de uno u otro, el escepticismo radical con el que la parte menos culta de la población presencia a menudo las luchas sangrientas de las voltarias sectas políticas [...] del español nos vino la poca capacidad natural para la industria, el débil espíritu de iniciativa, la costumbre de esperarlo todo del gobierno, la pasión por las intrigas políticas, el gusto por la oratoria brillante [...] el instinto indomable de la guerra[3].»
La conquista fue una acción bélica en contra de las tribus indígenas que se resistían. La superioridad española se impuso. A diferencia de otros países del continente, nuestros primitivos habitantes no hacían parte de esas vigorosas culturas social y políticamente organizadas con las que se toparon los españoles en México o Perú. En nuestro caso, se trataba fundamentalmente de un grupo variado de etnias que coexistían en lo que es hoy nuestro territorio. El conquistador impuso su dominación y su modelo político. El reparto de las tierras de cultivo entre los españoles marcó lo que sería durante mucho tiempo el rasgo esencial de nuestra economía: la agricultura, en especial los cultivos de café y cacao —este último catalogado hasta hoy entre los mejores del mundo—. Estos primeros propietarios y sus descendientes constituyeron una casta, una clase social que pasó a ser luego el español americano, que en nuestro caso formó un grupo privilegiado, llamados «mantuanos». Se trataba de una clase poderosa económicamente, pero sometida políticamente al poder de la península ibérica y a los intereses de la Corona española y de los funcionarios venidos de la metrópoli, muchas veces contrapuestos a los suyos. El sentimiento de autodeterminación, como es natural, terminó por aparecer y tuvo algunas acciones precursoras, como las que encabezó Francisco de Miranda con varios intentos de incursión en las costas del país, desde afuera, para propiciar la independencia y en los que fracasó al encontrarse con la apatía de sus conciudadanos. Sin embargo, la invasión napoleónica a España permitió que la idea de la separación de la Corona brotara con fuerza y terminara materializándose el 19 de abril de 1810.
La independencia venezolana fue un proceso político, social y militar bastante complejo. Nuestra guerra de Independencia de España fue, en buena parte de su desarrollo, una guerra civil. La idea de la separación de España no fue un proyecto popular, al menos en su etapa inicial, sino fraguado en el seno de las clases dominantes que, imbuidas de los principios de las revoluciones europeas y americana, quisieron contagiar a una masa pobre —y pisoteada por ellos mismos— la noción de libertad. Estas ideas, al final, se volvieron en contra de sus mismos propulsores, en los cuales el pueblo llano veía a sus naturales enemigos y a los culpables de los abusos que padecía. El hecho de que la independencia estuviera liderada por las clases propietarias y opresoras del pueblo (compuesto por esclavos, indios, pequeños comerciantes y agricultores) hizo que este reaccionara con desconfianza en contra de la misma. Las mayorías no entendían muy bien lo que estaba en discusión y probablemente los adversarios de la independencia luchaban más por sus propios derechos y libertades —que entendían a su modo— que por la Corona española, representada por un rey remoto y desconocido. La guerra de Independencia fue dura, larga y extenuante en vidas y recursos. Venezuela, con Bolívar al mando, asumió el liderazgo de la independencia sudamericana, desde la provincia de Caracas hasta el Alto Perú. Por fin, luego de duros años de derrotas y victorias, el resultado fue un gran proyecto político de unificación de las provincias liberadas en un solo país: Colombia (en honor a Colón, el descubridor). Sin embargo, duró poco y rápidamente se dividió en repúblicas más pequeñas, que se correspondían más con la organización recibida de la Colonia que con la nación grande y poderosa a la que aspiraba Bolívar y a la que pretendía sujetar con la mano férrea de un fuerte poder central que produjo desacuerdo y rechazo en los componentes de la federación. Así, en 1830, nace Venezuela como república completamente independiente, con casi el doble del territorio con el que cuenta hoy.
Los caudillos militares, héroes victoriosos de la guerra, tomaron en sus manos el rumbo de la incipiente nación, pobre y endeudada. Aunque se hicieron intentos por establecer orden e instituciones de avanzada, en la práctica funcionaba el personalismo. José María Vargas, médico y uno de los pocos civiles que asomaron las narices en el terreno político, tuvo una presidencia accidentada y terminó renunciando. Si los generales se convirti...