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Fay Wray
La novia del mono
«Oh, Lady Be Good»
Fred Astaire
«Let’s Do It»
Dinah Washington
«We Have All the Time in the World»
Louis Armstrong
Vaya por delante mi especial debilidad y fascinación por las actrices que se iniciaron en el cine mudo, esas estrellas en ocasiones fugaces y en otras perennes en mi memoria y en el imaginario consolidado de mis más bellos sueños.
Familiarmente, me refiero a ellas como ángeles perdidos, seres de efímera vida artística pero de enorme huella existencial. De 1920 a 1935 las había por cientos, tal vez por miles, en todos los estudios de Hollywood. Solo anhelaban el éxito que pudiera rescatarlas de la pobreza y la miseria, y para conseguirlo estaban dispuestas a todo. Vendieron su cuerpo y su alma. Su historia me interesa tanto que estoy pensando en dedicarles un ensayo en profundidad, algo como un merecido homenaje a todas esas mujeres anónimas o de breve esplendor que no consiguieron consolidar su sueño americano.
Este preámbulo sirve para hablar de una mujer muy especial para mí. También comenzó su carrera en el cine mudo, pero el mundo y la historia la recordarán siempre por ser la obsesión del gran mono, la novia de King Kong.
King Kong revolucionó en 1933 la industria cinematográfica y el cine fantástico como género. Poesía, aventuras y amor. Pasen y vean la octava maravilla del mundo…
Fay Wray llegó a Sitges en el año 1989 y lo primero que preguntó fue por el logotipo del Festival, con ese magnífico gorila gigantesco —ideado por el gran ilustrador gráfico y fotógrafo Ferran Freixa— emergiendo de las aguas del Mediterráneo y acercándose a la iglesia de Sitges. Le encantó porque, según dijo, aún estaba unida a Kong. Sabía que la perseguiría hasta el fin de sus días y eso le parecía maravilloso, poético y único.
Ese agradecimiento eterno a una película y a un personaje no es muy común en el mundo del cine, de hecho, no es infrecuente que renieguen de sus films pasados por considerarlos mero entretenimiento y nada más. Por ese motivo valoré mucho el comentario de Fay. Ella supo vivir su pasado y aprender las normas imprescindibles para sobrevivir al presente. Por aquel entonces yo aún no sabía lo mucho que me iba a sorprender esa señora.
Poseía el aplomo y la elegancia de una mujer sin temor alguno a la vejez. Era como si sintiera orgullo por cada una de las manchas que lucía en la piel de las manos. Su belleza, delicada y cristalina, triunfaba sobre cualquier otro detalle delator del paso del tiempo, como las arrugas, admirablemente diseñadas en un rostro de perfecta simetría. Y decimos arrugas sin temor alguno a la palabra, como las rayas que surcan las viejas copias de 35 milímetros, y que son la expresión visible de la experiencia y de la dignidad conservada, y que en nada alteraba el atractivo de esa mujer madura y hermosa en su plenitud.
Casi de inmediato establecimos un hermosísimo vínculo intelectual y emocional. Juntos fuimos a ver el pase de King Kong con la sala de El Retiro a rebosar y ovacionándola puesta en pie durante cinco minutos hasta la lágrima de la heroína, la lágrima de Ann Darrow. Recuerdo que en un momento determinado de la proyección, cuando Kong acuna con su mano a Ann y la deposita con sumo cuidado en el árbol para defenderla de un Tiranosaurio Rex, Fay, sorprendida y coqueta, me comentó: «Mira qué piernas, en esa época fueron las más deseadas de América». Se refería, claro, a 1933, y enseguida recordé que aquellos fueron unos tiempos terribles de hambre y pobreza para su país. Cuatro años después de la quiebra de la bolsa de Wall Street, y en plena depresión, cualquier cosa era buena para distraer a la población: hasta una historia de amor entre un simio gigante y una pobre chica sin recursos.
En la cena de ese mismo día, me contó con meridiana clarividencia y prodigiosa memoria cómo fueron aquellos años y la enorme importancia que tuvieron los estudios de Hollywood en general y el suyo, la RKO, en particular: «Era como nuestra segunda casa. Nos atendían y nos cuidaban. Siempre cumplían todo lo acordado y en mi caso, aunque no estuve hasta el final, sí pude comprobar cómo alcanzaron la gloria desde la más absoluta modestia. Allí trabajaron todos o casi todos los grandes directores que por entonces eran jovencitos aprendices. Gente de una enorme valía como John Ford, Orson Welles, Leo McCarey, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Mark Sandrich o George Cukor, entre tantos y tantos talentos que ya ni me acuerdo. Pero hay cosas que nunca olvidaré de la época RKO: el estudio donde se rodaban los inolvidables musicales de Fred Astaire (maravillosa persona) y Ginger Rogers, el estreno de King Kong en el mismo año en que Astaire y Rogers bailaban por primera vez Volando hacia Río de Janeiro (Flying Down to Rio, 1933), la política feminista de la empresa, ya que éramos muchas más actrices estrella que actores, y, finalmente, a Katharine Hepburn, una mujer inolvidable por su fuerza, su personalidad y su mal genio».
Ni que decir tiene que yo estaba maravillado frente a esa irrepetible clase magistral que Fay estaba ofreciendo. Pactamos no hablar demasiado esa noche de King Kong. Eso lo dejamos para la mañana siguiente en una entrevista desayuno que tenía programada con Carlos Pumares —no puedo ni debo olvidar lo mucho que tanto al Festival como a mí nos ayudó Carlos—, para su programa de Antena 3 Televisión.
Allí supimos de su adoración y eterna amistad con Joel McCrea, su pareja en El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), rodada con los mismos decorados y equipo técnico que King Kong. Ambos rodajes casi acaban con su salud. «Fue agotador, extenuante, y yo acabé sin ropa y con una afonía crónica. Me había pasado ocho meses gritando.»
La noche del día que Fay regresó a Hollywood, di un breve paseo por la playa de Sitges. Quería poner en orden mis emociones y reequilibrar mis pensamientos. Por un instante observé el límpido cielo de otoño estrellado sobre el mar y me pareció ver un destello de luz donde antes no había nada; una esfera celeste brillante y luminosa, una stella nova, una supernova.
Dicen que no fueron los aviones los que mataron a la bestia.
Fue la belleza.
Y yo puedo confirmar que es verdad.
— Cine —
1924. “Sweet Daddy”, de Leo McCarey (CM). “Just a Good Guy”, de Hampton Del Ruth (CM).
1925. “The Coast Patrol”, de Bud Barsky. “Sure-Mike!”, de Fred Guiol (CM). “What Price Goofy?”, de Leo McCarey (CM). “Isn’t Life Terrible”, de Leo McCarey (CM). “Thundering Landlords”, de James W. Horne (CM). “Chasing the Chaser”, de Stan Laurel (CM). “Madame Sans Jane”, de James W. Horne (CM). “No Father to Guide Him”, de Leo McCarey (CM). “Un friendly Enemies”, de Stan Laurel (CM). “Your Own Back Yard”, de Robert F. McGowan (CM). “A Lover’s Oath” (El hijo de Omar), de Ferdinand P. Earle. “Moonlight and Noses”, de Stan Laurel y F. Richard Jones (CM). “Should Sailors Marry?” (Lucas se casa), de James Parrott (CM). “Ben-Hur” (Ben-Hur), de Fred Niblo.
1926. “One Wild Time”, de Vin Moore (CM). “Don Key (Son of Burro)”, de Fred Guiol y James W. Horne (CM). “The Man in the Saddle” (El chico de la silla), de Lynn F. Reynolds. “Don’t Shoot”, de William Wyler (CM). “The Wild Horse Stampede”, de Albert S. Rogell. “The Saddle Tramp”, de Victor Nordlinger (CM). “The Show Cowpuncher”, de Victor Nordlinger (CM). “Lazy Lightning”, de William Wyler. “Loco Luck”, de Clifford Smith. “A One Man Game”, de Ernst Laemmle.
1927. “Spurs and Saddles”, de Clifford Smith.
1928. “The Legion of the Condemned” (La legión de los condenados), de William A. Wellman. “The Street of Sin”, de Mauritz Stiller. “The First Kiss” (Todo un hombre), de Rowland V. Lee. “The Wedding March” (La marcha nupcial), de Erich von Stroheim. “Honeymoon” (Luna de miel), de Erich von Stroheim.
1929. “The Four Feathers” (Cuatro plumas), de Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack y Lothar Mendes. “Thunderbolt”, de Josef von Sternberg. “Pointed Heels” (Tacones en punta), de A. Edward Sutherland.
1930. “Behind the Make-Up...