UNA BODA EN LYON
El 12 de noviembre de 1793 Barère proclamó en la Asamblea Nacional francesa aquel edicto fatal contra la traidora ciudad de Lyon, que al fin había sido tomada al asalto. Concluía con estas lapidarias palabras: «Lyon se opuso a la libertad. Lyon ya no existe». Los edificios de la levantisca ciudad, así lo exigió, debían ser derruidos, sus monumentos convertirse en cenizas y hasta su nombre desaparecer. Ocho días vaciló la Asamblea antes de aprobar una destrucción tan completa de la segunda ciudad más grande de Francia. E incluso después de haberlo firmado, Couthon, el comisario del Pueblo, convencido de la secreta conformidad de Robespierre, sólo puso en práctica aquella orden erostrática con indolencia. Para guardar las apariencias, reunió con gran pompa al pueblo en la plaza de Bellecourt, y con un martillo de plata golpeó simbólicamente los edificios destinados a ser demolidos, pero la pala penetró en aquellas magníficas fachadas sólo de manera vacilante, y la guillotina practicó su bronco y estruendoso descenso de manera todavía frugal. Tranquilizada ante esta inesperada indulgencia, la ciudad, ferozmente enardecida por la guerra civil y por un asedio de varios meses, se fue atreviendo a respirar otra vez esperanzada, cuando de pronto el humano e indeciso tribuno fue retirado del puesto y en su lugar, en Ville-Affranchie—como se llamó a partir de entonces Lyon en los decretos de la República—, aparecieron Collot d’Herbois y Fouché, ataviados con la banda de los comisarios del Pueblo. De la noche a la mañana, lo que se pensó que simplemente sería un patético decreto disuasorio se convirtió en una cruda realidad. «Hasta ahora, aquí no se ha hecho nada», denunciaba impaciente el primer informe de los nuevos tribunos a la Asamblea, con el fin de demostrar su energía patriótica y de hacer recaer la sospecha sobre sus tibios predecesores. Y enseguida se pusieron en marcha las atroces ejecuciones que Fouché, el «mitrailleur de Lyon», cuando más tarde se convirtió en duque de Otranto y en el defensor de todos los principios legítimos, no permitió que se le recordaran.
En lugar de la pala, que colocaba el mortero con lentitud, ahora las minas de pólvora dinamitaban filas enteras de los más soberbios edificios de la ciudad. En lugar de la guillotina, «dudosa e insuficiente», los fusilamientos en masa y el fuego de metralla despachaban con una salva a cientos de condenados. Endurecida por medio de nuevos y acerados decretos diarios, la justicia traspasó todos los límites, segando como una guadaña, día tras día, su gigantesco haz de seres humanos. Ya hacía tiempo que el Ródano, que fluía alejándose de allí con rapidez, se ocupaba del trabajo—por lo general demasiado lento—de amortajar y dar sepultura a los cadáveres. Hacía tiempo que las cárceles no bastaban para la gran cantidad de sospechosos, de modo que los sótanos de los edificios públicos, de las escuelas y de los conventos se convirtieron en el lugar de residencia de los condenados. Por supuesto, en un lugar de residencia tan sólo fugaz, pues la guadaña seguía golpeando con precisión y rara vez la paja calentaba el mismo cuerpo durante más de una noche.
Un día de intenso frío de aquel mes sangriento, una nueva cuadrilla de condenados fue arrastrada hasta los sótanos del Ayuntamiento para pasar allí juntos unas pocas y trágicas horas. Al mediodía los habían conducido uno por uno ante los comisarios, y su destino fue despachado tras un breve interrogatorio. En ese momento los sesenta y cuatro reos, hombres y mujeres, estaban sentados en una confusión absoluta en aquella oscuridad de bóvedas bajas que olía a cubas de vino y a moho, y que un escaso fuego de chimenea en la habitación delantera, más que calentar, tan sólo coloreaba. La mayoría, soñolientos, se habían arrojado sobre los sacos de paja. Algunos, sentados a la única mesa de madera que les permitían tener y a la trémula luz de las velas, escribían apresuradas cartas de despedida, sabiendo que su vida se habría apagado antes de que en aquel frío espacio lo hiciera la llama de azules temblores. Sin embargo, ninguno de ellos hablaba más que en susurros, de modo que en el silencio helado de la calle la sorda explosión de las minas, a la que seguía el inmediato desplome de los edificios, retumbaba con nitidez. Pero la ensordecedora velocidad de los acontecimientos había arrebatado a los que se veían sometidos a aquella prueba toda capacidad de sentir y de pensar con claridad. Sin moverse, sin decir una sola palabra, la mayoría de ellos estaban reclinados en la oscuridad como en el sueño que precede a la tumba, sin esperar nada y sin sentir emoción alguna hacia los vivos.
De pronto, hacia la hora séptima de la tarde resonaron unos pasos fuertes y enérgicos junto a la puerta. Los pestillos restallaron. Y el cerrojo oxidado chirrió al abrirse. De manera instintiva, se incorporaron todos de un brinco. ¿Acaso, contra la triste costumbre de concederles aún una noche, ya había llegado su hora? En la corriente de aire frío que se coló al abrirse la puerta, la llama azul de la vela tembló como si quisiera escapar de su cuerpo de cera, y con ella, palpitante, el miedo se lanzó al encuentro de lo desconocido. Pero pronto aquel temor provocado de manera tan repentina se disipó. El carcelero sólo traía una nueva y tardía hornada, aproximadamente unas veinte personas, a las que hizo bajar las escaleras sin decir una palabra y sin indicarles un lugar concreto en aquel espacio abarrotado. Después, la pesada puerta de hierro volvió a cerrarse con un gemido.
Los prisioneros miraron a los recién llegados sin la menor simpatía, pues algo tan extraño es muy propio de la naturaleza humana, que en cualquier parte se adapta a toda velocidad e incluso en las más precarias circunstancias se siente no...