El gran divorcio
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El gran divorcio

  1. 152 páginas
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El gran divorcio

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Información del libro

C. S. Lewis subtituló este libro como Un sueño. Ese es el artificio que le permite construir una fantasía literaria plena de significado y modernidad. El nervio de su relato es una crítica demoledora al "todo vale". El gran divorcio es el que se producirá inevitablemente entre el bien y el mal. Este nunca puede evolucionar, con el tiempo, hasta convertirse en bien. En un escenario ultraterreno e ideal, Lewis hace desfilar ante el lector numerosos rasgos de la condición humana, poniendo de manifiesto la imposibilidad de casar verdad y mentira.

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Información

Año
2017
ISBN
9788432147906
Edición
1
Categoría
Filosofía
PREFACIO
BLAKE ESCRIBIÓ El matrimonio del cielo y el infierno. Si yo escribo sobre su divorcio, no es porque me considere un adversario a la altura de un genio tan grande, ni siquiera porque esté del todo seguro de saber lo que Blake quería decir. En un sentido u otro, el intento de celebrar ese matrimonio es permanente. La tentativa está basada en la creencia de que la realidad no nos depara nunca una alternativa totalmente inevitable; de que, con habilidad, paciencia y tiempo suficientes (sobre todo con tiempo), encontraremos la forma de abrazar los dos extremos de la alternativa; de que el simple progreso, o el arreglo, o la ingeniosidad convertirán de algún modo el mal en bien sin necesidad de consultarnos para rechazar definitiva y totalmente algo que nos gustaría conservar.
Considero que esta creencia es un error catastrófico. No podemos llevar con nosotros todo el equipaje a todos los viajes. En algunos quizá haya que incluir entre las cosas que debemos dejar atrás nuestra mano derecha o nuestro ojo derecho. No vivimos en un mundo en el que las carreteras sean radios de un círculo, o en el que los caminos, si continúan lo suficiente, se acerquen hasta encontrarse en el centro. Nuestra vida transcurre, más bien, en un mundo en el que los caminos se bifurcan en dos tras unos kilómetros, y esos dos, de nuevo, en otros dos. Y en cada una de las bifurcaciones hemos de tomar una decisión. La vida no es, ni siquiera en el nivel biológico, como un río, sino como un árbol. No marcha hacia la unidad, sino que se aleja de ella, y las criaturas se separan tanto más cuanto más crecen en perfección. El bien, al perfeccionarse, se diferencia cada vez más no solo del mal, sino también de otros bienes.
Yo no creo que todo el que elija caminos erróneos perezca. Pero su salvación consiste en volver al camino recto. Una suma equivocada se puede corregir; pero solo es posible hacerlo volviendo atrás hasta encontrar el error y calculando de nuevo a partir de ese punto. No basta, sencillamente, con seguir. El mal puede ser anulado, pero no puede “evolucionar” hasta convertirse en bien. El tiempo no lo enmienda. El hechizo se puede deshacer, poco a poco, “con murmullos retraídos de poder separador. De otro modo no es posible”. Es una alternativa insuperable. Si insistimos en quedarnos con el infierno (o, incluso, con la tierra), no veremos el cielo; si aceptamos el cielo, no podremos guardar ni un solo recuerdo, ni el más pequeño y entrañable, del infierno.
Y yo creo, sin duda, que el hombre que alcance el cielo descubrirá que no ha perdido lo que ha dejado (ni siquiera si se arrancó el ojo derecho), que en el cielo encontrará —mejor de lo que podría esperar—, aguardándole en las “Tierras Altas”, el núcleo de lo que realmente buscaba hasta en sus deseos más depravados. En este sentido es verdad que los que hayan completado el viaje, solo ellos, dirán que el bien es todo y que el cielo está en todas partes. Pero nosotros, en este extremo del camino, no debemos intentar anticipar esa visión retrospectiva. Si lo hacemos, nos exponemos a aceptar la proposición contraria —equivocada y desastrosa— y a suponer que todo es bueno y que en todas partes está el cielo.
¿Y qué hay de la tierra?, se preguntará alguien. Yo creo que cualquiera descubrirá que la tierra no se encuentra, al fin y al cabo, en una situación muy distinta. Considero que, si se elige la tierra en lugar del cielo, resultará que fue, desde el principio, una región del infierno. Pero si se pone en segundo lugar, tras el cielo, resultará que desde el principio fue una parte de este.
Solo quedan por decir dos cosas más sobre este libro. En primer lugar, debo expresar mi deuda con un escritor cuyo nombre he olvidado y al que leí hace algunos años en una revista americana muy coloreada que trataba de lo que los americanos llaman “ciencia ficción”. El desconocido escritor me sugirió la inquebrantable e irrompible cualidad de mi celestial tema, aunque él utilizaba la imaginación para un propósito diferente y más ingenioso. Su héroe viajaba al pasado, y en el pasado descubrió, muy adecuadamente, gotas de agua que podían atravesarlo como balas y sandwiches que ninguna fuerza podía morder, porque, como es lógico, las cosas pasadas no se pueden cambiar. Yo, con menos originalidad pero igual corrección (eso espero), he trasladado la situación a lo eterno. Pido al escritor de aquella historia, si alguna vez lee estas líneas, que acepte mi reconocimiento agradecido.
En segundo lugar, debo decir lo siguiente. Ruego al lector que no olvide que el libro es una fantasía. Tiene, por supuesto —o yo tengo el propósito de que la tenga—, una enseñanza. Pero las circunstancias transmortales son tan solo una hipótesis imaginativa. No son ni siquiera una conjetura o una especulación de lo que en realidad puede aguardarnos. Lo último que deseo es despertar verdadera curiosidad por los detalles del más allá.
C. S. LEWIS
abril, 1945.
ME ENCONTRABA EN LA cola del autobús, situada en la acera de una larga y sórdida calle. Comenzaba a caer la tarde y llovía. Yo había estado deambulando durante horas por calles lúgubres, bajo una lluvia incesante y la penumbra del crepúsculo. El tiempo parecía haberse detenido en ese instante melancólico en que unas pocas tiendas se hallan iluminadas y no ha oscurecido aún lo suficiente para que los escaparates parezcan animados. Así como la tarde parecía resistirse a dar paso a la noche, mi deambular se había negado siempre a llevarme a los mejores barrios de la ciudad. Por mucho que me alejara, encontraba invariablemente sucias casas de huéspedes, estancos estrechos, carteleras con anuncios colgados en las paredes andrajosas de almacenes sin ventanas, estaciones de mercancías sin trenes y librerías de esas en las que se venden Las obras completas de Aristóteles. Nunca me encontré con nadie. El pequeño gentío de la parada del autobús parecía haber dejado vacía la ciudad. Creo que esa fue la razón por la que me agregué a la cola.
Tuve un golpe de suerte en seguida. Nada más llegar a la parada, una mujer pequeña e irascible que estaba delante de mí, se dirigía a un hombre que parecía estar con ella, y le decía con brusquedad:
—Muy bien. No estoy dispuesta a ir de ninguna manera. Como lo oyes.
Después abandonó la cola.
—Por favor —le decía el hombre con tono grave—, no creas que tengo el más mínimo interés en ir. Solo he intentado agradarte para restablecer la paz entre nosotros. Pero claro, mis sentimientos no importan. Lo entiendo perfectamente.
Luego, haciendo coincidir las palabras y los hechos, se alejó.
“Vaya, pensé, acabo de adelantar dos puestos”.
Ahora estaba junto a un hombre muy bajo y con aspecto ceñudo, que me miraba con expresión de honda desaprobación mientras le decía a gritos —levantando innecesariamente la voz— al hombre situado delante de él:
—Estas son las cosas que le hacen a uno pensarse dos veces si ir o no.
—¿Qué cosas? —gruñó el otro, un tipo grande y fornido.
—Mire —dijo el Hombre Bajo—, esta no es, ni con mucho, la clase de sociedad a la que, de hecho, yo estoy acostumbrado.
—¡Ah ya! —dijo el Hombre Grande. Después, lanzándome una mirada, añadió—: No aguante impertinencias suyas, señor. ¿No tendrá miedo de él?, ¿verdad?
A continuación, al ver que yo no reaccionaba, se volvió de pronto hacia el Hombre Bajo y dijo:
—No somos bastante buenos para usted, ¿no es cierto? No me gusta su descaro.
Y sin pensárselo dos veces, le asestó un golpe en la cara que lo dejó tendido en la cuneta.
—Dejadlo tumbado, dejadlo tumbado —decía el Hombre Grande a nadie en particular—. Yo soy un hombre llano, eso soy, y tengo mis derechos como los demás, ¿entendido?
Como el Hombre Bajo no mostraba intención de reincorporarse a la cola, sino que comenzó a alejarse cojeando, me acerqué un poco más, con mucha cautela, al Hombre Grande y me felicité por haber avanzado un nuevo puesto.
Un momento después, dos jóvenes situados delante de él nos dejaron y se alejaron cogidos del brazo. Los dos usaban pantalones, y eran tan delgados, reían tan fácilmente y en falsete que no podría asegurar el sexo de ninguno de ellos. Pero quedaba claro que los dos preferían de momento la compañía del otro a la posibilidad de un asiento en el autobús.
—No conseguiremos entrar nunca —dijo una voz femenina envuelta en gimoteos, que salía de alguien situado unos cuatro puestos delante de mí.
—Le cambio el puesto por cinco chelines, señora —le dijo alguien.
Yo oí el tintineo del dinero y, a continuación, un chillido de la voz femenina mezclado con un rugido de carcajadas del resto del grupo. La mujer estafada saltó del lugar donde estaba y se lanzó sobre el hombre que la había engañado, pero los demás se cerraron y la echaron fuera. Entre unas cosas y otras, la cola se había reducido a unas proporciones manejables mucho antes de que llegara el autobús.
Era un vehículo prodigioso, resplandeciente de luz dorada, heráldicamente coloreado...

Índice

  1. Presentación
  2. Dedicatoria
  3. Prefacio