Invierno
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Invierno

El relato de la espera

  1. 174 páginas
  2. Spanish
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Invierno

El relato de la espera

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Información del libro

A nuestro alrededor, el silencio; nosotros estamos al calor de un fuego encendido. Es la milenaria historia de una naturaleza que contiene la respiración.Contar el invierno significa hablar de una parte profunda de la historia de la humanidad: las grandes glaciaciones, la lucha por la supervivencia, pero también de la idea del renacer ligada a los mitos y a las fiestas más antiguas. Estación de la suspensión tanto de los trabajos agrícolas como de la guerra, es uno de los momentos más importantes del año, marcado por ritos religiosos y por la esperanza de renovación que esos ritos expresan. Seguirla a lo largo de los siglos nos remite a cazadores, a enfermedades, a agotadoras retiradas militares, al frío de los monasterios, y luego a hechizados seres escondidos en el corazón de la tierra, a largas vigilias frente al fuego en el recogimiento de la intimidad doméstica. Un mullido intervalo blanco, festivo y mortal al mismo tiempo, que nunca deja de apelar a nuestro imaginario.

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Información

Año
2019
ISBN
9788491143161

El invierno de la intimidad y de la espera





Avanza la noche y, con ella, el invierno. Y las historias que voy contando, ahora tienen que empezar a cambiar, al menos un poco. Es verdad que hace el mismo frío, pero somos nosotros los que ahora somos distintos. Porque hay un momento en el que nuestra estación ha empezado a ser como la que conocemos: las imágenes, las expectativas, los temores, se han mezclado con esa cosa que nosotros llamamos invierno. No ha sucedido hace tanto tiempo. Unos cuantos siglos, eso es todo, y un historiador sabe que unos cuantos siglos nunca es el fin del mundo; pero son suficientes para crear ideas, costumbres, convicciones que luego nosotros creemos eternas.
Dicho de otra manera, esa idea del invierno como estación magnética y sugerente, hecha de misterio y de intimidad familiar; esa idea del invierno que nos relaciona con las luces difusas y con el camino iluminado; esa idea del invierno que nos hace probar un estremecimiento de placer fijando el hielo en el exterior de nuestra casa cálida; pues bien, esa idea del invierno es muy reciente y se ha construido poco a poco, paso a paso, solo durante los últimos siglos. Así que ahora os cuento esa historia, que es la mía y la vuestra.
La historia empieza así.
Cuando tenía catorce años abrí por primera vez una novela rusa. Y estaba algo preocupado, no tanto por el número de páginas, como por la idea de autoridad y de importancia que arrastraban aquellos libros. Estaban en la librería de mi padre, no demasiado arriba y me veía obligado a echarles una mirada cada vez que pasaba por allí. De manera que, al final, se convirtió en una especie de desafío cotidiano. Y me dije que lo mismo daba empezar por lo que más miedo me daba, ya fuese por el nombre o por el número de páginas. Así fue como me enamoré de Anna.
Porque no era solo una historia de pasión y traiciones: es que todo, absolutamente todo, todo en aquel libro parecía hablarle a un posible lector. Hasta en la descripción del clima. A este propósito hay una célebre escena; aquella en la que Tolstói introduce el tema de la devoradora pasión entre Anna Karénina y Vronski.
La tempestad no amainaba. El viento seguía silbando con furia; se metía por entre las ruedas del tren, se lanzaba contra todo, cubriendo de nieve vagones, postes y personas. Se calmó por unos momentos, embistiendo luego con renovada furia. La puerta de la estación se abría y se cerraba casi sin interrupción, dando paso a personas que andaban presurosas y charlaban alegremente a lo largo del andén, cuyo pavimento crujía bajo sus pies. Una sombra humana se deslizó por debajo de sus pies, se oyó el golpe de un martillo contra el hierro, y luego resonó de entre las tinieblas una voz enojada procedente del lado opuesto.
– Envíen un telegrama –decía la voz.
– Por aquí, haga el favor, número 28 –gritaron otras voces.
Pasaron unas personas arropadas y cubiertas de nieve.
Dos señores con los cigarrillos encendidos pasaron junto a ella. Respiró otra vez a pleno pulmón y se disponía ya a subir al vagón, cuando observó que a pocos pasos de ella había un hombre vestido de militar, interceptando la vacilante luz del reverbero. Lo miró con atención y vio que era Vronski.
Eso es todo lo que cuenta. En medio de aquella espantosa tormenta de nieve que azota la estación y en la pasión igualmente violenta que agita a la protagonista y a su amante, se buscan, se rechazan, se temen y se desean y, al final de todas estas dudas, la imagen del invierno con la que me quedé durante muchos años:
En ese momento el viento, como si hubiera vencido ya todos los obstáculos, esparció la nieve del techo de los vagones y agitó triunfalmente una plancha que había cedido a sus embates. La locomotora lanzó un silbido triste y estremecedor. La trágica belleza de la tempestad le parecía ahora a Anna aún más atractiva: acababa de oír las palabras que su razón rechazaba, pero que tanto deseaba su corazón.

EL ALMA RUSA Y EL GENERAL INVIERNO

Los rusos vieron que el frío les poseía, era una identidad, una de sus íntimas características. Eran años de nacionalismo y en Europa, por todas partes, se iniciaba una fase de recuperación de las características originarias de los pueblos. Los rusos entendieron con claridad que ellos pertenecían al hielo y a la nieve. Sabían de los terribles peligros del frío, pero, contrariamente a muchos pueblos meridionales, sabían cómo usarlo en su propio beneficio. Lo que para otros podía ser fatal inercia, para ellos era velocidad y capacidad de acción. Eso resultó trágicamente evidente en 1812, cuando Francia tropezó de lleno con el General Invierno.
En los años anteriores se habían acumulado tensiones entre Francia y Rusia. Y desde el punto de vista de Napoleón, el imperio del zar Alejandro era la única potencia que seguía siendo independiente en el continente europeo. De manera que la guerra se fue haciendo más y más cercana: el gran ejército que se concentró en las orillas del Báltico era inmenso, alrededor de setecientos mil hombres; algo literalmente apocalíptico. Napoleón había dado la orden de apuntar directamente a Moscú… Moscú, la capital asiática; la ciudad sagrada de los pueblos de Alejandro; Moscú y sus innumerables iglesias que recordaban a las pagodas chinas. Una ciudad que no dejaba un momento de paz a la imaginación de Napoleón.
En cierto modo, ese fue el fatal error del emperador: ese deseo de oriente. Mejor hubiera hecho destruyendo al ejército ruso en una batalla decisiva. Mejor hubiera hecho no cediendo al encanto de una gloria fácil. Pero las cosas fueron de otra manera: el ejército francés entró en una ciudad, Moscú, ya abandonada, sin ejército que la defendiera y tomó posesión de ella. Cinco semanas fatales que señalaron el inicio de un fin fatalmente inexorable. Dentro de Moscú la Grande Armèe se dispersó; colapsó la cadena de mando y, finalmente, llegó el incendio. Los franceses comprendieron que estaban perdidos, aislados en terreno enemigo, tan espantosamente lejos de su propia casa.
El ejército francés dejó Moscú en el amanecer del 19 de octubre de 1812: 87.000 hombres de infantería, 14.750 de caballería y 533 cañones detrás. Después numerosos civiles, mujeres, niños, prisioneros y una interminable fila de más de 40.000 carrozas y carretas sobre las que habían amontonado todo el botín tomado en la ciudad. Un espectáculo, a su manera, terrible y magnífico; un convoy demasiado pesado que avanzaba lentamente en territorio hostil, mientras que el invierno se abría paso entre las estepas de Rusia.
Lo que siguió ya ha sido contado infinidad de veces, empezando por mi amado Tolstói en su Guerra y paz. Las tropas pernoctaron durante meses sobre la nieve, a quince grados bajo cero, sin botas y sin abrigos, con raciones insuficientes, y sin vodka, donde el día apenas si duraba siete u ocho horas y el resto era noche. Y allí no era como en plena batalla, cuando los hombres son conducidos solo durante unas horas a la zona de la muerte, donde ya no hay ninguna disciplina que los sujete, sino que durante meses enteros vivieron en constante lucha, en cada instante, contra la muerte por hambre o frío. Azotados por interminables tormentas de nieve, incapaces de encontrar refugio o alimento más que vistiéndose con las pieles robadas a los moscovitas y matando a sus propios animales…, a causa del frío, a menudo, los hombres enloquecieron antes de acabar muriendo de una manera atroz.
Napoleón había sido derrotado. Había vencido el General Invierno. Es posible que la expresión se acuñara precisamente para la ocasión, aunque resulta bastante difícil datarla con precisión. Uno de los primeros en utilizarla fue el general Caulaincourt, que en diciembre de 1812 había acompañado a Napoleón. Pero, desde ese momento, la idea se propagó, terminando por referirse a la terrible potencia del frío y del hielo en el curso de cualquier clase de guerra.

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1. Pieter Bruegel , Cazadores en la nieve, 1565, Viena, Kunsthistorisches Museum.

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2. Hendrick Avercamp, Paisaje invernal con patinadores. 1608 ca. Amsterdam, Rijksmuseum.

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3. Les très riches heures du duc de Berry, detalle del mes de febrero. 1412-16 ca., Chantilly, Musée Condé.

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4. Katsushika Hokusai, El poeta chino Toba a caballo con su criado en un paisaje nevado, 1833-34.

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5. Ando Hiroshige, Santuario de Gion en la nieve, 1934.

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6. Caspar David Friedrich. Paisaje invernal, 1811 ca. London National Gallery.

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7. Claude Monet, La urraca, 1868-69, París, Musée d’Orsay.

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8. Marc Chagall, Sobre Vitebsk, Toronto, Art Gallery of Ontario.

Naturalmente, el gobierno de los zares se esforzó no poco en sostener que Napoleón no había sido derrotado por el invierno, sino por la habilidad de los generales rusos. Pero la realidad era que el creciente sentimiento nacional miraba con simpatía el profundo nexo entre el alma rusa y los rigores del invierno. El mismo Tolstói, en Guerra y paz, había descrito un invierno casi perfecto. El de 1809, cuando la familia del conde Rostov se lanza a una carrera de trineos entre la nieve, disfrazada y enmascarada como solía hacerse en Rusia durante las fiestas de Navidad:
Había tal claridad que Nikolai podía ver el brillo de los arreos y los ojos de los caballos a la luz de la luna, los cuales se volvían mirando asustados a los pasajeros que hacían ruido bajo el oscuro techo de la entrada.
En el trineo de Nikolai tomaron asiento Natasha, Sonia, Madame Schoss y dos jóvenes camareras. Sobre el trineo del viejo conde se montaron Dimmler, con su mujer y Petia; en los otros montaron los sirvientes disfrazados.
“¡Adelántate tú, Zachar!”, le gritó Nikolai al cochero de su padre, para luego tener ocasión de sobrepasarle a lo largo del camino.
La troika del viejo conde, a la que se habían subido Dimmler y otras personas disfrazadas, se movió gimiendo al principio sobre los patines, como si estuviera pegada a la nieve, con un sonoro tintineo de la campanilla. Los dos caballos de los lados se ceñían a los varales y se hundían en la nieve dura y brillante, salpicándola como si fuera azúcar.
Nikolai se movió detrás de la primera troika: tras él retumbaron y chirriaron las demás. Primero fueron al trote a lo largo del estrecho camino. Hasta que dejaron a un lado el jardín, las sombras de los árboles desnudos se alternaban veloces por la vereda, reflejando la luz brillante de la luna, pero una vez que superaron la valla, por todas partes se abrió la llanura cubierta de nieve, espléndida y como cubierta de diamantes, invadida toda ella del fulgor lunar, inmóvil, con reflejos azules. Una vez, dos, el trineo de cabeza rebotaba en algún agujero, de igual modo lo hacían el resto de los trineos que le iban siguiendo y que, violando sin pudor aquel sepulcral silencio, se alargaban en la carrera, uno detrás de otro.
“La huella de una liebre, ¡cuántas huellas!”, sonó la voz de Natasha.
En 1824, el gran Alexandr Pushkin escribía un poema que titulaba Mañana invernal en el que se dirigía a una mujer joven con la que había pasado la noche y celebraba el invierno como celebración de los sentidos y del recuerdo:
¡Hielo y sol, maravilloso día!
Todavía duermes encantadora amiga,
Ya es hora, querida, despierta:
Abre los ojos cerrados por la languidez
Encuentro la nórdica Aurora,
¡Aparece como estrella del Norte!
El erotismo del invierno. El refugio de la casa frente a la inmensidad del hielo que todo lo cubre a nuestro alrededor. La literatura rusa trató durante mucho tiempo estos temas y estas ideas, incluso después del fin de los zares, después de la revolución de octubre.
Creo que son muchos los que todavía recuerdan la casa de hielo en la que se refugian Yuri Zivago y Lara Antipova, la villa abandonada donde pasan las gélidas noches de invierno entre amor y poesía.
Es curioso porque se trata de un recuerdo más que nada cinematográfico, un recuerdo que tiene el rostro de Omar Sharif y Julie Christie. En realidad, el libro de Boris Pasternak no es una historia de amor (o, al menos, no lo es completamente). El doctor Zivago es una gran novela que gira en torno a las tragedias y a las transformaciones de la revolución rusa, hablando de sentimientos y de pasiones.
En el libro, esa casa encantada existe, pero tiene un sentido completamente distinto: el de una cálida intimidad que un lugar perdido, rodeado por la inmensidad del hielo, puede proporcionar al alma humana.
Era la una de la madrugada cuando Lara, que hasta ese momento había fingido dormir, logró realmente conciliar el sueño. Las sábanas frescas, bordadas, resplandecían limpias, planchadas, sobre ella, sobre Kátenka y en la cama. Incluso en aquellos años se las apaña...

Índice

  1. Índice
  2. Voy a contarte el invierno
  3. El invierno de los orígenes
  4. El invierno moderno
  5. El invierno de la intimidad y de la espera
  6. Al final de la historia
  7. Libros, historias, personas: tras el invierno