Geografías íntimas
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Geografías íntimas

  1. 164 páginas
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Información del libro

'Geografías íntimas' es un entretenimiento que Ana Briongos se permite al escribir y es una forma de hacer las paces con el mundo, de hablar de él con agudeza y con sosiego al mismo tiempo. Sin reproches. Viéndolo como se ven los viejos amigos que han sabido perdonarse los defectos. Y para el lector es la sensación de acercarse a lugares y a gentes a través de multitud de reflejos, llamativos todos ellos, que crean el abanico de escenas que componen este atlas singular. (De la introducción de Miquel Briongos al libro.)

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Información

Editorial
Laertes
Año
2015
ISBN
9788475849928
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
Ana M.ª Briongos

Geografías íntimas

Ilustraciones de Àlex Ferrer

1968-2015, cuarenta y siete años de vida viajera

Dicen del ser humano que está dotado de una curiosidad sin límite y de un espíritu aventurero que le empujan a salir de su entorno más conocido, de su refugio seguro, para ir a la búsqueda de otros mundos. Eso no es del todo cierto: en general, el ser humano, busca un lugar pacífico y confortable donde construir su casa y donde criar a sus hijos, y si ha emprendido la marcha ha sido porque la miseria o la guerra no le permiten subsistir en su asentamiento. Pero al mismo tiempo siempre han existido aquellos seres que a lo largo de la historia hemos visto convertidos en conquistadores, predicadores, comerciantes y aventureros y entre estos últimos, locos, iluminados y románticos, gentes inquietas por naturaleza que, por diferentes razones, emprenden el viaje. Yo me siento cercana a los aventureros románticos.
«Mi vida ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas» y «este es para mí el verdadero sentido de la vida», dice Kapuscinski cuando defiende el abandono del cubículo de nuestra seguridad, el abandono del territorio, del árbol que nos da sombra, para ir en busca de las respuestas, del «quién», como hizo Heródoto hace 2.500 años. Hay que aventurarse en lo desconocido, dejarse guiar por «la magia de viajar» que «actúa como una droga» donde «el camino es el tesoro». (Viajes con Heródoto, editorial Anagrama.)
Un cuento iraní titulado mahi e siá e kuchulú («el pez negro y chiquitín») muy popular en Irán en los años setenta, cuenta la historia de un pececito que vive con su madre en el recodo de un río. El tedio, el aburrimiento, la estrechez de miras, los mismos paisajes, las mismas gentes, ataduras como la propiedad, la familia, las convenciones sociales, le agobian, y quiere saber qué hay aguas abajo. Es un pez especial y el autor del cuento para distinguirlo de los demás lo ha imaginado de color negro. Es un pez curioso, observador, inconformista y decidido. Y efectivamente decisión necesita. Primero, para hacer oídos sordos a los consejos de sus vecinos cuando le advierten sobre los peligros que le acechan si cruza el límite del recodo del río. Segundo, para vencer el sentido de culpabilidad por dejar a su madre que llora. Y tercero, para enfrentarse a su propio miedo ante lo desconocido.
Este año 2008 hace cuarenta y siete años que salí por primera vez de mi casa en un viaje-aventura que todavía no ha terminado. Y sentía los mismos miedos que el pez negro y chiquitín. Era 1968 y no estuve en París, a pesar de que mi partida ocurrió ese mismo año, porque en aquel momento de mi vida no me interesaban las barricadas aunque fueran para llevar un poco de imaginación al poder. Yo salía huyendo y sin embargo nadie me perseguía. Huía del tedio; de mi familia de misa el domingo y rosario diario enfrascada en oscuras rencillas muy poco edificantes; de los exámenes de tercero de Físicas; de mi efímera militancia en un partido estalinista; y, para resumir, de lo que hoy llamamos «la escopeta nacional». Quería salir, ver, olvidar, limpiar, abrir, llenar, observar, sentir y también amar. Era joven, estaba sana, me sentía fuerte. Lo microbios que tanto asustaban a mi abuela y que según ella nos amenazaban sin piedad, misteriosamente a mí no me afectaban. Quería estar sola, en un lugar donde nadie pudiera encontrarme. Salía con muy poco dinero y sin billete de regreso aunque previsoramente había dejado una cantidad de mis ahorros en una cuenta del banco para un caso de necesidad. También había apuntado mi nombre en un lugar que me parecía seguro por si llegaba un día en que no sabía ni como me llamaba, ¡qué ingenuidad la mía!, puesto que si tal cosa hubiera ocurrido no hubiera ni tan siquiera recordado el lugar donde lo había escrito. En aquella época todavía creía que las mujeres estaban como estaban por ser poco valientes, por no querer tomar decisiones y llevarlas a cabo, por ser comodonas y miedicas. Y me lo confirmaba el hecho de que en la universidad las chicas estudiaban en su mayoría Filosofía y Letras y muy pocas Físicas, y que fuera prácticamente la única mujer que viajaba sola por esos mundos de Dios. Después, evidentemente, la maternidad me ha hecho cambiar de opinión.
El destino hizo que mi camino se desarrollara a través de desiertos y que finalmente me instalara durante un tiempo en una ciudad-oasis llamada Kandahar, en el sur de Afganistán, donde conocí lo que es la austeridad del que vive en una tierra árida que da poco, pero permite subsistir.
La travesía del desierto es a la vez un viaje real por unos paisajes extraños, austeros, minimalistas, e inmensos, y un viaje interior a las más hondas raíces del espíritu. La religión no tiene que ver con esto, es otro tipo de trascendencia, se trata de emociones compartidas con gentes que no hablan tu lengua pero que aprecian igual que tú la belleza, de una música, de una canción, de un paisaje, de un plato de arroz en compañía, por ejemplo, en medio de una naturaleza extrema donde todo es superfluo menos la vida misma de las personas y de los animales, el sol que calienta e ilumina y la sombra de una tienda o de un cubículo de adobe.
Posteriormente, en un país donde las señas de identidad se resumen en ser musulmán y pertenecer a un clan, fui acogida por el clan Mohammadzaí que, como manda la costumbre pashtun, me protegía.
Los acontecimientos ocurridos en el mundo durante estos casi cincuenta años han hecho que pudiera seguir muy de cerca el principio de la catástrofe con el golpe de Estado del príncipe Daud y con la invasión de las tropas soviéticas en Afganistán. El encarcelamiento del patriarca de la familia que me acogía y también de las mujeres y de los niños. La huída de los que pudieron escapar. La resistencia, el exilio.
En Afganistán se soltaron los resortes que despiertan las furias, abren la caja de los truenos y ponen en marcha la máquina de la destrucción. Se rompió el equilibrio entre clanes y las intervenciones extranjeras han tenido mucho que ver en ello. Después de mis primeros viajes terminé la carrera y di clases de física y matemáticas, estudié persa en la Universidad de Teherán en tiempos del sah, trabajé en Irán y Afganistán. Posteriormente llegó la Revolución iraní y el ascenso político de Jomeini. Conocí el Irán posrevolucionario desde Isfahán cuando trabajé en una tienda de alfombras del bazar de aquella ciudad. Después fue la India y especialmente Calcuta, y también Bangladesh. He sentido la necesidad de contar lo que he visto, vivido y sentido en esos países por lo que he escrito cuatro libros, todos explicando las cosas más cotidianas y las vivencias de las gentes de a pie, con la idea de que la información no quede solo en manos de los cámaras de televisión, de los periodistas, o de los antropólogos. Y mi vida viajera sigue.

Amanecer en Calcuta
India

Acaba de amanecer en Calcuta. Desde la terraza del apartamento donde vivo, en el quinto piso de un edificio de Lake Place, en el sur de la ciudad, veo la calle. La tienda de enfrente ya está abierta. Su fachada amarilla resalta entre puertas herrumbrosas, cerradas con grandes candados. Está decorada con letras negras en bengalí que parecen serpientes equilibristas colgando de una barra. Dos hombres charlan de pie frente a la puerta, uno viste un dhoti blanco, camisa beige, chanclas de goma azules y se apoya en un paraguas. El otro lleva un lungui de cuadros verdes y azules y camisa amarilla, va descalzo. Un joven que ha llegado en bicicleta ordena huevos blancos en bandejas de agujeros para entregarlos en la tienda. En la fuente de la esquina un aguador bombea y llena sus bidones de plástico azules, atados con cordeles a los extremos de un largo palo, mientras tres hombres acuclillados, delgados y oscuros, se enjabonan la cabeza y el cuerpo. Un taxi negro y amarillo modelo Ambassador discurre, majestuoso, por la calzada. Los lustrosos cuervos de Calcuta croan sin cesar y pueblan árboles y azoteas. Una humedad pegajosa que no se disipa nunca nos envuelve. Sobre la ciudad están creciendo grandes nubarrones que se cerrarán en pocos minutos y nos servirán cortinas de agua. Es tiempo de monzones.
Ante mí las pintorescas azoteas del barrio del lago, donde vivo....

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