Conversaciones con Robert Castel
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Conversaciones con Robert Castel

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Conversaciones con Robert Castel

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El sociólogo Robert Castel (1933-2013), uno de los mas lúcidos analistas sociales de nuestro tiempo, siguió la estela de los sociólogos clásicos para tratar de elaborar un diagnóstico preciso de los más acuciantes problemas con los que nos enfrentamos en la actualidad.La sociología de Robert Castel se caracteriza por ser una sociología histórica que responde a los problemas de la gente, de tal modo que se ha interesado no solo por las instituciones psiquiátricas, sino también por la precarización del trabajo asalariado, el desempleo, los jóvenes relegados en los suburbios, el creciente proceso de individualización, el debilitamiento de las protecciones sociales, en suma, por la nueva cuestión social. Sus sólidos análisis siguen siendo claves para comprender lo que pasa hoy, pues los problemas que abordó siguen vivos. Conversaciones con Robert Castel es un libro ágil, matizado, reflexivo, un libro de introducción a su importante obra de sociología crítica.El propio Robert Castel, en diálogo con sus entrevistadores, facilita en este libro una aproximación a su sistema de pensamiento, a sus numerosas investigaciones, y a los debates que sus trabajos abrieron en campos muy diversos. Los lectores podrán ahora ser más conscientes de los retos con los que nos enfrentamos, de los peligros que se derivan del auge del capitalismo financiero y la globalización neoliberal, un conocimiento que sin duda ha servido y seguirá sirviendo de base para la búsqueda de alternativas más democráticas.

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Información

Año
2019
ISBN
9788471129321
Categoría
Sociología
1
LO SUBJETIVO Y LO OBJETIVO
Presentación de Vincent de Gaulejac.
Changement Social, 12, 2007 págs. 59-87.
Vincent de Gaulejac: Recibimos hoy a Robert Castel que es autor de una obra importante en la que cabe destacar sus dos libros La gestión des risques y Les métamorphoses de la question sociale. Además de la admiración que yo siento por el sociólogo encuentro que Robert es un hombre interesante, reservado. Agradezco mucho que haya aceptado nuestra invitación porque sé, pues ya he discutido con él de ello, que el ejercicio que le proponemos hoy no le resulta ni fácil ni familiar. Ha aceptado sin embargo venir a hablar con nosotros sobre las relaciones que él encuentra entre su historia de vida y sus opciones teóricas.
Robert Castel: Muchas gracias por invitarme. Como termina de recordar Vicent de Gaulejac he tenido y sigo teniendo muchas reticencias para realizar este tipo de ejercicio. Estoy en contra de mezclar lo público y lo privado; y el discurso psicológico, salvo si está elaborado por profesionales de la disciplina, me parece que pertenece a la esfera privada. Si al fin he aceptado exponerme, por decirlo así, ante vosotros, ello se debe a dos razones. La primera es una mala razón, inspirada en un sentido del honor un poco ridículo: no he querido escurrir el bulto ante una situación que me parecía difícil, y que he asumido como un reto. La segunda razón es más seria, ya que parte de la convicción de que el tema que se está abordando en este ciclo de reflexiones sobre Historias de vida y opciones teóricas es esencial, ya que abarca algo que para mí es una cuestión fundamental. Siempre he pensado que el conocimiento más interesante consistiría en dilucidar las relaciones que existen entre estas dos dimensiones de la existencia que la reflexión aborda de forma separada, es decir, analizar que el hombre y la mujer son individuos con afectos, sentimientos, opciones que creen que son personales, es decir, que tienen una subjetividad, pero que al mismo tiempo son sujetos sociales, pertenecen a una clase social, a una época concreta, se ven inmersos en acontecimientos históricos que los atraviesan. La relación entre estos dos polos es profunda, pero continúa estando oculta. Esta cuestión no es una cuestión original en sí misma, pero es cierto que la voluntad de intentar comprender cómo lo subjetivo y lo objetivo formarían como las dos caras de una misma moneda es algo que me ha preocupado siempre, a partir del momento en el que he intentado reflexionar.
Para comenzar a decir algo sobre mi vida diré que he hecho un largo servicio militar de dos años con la graduación más subalterna posible: soldado de segunda clase. He hecho también innumerables guardias de noche y tenía pequeños blocks en los que escribía notas que me ayudaban a pasar el tiempo. Creo que a esas notas las llamaba, aunque de esto hace ya mucho tiempo, reflexiones para fundar una psico-antropología o una socio-psicología, o algo parecido. He perdido estas libretitas, y esto no supone sin duda ninguna gran pérdida para la humanidad, pero esta anécdota pone de manifiesto la antigüedad de mi preocupación por esta cuestión que me ha seguido interesando siempre. He sido freudo-marxista, como se decía en los años sesenta, lo que quería decir exactamente esto: la voluntad de juntar, como si se tratase de las dos caras de una misma moneda, la comprensión de los sucesos psicológicos y la teoría de los determinantes sociales. Por otra parte uno de mis primeros artículos, el primero o el segundo que he escrito en la revista Critique, hacia 1964, trataba sobre Eros y Civilización de Herbert Marcuse. Me parecía entonces que esta obra era una tentativa rigurosa para intentar establecer la mencionada articulación. Esto explica también que me haya interesado mucho durante un tiempo por el psicoanálisis, y explica también por qué el psicoanálisis me ha decepcionado, pues yo buscaba en él los instrumentos para tejer esos lazos. Me pareció que el psicoanálisis no trataba de esto en absoluto, que, al funcionar como una máquina de interpretación, disolvía la dimensión social. Por otra parte he tenido quizás más bien tendencia a decantarme del otro lado cuando escribí Le psychanalysme para mostrar que el psicoanálisis traicionaba esta gran ilusión. Pensé entonces que más que contar historias psicologizantes era mejor ser riguroso, aunque ello supusiese ser un poco rígido optando por “la ruptura epistemológica” y subrayando más bien lo que separa estas dos dimensiones, en lugar de intentar hacer una teoría psicologizante y un tanto blanda de lo social.
A lo largo de mi trabajo he continuado manteniendo esta separación. No he encontrado referencias convincentes que justifiquen una posición que una estas dos dimensiones. No pretendo por supuesto tener razón. Reconozco incluso que hay sin duda en esta actitud una especie de decepción amorosa. Pero he comenzado mi intervención por ponerla de relieve para ilustrar el hecho de que esta cuestión de la relación entre trayectorias de vida y posiciones teóricas no me es indiferente, sino todo lo contrario ya que forma parte de este interés esencial que continúo manteniendo por la articulación de estos dos puntos de vista. Y esta es la razón por la que sin duda habría sido un tanto cobarde, por mi parte, negarme a aceptar participar para tratar de responder a esta cuestión; pero a la vez es un tanto idiota haber aceptado, pues soy incapaz de establecer esas relaciones, y tampoco será ahora cuando pueda hacerlo. Por lo tanto lo que voy a decir corre el riesgo de ser algo anecdótico. Pero al menos intentaré yuxtaponer, visualizar, estos dos registros: elementos de mi trayectoria de vida que me parece que fueron determinantes, y orientaciones teóricas que me han conducido a escribir lo que he escrito. Así pues mi intervención consistirá en esencia en poner en paralelo las dos líneas. Quizás la discusión nos ayude a ir un poco más allá.
Comienzo por tanto por contar, a grandes rasgos, mi vida. He nacido en Brest en 1933, el año en el que Hitler subió al poder, y aunque no hay ninguna correlación entre estos dos sucesos, esto significa que mi infancia y mi adolescencia estuvieron atravesadas por la guerra. Para ser más precisos he nacido en Saint-Pierre-Quilbignon, que en la actualidad forma parte de Brest, pero que entonces era la periferia rural de la ciudad. A esta zona venían a vivir aquellos que procedían de las granjas de la zona rural próxima, cuando las familias eran demasiado numerosas como para poder vivir de la tierra, algo que en Bretaña era muy frecuente. Esta fue también la historia de mi familia cuya cuna fue una granja que estaba a una decena de kilómetros de Brest, que era conocida como La casa del diablo. No sé cómo ni por qué el diablo había venido a aquella casa. En todo caso mi padre había salido cuando era muy joven de la granja y se había enrolado en la Marina Real. Sin duda debió hartarse pronto de esta vida de vagabundeo y desembarcó definitivamente, al cabo de siete años, para convertirse en empleado de caminos y puertos. En mis primeros recuerdos él hacía un trabajo que me enorgullecía mucho: era responsable de las maniobras del Grand Pont. Para aquellos que no conocen Brest este puente es un puente colgante que antes de la guerra salvaba el río Penfel entre Brest y Recouvrance. El puente se elevaba, y era mi padre quien realizaba esta maniobra. Yo iba algunas veces a verlo y estaba muy orgulloso porque era él quien paraba y quien restablecía la circulación entre Brest y Recouvrance. Dicho esto mi padre era un pequeño empleado de caminos y puertos. No pertenecía exactamente a la clase obrera, porque en Brest no existía realmente proletariado industrial. Nosotros pertenecíamos a las clases populares que describió Richard Hoggart. No éramos en absoluto pobres, en el sentido miserable del término, no dependíamos de nadie, incluso éramos bastante orgullosos. Recuerdo una vez que mi madre regresaba del mercado, debía de ser aproximadamente hacia el año 1939, y llegó diciendo que el vino había subido de precio, había pasado a costar cinco francos el litro. No sé lo que eso significaba exactamente para la economía doméstica pero debía de resultar bastante oneroso. Y mi madre me dijo: Ya ves Robert, hay muchos burgueses que beben vino solamente los domingos, y nosotros, pese a todo, bebemos y beberemos vino todos los días, e incluso buen vino. Es muy posible que yo no me haya convertido completamente en un burgués pues no bebo vino solo los domingos, bebo vino todos los días. Recuerdo también que mi madre hablaba con un cierto desprecio del barrio de Kéravel, al que no he ido nunca, pese a que no estaba muy lejos. Era este el barrio de la gente más pobre, de los borrachos, el cuarto mundo de los malos pobres. A mi madre no le gustaba en absoluto que hubiese gente que viviese así. Éramos por tanto personas orgullosas, respetables, no exactamente pobres, tampoco cultas, ya que, que yo recuerde, en la casa solo había dos libros. Uno era Le tour de France de deux enfants, y ya no me acuerdo del título del otro. Pero en todo caso no pedíamos nada a nadie, ni si quiera al buen Dios, porque, no sé muy bien por qué, y aunque esto no era muy frecuente en el Brest de la época, mis padres eran laicos y republicanos, y por eso yo fuí a la Communale, a la escuela pública.
Estalló la guerra y empezaron las privaciones y los bombardeos. En 1942 mi madre murió de cáncer. Yo tenía entonces nueve años y medio y supe un año antes que iba a morir. Tengo muy vivos recuerdos de esta época, pero no me parece indispensable contarlos. Mi padre no soportó esta pérdida. Intentó mantener el tipo durante dos años, sin duda por mí, pero debió de ser para él un calvario. Se veía claramente que se sentía muy mal. Al final, al cabo de los dos años, se colgó en la bodega. Yo tenía entonces once años y medio. No cuento estas cosas por un afán melodramático, sino porque estoy convencido de que no habría podido estudiar si mis padres hubiesen vivido. Habría continuado su trayectoria. Habría sido probablemente trabajador en el arsenal del puerto de Brest. Por otra parte me agrada pensar que me habría afiliado a algún sindicato, y que incluso podría haber hecho de enlace sindical, probablemente como delegado de la Confederación General del Trabajo (CGT).
Todo esto que estoy contando no es nada alegre pero tampoco es un historia de la DASS, el Departamento de Asuntos Sanitarios y Sociales que tenia por función, entre otras cosas, de ocuparse de los niños abandonados y con problemas. Yo no había quedado abandonado, sin familia, no anduve errante sin domicilio en ese Brest derruido de los años de la postguerra. Tenía una hermana, o mejor dicho, una media hermana, que era quince años mayor que yo, que estaba casada y tenía dos hijos. Fuí a vivir a su casa, y me trataron muy bien. Es lo menos que puedo decir. Ella, y también su marido, me han tratado como si fuese su hijo. Y me gustaría subrayar como si yo fuera su hijo. Entré a formarme en un centro de aprendizaje con el objetivo de entrar en el arsenal de Brest que representaba a la aristocracia obrera, y comencé a preparar el Certificado de Aptitud Profesional, el CAP de ajustador mecánico que luego obtuve. Tengo por tanto el CAP de ajustador mecánico y también el diploma de Enseñanza Industrial.
Durante el tiempo en el que estuve recibiendo esta formación el Centro, que era un simple centro de aprendizaje, se convirtió en un Colegio Técnico. Esto significó que se constituyó una clase para preparar el Bachillerato Técnico con los alumnos considerados mejores. Yo fui elegido como uno de ellos porque, aunque era bastante mediocre en todas las disciplinas técnicas era siempre el primero en francés, en historia y en geografía, lo que me permitió hacer mi primer bachillerato (en la época había dos bachilleratos) un tanto por los pelos, y poder así tener la opción de realizar la segunda parte del bachillerato de filosofía en el Instituto.
¿Cuál es la razón de que hiciese esa elección, algo que quizás se acerca un poco a la cuestión que estamos tratando? Percibo en ello dos razones principales. La primera es que, aunque no sé muy bien por qué, yo no me encontraba nada a gusto en el Colegio Técnico. Era un poco como una cárcel. En todo caso detestaba claramente aquel ambiente de cuartel o de fábrica del siglo XIX, con el taller de los encargados que parecían sargentos cucharones. Me refugiaba en la lectura. Todo el tiempo que podía me sumergía en la lectura. La inmersión es una buena imagen porque uno se sumerge en un elemento contrario, uno se sumerge en la lectura hasta las cejas para olvidar el mundo. Posiblemente fue entonces cuando comencé a amar las ideas. Leía todo lo que caía en mis manos. Por lo general no tenía libros, pero una vecina me prestaba ejemplares viejos de la colección de L’Illustration, una revista que había desaparecido antes de la guerra. Yo los devoraba. Me acuerdo que los domingos, después de comer, leía L’illustration con la angustia que iba creciendo a medida que se acercaba la mañana del lunes, la mañana en la que tenía que volver a aquel asqueroso colegio técnico. No era ésta todavía una opción teórica, pero creo que fue así como comencé a reconciliarme con las ideas. En el fondo era una forma de estar en otro sitio. No importaba tanto donde estaba sino, sobre todo, no estar allí, cuando no te queda otro remedio que estar allí donde tienes que estar. Yo no creía en Dios, no había por tanto para mí otro mundo fuera de aquel. La droga entonces no formaba parte de este universo, y yo era demasiado joven como para entregarme a la bebida. Por otra parte tampoco tenía dinero. Y tampoco encontré ocasiones para convertirme en un delincuente. Así que me evadía por tanto en la lectura, pero con la conciencia de que la lectura era una película demasiado frágil que protegía mal del mundo exterior, ya que era preciso cerrar L’illustration y volver al colegio técnico, atravesar a pie, por la mañana y por la tarde, cinco kilómetros de un paisaje en ruinas en el que se ponían de manifiesto las secuelas de la guerra. Yo tenía ganas de hacer otra cosa, de abandonar este mundo de la técnica que a mis ojos expresaba de una manera implacable el mundo tal y como era realmente.
La segunda razón, o la causa ocasional que desencadenó “mi elección” fue un profesor de matemáticas, de quien nunca llegué a conocer su verdadero nombre, y a quien llamábamos Buchenwald. Estábamos en torno a 1948 y él, efectivamente regresaba del campo de concentración. Era una persona muy delgada e imponente. Toda la clase estaba aterrorizada, y yo sobre todo, porque casi una vez de cada dos me hacía salir a la tarima del encerado. Yo no entendía por qué me hacía salir a mí tan frecuentemente, y pensaba que me odiaba. Y ello con más razón si se sabe que yo era bastante nulo en matemáticas. Cada vez que salía se enfadaba conmigo. Pero, sin embargo, al final del curso, cuando terminó la última clase, me llamó y me dijo: Castel, debes dedicarte a otra cosa, eres una persona inteligente y, si sigues aquí, vas a quedar capitidisminuido. Es necesario que salgas de aquí y vayas al Instituto. Yo me quedé un poco sorprendido (de hecho, una de las cosas que he lamentado durante toda mi vida es no haber vuelto a ver a Buchenwald). Sin pensarlo mucho me fui a ver al director del colegio, que era un técnico, proveniente del mundo del trabajo, y que me dijo exactamente lo contrario: Estás loco, es verdad que eres el primero en francés, pero eso no quiere decir nada, pues aquí todo el mundo es nulo en francés ya que son hijos de trabajadores. El instituto es otra cosa, no está hecho para ti. Si vas al instituto harás el ridículo. Por último hablé de esto con mi cuñado, que hacía para mí el papel de padre, y que era electricista. Él había querido estudiar, y tenía todas las capacidades para hacerlo, pero no había podido estudiar porque entonces esto era algo impensable en su medio de origen. Esta es una de las razones por la que no acepto que se diga que las clases sociales no existen. Las clases sociales existían entonces y me parece que aún existen hoy, aunque de forma distinta. En todo caso mi cuñado es un ejemplo de alguien que ha equivocado su vida por razones sociales. Y él me dijo: Es muy arriesgado lo que quieres hacer, pero si crees que debes ir al Instituto, vete. Creo que me dijo esto en primer lugar porque me quería mucho, y quería lo mejor para mí, pero también porque él estaba frustrado por no haber podido hacer lo que le habría gustado hacer, pero también porque él no era mi padre en el sentido estricto del término. Me parece que mi padre habría considerado que era un riesgo demasiado grande y habría querido protegerme contra una salida casi seguro equivocada. Al mismo tiempo, quizás lo que estoy planteando es un falso problema porque creo que si mi padre hubiese vivido yo no habría tenido este tipo de proyecto y habría entrado en el Arsenal de Brest con mi certificado de ajustador. Habría cumplido así con mi destino social.
La trayectoria normal se había por tanto roto, y en el Instituto ingresé en la clase de filosofía medio muerto de miedo. No conocía a nadie. Estaba entre los burgueses, había entrado en su casa, la casa de ellos, y retomo la oposición que estableció Hoggart ente ellos y nosotros. Y por si esto fuese poco era una clase mixta. Éramos 45 y había 25 chicas, ante las cuales muy pronto me iba a ver visto cubierto por el ridículo. Voy a finalizar esta prehistoria de mi historia intelectual con una anécdota que es al mismo tiempo uno de los recuerdos más vívidos de mi vida. En el mes de diciembre, tres meses después de mi entrada al Instituto, el profesor de Filosofía nos devolvió el primer comentario de textos del año. No sé si se debía al sadismo, pero él comenzaba por las notas más bajas. Al principio me tranquilicé, pues no tenía la nota más baja, pero hacia la mitad de la pila de ejercicios, como continuaba con los apellidos, y a mí no me citaba, empecé a sentir terror y me dije: ¡He hecho algo tan desastroso que ni siquiera aparezco en las calificaciones! El profesor seguía nombrando a los estudiantes y mi angustia iba en aumento. Me nombró al final: había conseguido la mejor nota. Había ganado la apuesta. Me parece que alguien que ha jugado todo su honor y toda su fortuna a un número de la ruleta y lo gana no se habría sentido más relajado de lo que lo estuve yo en ese preciso momento.
Así fue como emprendí los estudios de filosofía. Y aunque esta no fue, estrictamente hablando, una opción teórica, creo que voy a intentar decir una o dos cosas para entender por qué he estudiado filosofía. Creo que se debió en primer lugar a que era lo más abstracto, lo más general, lo más conceptual, aquello que presenta la mayor distancia con el mundo cotidiano y que puede mantenerlo alejado a la vez que intenta comprenderlo. Creo que me ha quedado siempre algo de esto, incluso cuando me he dedicado a hacer sociología, es decir, lo que estoy haciendo en este momento. No soy, y no lo seré nunca, un sociólogo que hace sociología empírica. No quiero que la experiencia me ahogue. Quiero tratar de comprender la experiencia, pero adoptando una cierta distancia, lo que, a mi parecer, es la única forma de comprenderla bien. En todo caso es la úni...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Nota de la editorial
  5. ÍNDICE
  6. PRÓLOGO. ¿SOCIOLOGÍA PARA QUÉ?
  7. 1. LO SUBJETIVO Y LO OBJETIVO
  8. 2. PIERRE BOURDIEU Y LA SOCIOLOGÍA CRÍTICA
  9. 3. CUESTIONAMIENTO SOCIOLÓGICO DE LA CULTURA PSICOLÓGICA
  10. 4. CENTRALIDAD DE LA CUESTIÓN SOCIAL
  11. 5. DE LA PSIQUIATRÍA A LA SOCIEDAD SALARIAL. Una socio-historia del presente
  12. 6. EL INDIVIDUO NO PUEDE EXISTIR SIN SOPORTES SOCIALES
  13. 7. LAS ÚLTIMAS METAMORFOSIS DE LA CUESTIÓN SOCIAL
  14. 8. DE LA MARGINACIÓN SOCIAL A LA INSERCIÓN. Los nuevos enclaves de las intervenciones sociales
  15. 9. LAS AMBIGÜEDADES DE LA INTERVENCIÓN SOCIAL FRENTE AL AUMENTO DE LAS INCERTIDUMBRE
  16. 10. FRENTE A LA RENTA BÁSICA, VINCULAR PROTECCIONES AL TRABAJO
  17. 11. UN NUEVO RÉGIMEN DEL CAPITALISMO
  18. Anexo. A LA MEMORIA DE BUCHENWALD. Robert Castel
  19. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS EN ESPAÑOL
  20. BREVE REFERENCIA BIOGRÁFICA DE LOS ENTREVISTADORES
  21. Contraportada