Gustavo Baell
La niña colombiana
EDITORIAL LAERTES
I
Aquella mañana iba a ser especialmente distinta a las demás. Era el gran día, tan esperado por Josep y Marta. A las ocho menos diez de la mañana Josep se disponía a desayunar mojando una tostada repleta de mantequilla en el café con leche de su gran tazón blanco, mientras Marta se bebía un zumo de naranja que le había preparado su asistenta Rafaela.
—Aún no me lo puedo creer —afirmó Josep— que podamos tener un hijo nuestro, y que nuestra vida cambie hacia una nueva que tanto anhelamos.
—¿No te resulta extraño pensar que dentro de unos meses nuestro hijo esté jugando y correteando por esta casa?, bueno, o nuestra hija —comentó Marta muy emocionada.
Josep Ferrer i Martí y Marta Capdevila eran un matrimonio perteneciente a la burguesía barcelonesa. El era un empresario textil que había heredado el negocio de su padre, habiendo conseguido adaptar y modernizar la empresa a las nuevas exigencias del mercado. Su primer matrimonio no tuvo éxito y fracasó tras siete años de unión. Fruto de su primera boda nacería su única hija Claudia. Tras separarse de su mujer conoció a Marta, con quien se volvió a casar.
Ella hacía dos años que había dejado de trabajar en una importante agencia de publicidad inglesa, debido a problemas psicológicos al no poder quedarse embarazada. Después de diversas pruebas médicas y tras pasar por una delicada operación, su ginecólogo le confirmó que la proliferación de quistes en la matriz le impediría tener hijos de por vida. Marta no pudo —o no quiso— asumirlo, y ello provocó el inicio de una profunda depresión. Siempre había querido tener hijos. Era la tercera de seis hermanas y fue criada en un ambiente muy familiar. De pequeña su juego preferido era vestir a sus muñecas y llevarlas a pasear junto a sus hermanas. Les hablaba, les enseñaba las cosas que veía y soñaba que algún día ese bebé de plástico de apariencia humana se convertiría en su hijo.
Su vida carecía de sentido si no conseguía concebir el milagro humano de dar vida a un nuevo ser. No podía pensar que a ella nadie la llamaría «mamá», mientras sus amigas podían oír tan dulce palabra.
¿Por qué a mí? se preguntaba continuamente. ¿Acaso no hay mujeres que dejan abandonados a sus hijos o los maltratan?, pensaba en su interior. Con el paso del tiempo llegó a comprender que su problema era el de muchas mujeres, y que a veces las cosas se presentan de una forma y hay que saber aceptarlas pues son las condiciones que impone la vida.
Pero su esperanza volvió a resurgir cuando una noche estando confortablemente tendida en su sofá, vio un programa en la televisión local sobre la adopción de niños. Supo que existía la posibilidad de tener un hijo aunque no hubiera salido de su vientre. De nuevo la vida parecía volver a sonreírle. Tal vez podría tener entre sus brazos a ese «peque» que tanto había deseado.
Quiso compartir con Josep la noticia y a primera hora del día siguiente empezaron a llamar por teléfono a todos los lugares posibles hasta conseguir la información buscada.
Se pusieron en contacto con la Entidad Colaboradora de Adopción Internacional’ quien les dirigió a la Dirección General de Atención a la Infancia, un organismo adscrito al Gobierno Autónomo de Cataluña, que tenía su sede junto a las famosas Ramblas de Barcelona. Les dieron cita para dentro de dos meses, aunque no se imaginaban el largo tiempo que tendrían que esperar hasta conocer a su hijo, pues la burocracia existente retrasaba cualquier paso hacia adelante. Tras recibir toda la información necesaria para los requisitos de adopción y confirmar que sería de Colombia, se miraron a los ojos el uno al otro, y sin decir ninguna palabra, sus pensamientos se entrelazaron formando uno solo en la decisión de adoptar un niño a quien pudieran darle su amor y verle crecer.
Transcurrieron once meses desde la primera cita. La mañana del viernes de esa semana iba a ser diferente a cualquier otra. Tras comunicarles que habían sido aceptados para el proceso de adopción, esperaban que les confirmaran quién sería su futuro hijo, y cuándo deberían ir a buscarlo.
Después de desayunar, Josep se puso §u chaqueta de cuadros de suaves tonos celestes que le gustaba combinar con unos pantalones azules y con unos mocasines de color marrón claro. Se miró al espejo que tenían en el recibidor de la casa, se ajustó el nudo de la corbata y se despidió de Marta con un beso en la mejilla dirigiéndose a su coche para ir al trabajo que se encontraba a una media hora de camino.
—En cuanto recibas alguna noticia llámame -exclamó Josep alejándose del porche de su torre ajardinada—. Estaré toda la mañana en la oficina.
No te preocupes, así lo haré -contestó Marta mientras movía su mano derecha de un lado a otro despidiéndose. Su rostro denotaba una alegría difícil de disimular, como si quisiera demostrar a cualquiera que le viera que era un día especial para ella. Y así era.
Posiblemente nunca había contemplado tan fijamente el teléfono como lo estaba haciendo esa mañana. Su concentración anulaba cualquier otra acción que no estuviera relacionada con los pensamientos de su nuevo hijo. ¿Sabremos educarlo correctamente? ¿nos querrá como si fuésemos sus propios padres? ¿le gustará la habitación que le hemos preparado?... preguntas y más preguntas.
Doña Rafaela compartía la emoción de Marta; tres años seguidos trabajando para la familia Martí-Capdevila y participando en muchas de las cosas buenas y malas que les sucedían, la convertía en una más de la familia.
Dormía en un pequeño cuarto junto a la cocina y hacía todas las tareas necesarias para que la casa estuviera impecable.
—¿Cree que llamarán pronto, señora?
—Eso espero Rafaela. Nos dijeron que en el transcurso de esta mañana tendríamos noticias.
Todavía no habían pasado dos horas desde que se marchó Josep al trabajo cuando sonó el teléfono. Era la tan esperada noticia.
—Se llama Sara, tiene seis años y vive en Bogotá —le dijo alguien al otro lado del hilo telefónico, añadiendo que recibirían en los siguientes días una carta del orfanato que contenía el informe médico y psicológico de Sara, así como su fotografía—. Ya están todos los papeles preparados para trasladarse a Colombia y poder conocer a Sara; sepan que deberán pasar con ella varias semanas en el paí§ pata que se vayan adaptando los tres a la nueva
familia. Avísennos cuando reciban la documentación de Bogotá —agregó la persona.
—Claro. ¿O sea que cuando tengamos la carta del orfanato podemos irnos a Colombia? —preguntó Marta.
—Sí, por supuesto.
—Muchas gracias por llamarnos; no se imagina la alegría que tenemos esta mañana con su noticia.
Sin colgar el auricular marcó inmediatamente el número de teléfono del trabajo de su marido. Con palabras entrecortadas por la emoción y con lágrimas de alegría pudo darle el mensaje.
—Seguro que será igual de bonita que su nombre —le decía a Rafaela, quien desabrochándose el delantal, y secándose las lágrimas con su pañuelo bordado, abrazó a Marta con gran emoción.
—Estoy muy contenta Doña Marta. Estoy segura que Sara traerá la felicidad a esta casa, y si usted es feliz yo también lo seré.
—Gracias Rafaela, pero ahora tendrás mucho trabajo con una nueva persona en casa.
—No se preocupe. Lo importante es que ustedes se sientan contentos; también a mí me gustará ver en esta casa un rostro infantil y ya verá que bien me llevaré con ella.
Marta miraba cada día el buzón buscando entre los papeles la carta del orfanato. Finalmente llegó un sobre acolchado con un sello de Colombia y el matasellos de una oficina de correos de Bogotá.
Posiblemente nunca había abierto un sobre con tanta rapidez; deseaba con tremenda inquietud ver la foto.
Con la boca abierta por el asombro contemplaba el rostro de una niña morenita de cabellos castaños y de suaves rasgos latinos. Dos grandes ojos marrones con largas pestañas negras y una boquita de piñón le daban un aspecto angelical.
—Qué guapa es —decía Rafaela.
—Es guapísima. Mira que sonrisita tiene. ¡Verás cuando la vea Josep! Cuando venga del trab...