06
El motor del mundo
Durante la primera semana del mes de julio de 1876 se celebraba el centésimo cumpleaños de los Estados Unidos como nación. Los estadounidenses tenían la mirada puesta en la ciudad de Filadelfia: la apodada Ciudad del Amor Fraterno no solo fue el lugar donde se firmó la Declaración de Independencia, sino que en ella se iba a celebrar una exposición internacional que ese caluroso verano atraería a miles de visitantes de todo el planeta. La Exposición del Centenario acogió a treinta y siete países de todo el mundo y se celebró en un recinto de unas 160 hectáreas situado en el parque Fairmount, al otro lado del río Schuylkill. Era la primera exposición internacional celebrada en el país. Cuando el verano tocaba a su fin, casi diez millones de personas habían acudido ya a conocer alguno de los casi 30.000 objetos expuestos, que se repartían entre 250 pabellones y salas. El recinto era tan amplio que fue necesario instalar una innovadora red de ferrocarril elevado —una especie de primitivo monorraíl— para transportar a los visitantes entre los dos edificios más concurridos.
La masa acudía en busca del asombro y nadie quedaba decepcionado. Entre los muchos inventos expuestos se contaban la máquina de escribir Remington, un intrincado aparato lleno de cables al que llamaban «máquina de calcular» y otro curioso artilugio creado por un barbudo escocés de nombre Alexander Graham Bell. (A través de su «teléfono», Bell leyó el soliloquio de Hamlet desde un extremo de la sala; los visitantes, en el extremo contrario, escuchaban. «¡Dios santo, habla!», exclamó un insigne visitante, el emperador Pedro II de Brasil, al escuchar la voz del inventor a través del pequeño altavoz).
En Filadelfia no se habló de otra cosa en todo el verano. James Gordon Bennett visitó la feria en varias ocasiones y se aseguró de que sus mejores reporteros cubrieran in situ las visitas de los dignatarios de otros países (lores, monarcas, novelistas, pintores, científicos y magnates del ferrocarril). El Herald publicaba noticias sobre la Exposición del Centenario diariamente; de hecho, Bennett ordenó que se imprimiera una tirada de miles de ejemplares en una gran rotativa instalada en el mismo recinto de la feria. Jóvenes empresarios como George Westinghouse o George Eastman, pioneros respectivamente del electrodoméstico y la fotografía, rondaban hambrientos de un pabellón a otro, en busca de ideas que, combinadas, diesen como resultado algo nuevo y revolucionario. Thomas Edison, que entonces contaba veintinueve años, también visitó la Exposición del Centenario, donde presentó un extraño aparatito que él llamaba «lápiz eléctrico». Por fin, otro brillante inventor estadounidense, Moses Farmer, convocaba en torno a sí a multitudes gracias a su dinamo eléctrica, con la que suministraba energía a un juego de luces artificiales —lámparas de arco voltaico— que iluminaban noche tras noche la ciudad.
Eran muchas las rarezas y maravillas. En el pabellón japonés, el hemisferio occidental descubrió inopinadamente la planta de guisantes llamada kudzu, que crecía con una rapidez milagrosa. Aquí y allá la muchedumbre se deleitaba con las esculturas de Rodin, escuchaba en directo el órgano de tubos más grande del mundo o admiraba la inmensa antorcha de la Dama de la Libertad, la futura estatua de Frédéric-Auguste Bartholdi, cuyo cuerpo estaba esculpiéndose en Francia. Fue en aquella Exposición del Centenario donde el estadounidense de a pie conoció un nuevo condimento comercializado por Heinz que se llamaba «kétchup»; un brebaje carbonatado al sasafrás, marca Hires, conocido como zarzaparrilla; y una absoluta novedad: una fruta tropical, servida en papel de aluminio y con tenedor, que recibía el nombre de «banana».
De lejos, la atracción más popular de la exposición era el Pabellón de la Maquinaria, una estructura de cristal y acero de dimensiones colosales, que cubría más de cinco hectáreas y media, casi el triple que la basílica de San Pedro. El pabellón era un templo dedicado a la máquina de cualquier tipo. En su interior chirriaban, zumbaban y tamborileaban incontables bombas, turbinas, generadores, tornos, sierras y otros ingeniosos artefactos y herramientas nunca vistos. Pasillo tras pasillo se alineaban un invento tras otro, la mayoría estadounidenses, muchos de ellos revolucionarios. Los visitantes tuvieron la oportunidad de conocer, por ejemplo, el compresor de amoniaco Line-Wolf, que servía para fabricar hielo. O el motor Brayton, antecesor del de combustión interna. Había un reloj de péndulo de más de tres toneladas de peso, fabricado por Seth Thomas y calibrado para controlar otros veintiséis relojes instalados a lo largo y ancho del pabellón. Se presentaron asimismo innovadores frenos para locomotoras, nuevos modelos de ascensores y una versión mejorada de la imprenta rotativa.
Sin embargo, lo más extraordinario que podía verse en el Pabellón de la Maquinaria era el gran motor que proporcionaba energía al resto de artilugios. El Gran Motor Central, apodado Motor de Vapor del Centenario, era el más grande del mundo. Pesaba más de 650 toneladas, había sido construido por el fenomenal ingeniero estadounidense George Corliss y suministraba energía a las más de 8.000 máquinas expuestas en el pabellón a través de una red de conductos subterráneos de casi dos kilómetros de extensión.
Ese mes de mayo, el ...