El zahorí del Valbanera
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El zahorí del Valbanera

  1. 112 páginas
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El zahorí del Valbanera

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Entre las memorias familiares y la fábula, El zahorí del Valbanera es una meditación de García Ramos sobre la emigración canaria a Cuba en los primeros decenios del siglo XX y sobre uno de los naufragios más dramáticos de la historia de la marina mercante española.La aventura atlántica de cuatro tinerfeños, su regreso a la tierra natal, su implicación en la contienda civil de 1936-1939 y la crisis económica que ese suceso fratricida acarreó en las Islas Canarias, dejando en la pobreza a nuestras poblaciones, en especial a las rurales, entre las que desarrolla su vida uno de esos cuatro tinerfeños, José Aquilino Ramos, joven emigrante, soldado sin convicción y agricultor de Valle de Guerra hasta su muerte.Todo ello contado por un nieto atento a las conversaciones, las cavilaciones y los poderes proféticos de un abuelo que se agiganta a la hora de recuperarlo para la escritura narrativa.

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Información

Editorial
Baile del Sol
Año
2015
ISBN
9788416320295
Edición
1
Categoría
Littérature
XIII
—Abuelo, ¿cuál fue el auténtico motivo del retorno, esa crisis de la que me hablas o el cansancio de la ausencia?
—Entre dos fuegos, nos encontramos entre dos fuegos. Dejábamos Cuba, sumida en un empobrecimiento y en un desempleo resultado de las caídas del precio del azúcar y de los conflictos en el mundo del tabaco. Desde 1926, los obreros tabacaleros habían luchado contra la tecnología norteamericana, empeñada en introducir la máquina torcedora y en despedir a operarios, y desde ese año hasta cuando nosotros nos fuimos del país, las huelgas, los paros y las revueltas en el mundo del tabaco no hicieron sino aumentar y extenderse por toda la isla. El Partido Comunista cubano emergió en 1925 con la energía de Julio Antonio Mella y del palmero José Miguel Pérez en San Antonio de los Baños y en La Habana, y ese mismo año se constituyó la Confederación Nacional Obrera de Cuba, con el empuje de los tabaqueros y el movimiento estudiantil que encabezaba Mella con su palabra de malabarista y apoyos de viejos colaboradores del gran idolatrado José Martí, como Carlos Baliño. En las lecturas que se hacían en las galeras entraban con facilidad las proclamas de Mella y de su gente, así como textos marxistas que enaltecían a los torcedores, a los escogedores y a los despalilladores. Nuestra fábrica nos bajó la compra, nos sobraban plantas, no había dónde colocarlas. Todo parecía venirse abajo. Los cañeros rebotados de los ingenios se ofrecían en los campos y en las fábricas de tabaco por la comida, por el sustento. La historia parecía hacerle un guiño perverso a la abolida esclavitud. Los antillanos no querían regresar a sus islas, los españoles veían cómo sus puestos de trabajo se desvanecían en este tejemaneje laboral, de gente de un lado para otro, los hacendados cubanos cedían cada vez más a las inversiones de los Estados Unidos, empeñados estos en quedarse con Cuba a bajo costo, a imponer jornales de hambre, a desmontar todo lo que había sido una economía más o menos ordenada hasta aquellos momentos. Los canarios empezamos a huir de todo ese ambiente enrarecido, no había más remedio que pensar en el retorno. De Nueva York nos llegaban noticias de hundimientos de bancos, cosa que nosotros entendimos luego, pues, en un primer momento, las noticias no conseguíamos descifrarlas del todo. Cuba y el mundo parecían haber perdido el rumbo. La América soñada por los canarios durante tanto tiempo se convertía poco a poco en un infierno. Ese fue el ambiente de nuestros últimos años en Vuelta Abajo, sabiéndonos ajenos a todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Los cubanos habían encontrado en los comunistas unos cómplices para frenar la influencia desmedida de los Estados Unidos en todo lo que era la vida industrial y comercial de aquella época. Por eso no me ha extrañado nada lo que Fidel Castro y sus barbudos lograron en su isla. Todo esto que vemos ahora estaba siendo sembrado desde los años veinte y pico, cuando nosotros decidimos regresar a Tenerife.
—¿Y ves bien lo que ocurre ahora, tienen razón los barbudos de Fidel?
—Era la única salida a un cerco impuesto por un país extraño que quiere quedarse con todo lo tuyo. Los cubanos respiraron por las venas de las doctrinas de ese Carlos Marx, cuyo nombre rebotaba todas las mañanas, tras la lectura de la prensa diaria, en las altas paredes de las galeras, con la adhesión de obreros de gran oficio, gente leída, que veía en esas teorías del nuevo santón una manera de quitarse a los norteamericanos de encima y de desenmascarar sus tretas para quedarse con las producciones principales de la isla. Empezaron por la caña, siguieron por el tabaco, continuaron con el café, se apoderaron de la ganadería, todo lo que compraban les parecía poco, querían convertir Cuba en su finca particular y tener a los cubanos como sus vasallos. Esto sí supimos verlo nosotros. Antes de regresar, comprobamos además cómo los Estados Unidos tenían tentáculos en todos sitios. En enero de 1929 mataron a Julio Antonio Mella durante su exilio en México, nunca se supo quiénes habían sido los autores del crimen, pero la Cuba obrera se estremeció con esta noticia y las huelgas y los movimientos callejeros se convirtieron en el pan nuestro de cada día. En ese clima de descontento era imposible seguir. José González estaba muy excitado por ese tiempo, quería entenderlo todo, se sentía concernido; Ledesma y yo nos lo tomábamos con más calma y sabíamos que los emigrantes canarios no teníamos mucho que ver en aquellos enfrentamientos entre cubanos y americanos. Las aspiraciones de los nacionalistas canarios en Cuba se habían diluido en todo aquel batiburrillo, la gente empezó a esconder la cabeza, a escapar como podía de tanto desorden, de tanto descontrol. Los presidentes de la república cubana se sucedían como peleles, sin autoridad moral alguna, eran puestos y depuestos de un día para otro.
—...
—Como te decía, nos encontramos entre dos fuegos, entre esa Cuba donde ya no se ganaba para ahorrar nada y donde vivir era una aventura diaria, y las Canarias con la que nos topamos a la vuelta. Regresar a la fuerza de una emigración siempre es triste, veníamos con espíritu de derrota, de no habernos sabido marchar a tiempo del polvorín en el que se había convertido nuestro país de acogida. Las remesas enviadas antes de los últimos años fueron nuestra manera de escapar. Ledesma las empleó casi todas en acciones de pozos y galerías y a mí también me tentaba esa inversión, que podía controlar mejor que la compra de terrenos que ya comenzaban a sufrir la inestabilidad de los cultivos para exportar. Ledesma haría mucho dinero con la reventa de aquellas acciones, se metió de lleno en el mundo del agua y tuvo éxito en esas gangocherías, un éxito merecido, pues nunca me falló como amigo, tanto en Cuba, como compañeros emigrantes, como en la guerra de España, como en su etapa posterior de hombre de dinero. Ledesma olía el dinero, sabía administrarlo, aumentarlo, multiplicarlo sin esfuerzo, había nacido para eso y la vida lo premió en casi todas sus iniciativas. No fue mi caso, claro.
—...
—A nuestro regreso a Tenerife, la gente empezaba a desconfiar del plátano y de su rentabilidad. Inglaterra había abierto otros mercados con sus colonias y otros países centroamericanos, que ofrecían bananas a mejores costes. Empezaba una competencia desconocida, pero que estaba ahí. Desde que nosotros regresamos a Canarias en 1929, la exportación de plátanos no hizo sino disminuir y también el precio del kilo de fruta. En la memoria campesina todavía estaba la cochinilla y el hundimiento de su mercado por la competencia de los colorantes artificiales. La desconfianza empezó a reinar en todo el sector agrícola. Se plantaban y se levantaban cultivos con la vista puesta en la mejor exportación y en encontrar menos competidores en las plazas europeas. Muchos intentaron un regreso a la caña, al tabaco, y hasta a la promoción de flotas pesqueras, que siempre fue un sector visto como alternativa a la tierra, pero con poco atractivo. Las compañías inglesas mandaban en todo, en los bancos, en los negocios apalabrados por teléfono o por telégrafo, en las aguas, en los abonos, en las empaquetadoras, en los barcos que contrataban a buenos precios, porque regresaban de América o de África y volvían a sus puertos europeos vacíos, en los suministros de carbón y de petróleo, y hasta en los primeros establecimientos turísticos. Canarias no dejaba de parecerse a la Cuba que abandonábamos, con la diferencia de que aquí, en nuestras islas, las compañías Fyffes o Yeoward o Elder, eran las que sustituían a las compañías americanas en Cuba, pero con los mismos fines: manejar tierras rentables, pagar jornales de miseria y vender los productos al mejor precio para sus intereses. Cuba y Canarias eran víctimas de las mismas intromisiones extranjeras, aunque en Cuba y en Canarias muchos vieran esas presencias de firmas ajenas como una posibilidad de modernizar las explotaciones del campo, cosa que tampoco era incierta. El alumbramiento de aguas para riego procedentes de nuevos pozos y galerías, los acondicionamientos de nuevas fincas en partes de la isla que habían sido improductivas de toda la vida, los canales de distribución, la organización empresarial de esas explotaciones, todo eso fue aportado por esas compañías foráneas, y algunas de ellas se quedaron en Canarias hasta el día de hoy y ya parecen parte de nuestra economía, como es el caso de los Bonny. Pero nosotros, como te decía, nos encontramos entre dos fuegos. Y yo a todo ese ambiente de inquietud en el campo tuve que sumar mis pleitos con mis hermanos. Como ya supuse desde mi estancia en Cuba y, sobre todo, desde la muerte de mi padre, mis hermanos y mis hermanas no reconocieron la propiedad de mis bienes. Todo lo vi claro de antemano. Estaban instalados en sus fincas, cultivándolas y arreglándoselas como podían en unos momentos de grandes dificultades económicas. Ellos y ellas creían que esas pertenencias habían sido decisión de un padre justo que era el dueño absoluto de todo lo que yo había enviado desde el otro lado del mar porque él había costeado mi pasaje en el Valbanera. Yo había sido el elegido para mejorar la situación de la familia entera. Yo había sido el beneficiado de esa emigración a América y no había nada que discutir ni nada que redistribuir. Sus títulos en el Registro de la Propiedad avalaban la situación actual. Con esa actitud me encontré en los últimos meses de 1929, justo a mi regreso. Dos fracasos al mismo tiempo. El de los últimos años en una Cuba en decadencia. El de todo mi patrimonio ahorrado durante diez años ahora repartido, sin mi consentimiento, entre mis hermanos de sangre. ¿Quedaba algo a mi nombre? Afortunadamente salvé unas cuantas fanegadas junto a la carretera y algunos otros pedazos en la costa. Lo que estaba a mi nombre. Solo lo que estaba a mi nombre. Mi padre no había sido irresponsable del todo y se las arregló en vida en poner una parte de lo adquirido bajo la titularidad del ausente. Todavía no sé ni cómo lo hizo, pero esa prevención me salvó de retornar en la pura penuria. Casi todo volvía a empezar para mí. Sembré esos terrenos, me arriesgué con el plátano, los de la finca Mirabal nos compraban la producción a los pequeños propietarios de terrenos y ellos se encargaban luego de comercializar la fruta hasta su entrega en los muelles de Santa Cruz. Eso me permitió vivir los primeros años en el Valle. Me casé con tu abuela y tuvimos demasiados hijos, en aquellos tiempos uno no era demasiado consciente de lo que era cuidar de un hijo y no había métodos para impedir los embarazos, como los hay ahora. Fuimos muy irresponsables en eso. Las chicas empezaban la escuela, que estaba al lado de casa, pero pronto querían imitar a sus amigas que se iban a servir a La Laguna y a Santa Cruz, a casa de señores conocidos con propiedades en el Valle, ese les parecía un destino más prometedor que quedarse en el pueblo en labores agrícolas, donde se les pagaba mal por ser hembras y no contar con ellas para las faenas más duras de la tierra. Descuidé a mis hijos, sobre todo cuando me movilizaron y estuve tres años fuera de mi casa en una guerra que nunca entendí. Nos llegaban a casa unos sobres sepia que contenían la orden de incorporarnos a filas. Si te negabas ibas a la cárcel directamente. Y fuimos a esa guerra a luchar contra enemigos que desconocíamos, a las órdenes de los hijos de los señoritos, de los patrones, que después de la guerra siguieron siendo tan señoritos y patrones más estrictos y avaros. Hambre antes de la guerra y hambre después de la guerra. Los mismos siempre arriba, los mismos siempre debajo. Los tenientes, los capitanes y los oficiales de más alta graduación eran hijos, sobrinos, yernos o nietos de los grandes hacendados del Valle y de otros pueblos del norte de la isla. Todos se dejaban un bigotillo fino y calzaban polainas de cuero negro que los enaltecían y que nosotros betunábamos cada noche con esmero, al igual que sus botas. Ese ejército era el campo que nosotros conocíamos, pero con los protagonistas principales, por un lado, y sus siervos, por el otro, vestidos de uniforme, pero representando maquinalmente los mismos papeles de señores y servidores. Acaso demasiado tarde, ya estábamos en la primavera de 1939, José González se dio cuenta de toda esta trampa y empezó a conspirar con otros soldados de distintas compañías del batallón destacado en Collado-Villalba, como se llamaba la población cercana del bosque donde nos encontrábamos acampados después de tanto deambular desde nuestra llegada a la Península. González nos contaba a Ledesma y a mí un plan de fuga para dejar el ejército y para irnos fuera de España. No era difícil escabullirse de la confusión en la que estábamos entonces, con una guerra que ni avanzaba ni retrocedía. Se reunían por las noches y nos invitaban a incorporarnos, pero tanto Ledesma como yo nos mantuvimos al margen. González nos intentaba abrir los ojos, estábamos luchando al lado de nuestros enemigos de siempre, con los ricos de toda la vida que no querían intromisiones en sus intereses heredados de generación en generación, estábamos en el bando equivocado, el mundo estaba girando de una manera distinta y nosotros no éramos conscientes de lo que pasaba. Habíamos sido alistados contra nuestra voluntad en un ejército ilegal, que luchaba contra una República que sí era legal. Era urgente salirse de esa trampa que sólo nuestra ignorancia de las cosas de la política nos había tendido. Nuestra torpe disposición de ciudadanos desinformados había sido aprovechada por los señoritos de costumbre. En Tenerife habían detenido a autoridades gubernativas, a maestros, a gente del comercio, del periodismo, a artesanos, a obreros que se negaban a ser reclutados en las levas, y los tenían encerrados en los salones de Fyffes, en Santa Cruz, donde hasta ahora se empaquetaba fruta para Inglaterra. Otra vez las compañías extranjeras, como en Cuba, se ponían de lado de los gobiernos más ilegales, nefastos y corruptos. Costaba aceptar que todas esas firmas fruteras que tanto habían hecho por el desarrollo de nuestra agricultura en los últimos años, se hubieran puesto de pronto a favor de una insurrección tan inesperada y no solo hubieran facilitado sus antiguos almacenes, de techos altos de zinc, paredes de ladrillos y pisos de cemento, para servir de prisión de inocentes, sino que hasta, como se supo en seguida, se hubieran ofrecido para donar alambre de espino para evitar la fuga de los presos de las primeras horas, como procedió el representante de la compañía naviera y exportadora Elder Dempster, de Liverpool. Estas colaboraciones de agentes externos y poderosos, alentaban a las bandas falan...

Índice

  1. El Zahorí Del Valbanera
  2. Título
  3. Dedicación
  4. Nota del autor
  5. Capítulo I
  6. Capítulo II
  7. Capítulo III
  8. Capítulo IV
  9. Capítulo V
  10. Capítulo VI
  11. Capítulo VII
  12. Capítulo VIII
  13. Capítulo IX
  14. Capítulo X
  15. Capítulo XI
  16. Capítulo XII
  17. Capítulo XIII
  18. Capítulo XIV
  19. Sobre el autor
  20. Derechos de autor