La razón del mal
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La razón del mal

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La razón del mal

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En una ciudad occidental, cosmopolita y próspera, se produce un fenómeno extraño que inicialmente parece sólo un molesto contratiempo pero muy pronto se convierte en una amenaza mucho más insidiosa, capaz de transformar las más íntimas convicciones de los ciudadanos. A partir de la crónica de este fenómeno que afecta a todos los estratos de una sociedad, el autor recrea el proceso de su descomposición, desde la delación, el temor y la sospecha, hasta el pillaje, la magia y la superstición. En medio del caos, una relación amorosa se construye serenamente, inmersa en el tiempo de la lenta restauración de un cuadro mitológico donde el artista se atrevió a invitar al espectador a soñar con otro destino para Orfeo y Eurídice. Argullol nos recuerda el indispensable valor de la lucidez y la memoria: mirar atrás, como hiciera Orfeo al rescatar a su amada del Hades, no aboca necesariamente a la condenación."Novela pensada para perturbar las buenas conciencias y dinamitar algunas ideas, […] como que vivimos en el mejor de los mundos posibles".Lluís Bassets, El País"El valor de la novela estriba en representarnos una catástrofe súbita y mostrarnos que el recurso a regresar a lo edénico es la única salvación posible".Juan Ángel Juristo, El Mundo"La razón del mal sorprende por un argumento que parece retratar fielmente nuestra actualidad".Albert Lladó, La Vanguardia"La razón del mal es mucho más que una novela magnífica. Es una reflexión sobre la indiferencia y la pasividad, de cómo una sociedad permanece inerte ante la gravedad de unos sucesos, y de cómo optan por la evasión como asidero. ¿Les suena?".Cayetano Sánchez, Canarias 7"Argullol nos propone en este libro hábilmente hilvanado una reflexión tan lúcida como actual acerca del infierno del conformismo, en el que no es posible concebir otra ruta alternativa".José Ramón Martín Largo, La República Cultural"Una novela profunda y estimulante, absolutamente actual en sus planteamientos. Nos advierte de cuán frágil es la armadura de la civilización, y que cualquier calamidad, real o imaginaria, es capaz de derribarla sin apenas resistencia".Libros de Cíbola"Una novela para leer con cuidado, que plantea importantes cuestiones sobre la realidad que estamos experimentando".Libero Iaquinto, Letture Metropolitane"Rafael Argullol, definiendo las posibilidades hacia la búsqueda de la luz y la resistencia crítica, presenta la oscuridad de su era con la posibilidad de resistencia y supervivencia".Marianna Zito, Modulazioni Temporali

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902537
Categoría
Literature

XIV

Un camarero del París-Berlín le preguntó:
—¿Le sirvo ya o esperará a su amigo?
—Esperaré—contestó mecánicamente Víctor.
Sin embargo, cuando el camarero se alejaba rectificó:
—Hoy comeré solo. Puede tomar nota, por favor.
Pese a esta indicación el camarero no retiró el otro cubierto ni Víctor insistió en que lo hiciera. Era mejor así, como si las cosas continuaran en su sitio. En realidad, a excepción de David Aldrey, que no ocupaba su asiento, el París-Berlín había recuperado su concurrencia, presentando un modesto esplendor similar, muy probablemente, al que presentaba cualquier miércoles del año anterior. Los comerciantes, o los que tenían aspecto de serlo, que eran mayoría, parecían haber atravesado indemnes el paréntesis y ahora reaparecían llenos de energía. En sus bocas los negocios eran actividades eternas que planeaban por encima de las vicisitudes humanas.
Aquel día se percibía el optimismo reinante por una dicharachera complacencia en esa esencia eterna del comercio que daba pie a sonoras bromas y a joviales apuestas. Sin perder la discreción, tradicional en el París-Berlín, los comensales levantaban la voz por encima de lo que era costumbre y, de vez en cuando, brindaban alegremente por sus éxitos.
A media comida Víctor comprendió que había hecho mal en volver a aquel restaurante. Se había empeñado en rendir su particular homenaje a la memoria de David, pero ahora lo encontraba un acto ridículo, rayando lo grotesco, y se veía a sí mismo como una caricatura en medio de otras caricaturas que comían y reían. Súbitamente tuvo la impresión de que tanto él como los que le rodeaban participaban en las escenas de una vieja película cómica, y que muy pronto empezarían a volar los platos de una mesa a otra, embadurnando las caras de los integrantes del festín.
Por un rato, al repasar cuidadosamente a sus vecinos de mesa, estuvo en condiciones de adjudicar los distintos ingredientes que les correspondían: las cabezas estaban pintadas con cremas y salsas formando un amasijo multicolor. Víctor soltó una carcajada. Cuando se desvaneció la escena grotesca observó como varios de los presentes le miraban inquisitivamente. El camarero vino en su ayuda solicitándole el postre que quería tomar.
Se sintió el centro de las miradas y esta sensación incómoda se acentuó al intuir que sus vecinos de mesa le juzgaban como un elemento anómalo que enturbiaba su normalidad. Frente a ellos Víctor se sabía acusado por permanecer junto al asiento vacío de David, soldado a él por una complicidad que los otros consideraban malsana. Y en aquel momento experimentó de nuevo algo que ya había presumido desde hacía un cierto tiempo pero que, con el paso de los días, se volvía más agobiante: la certeza de que ciertos hombres, David con toda seguridad, y ahora quizá él mismo, habían sido situados fuera del juego, culpables de haber escudriñado en un mundo que no había existido y, en consecuencia, castigados con la exclusión.
David Aldrey había sido excluido drásticamente por haberse inmiscuido demasiado en territorios prohibidos. Pero tampoco Víctor, el mero observador, podía mantenerse al margen, acusado, como sería, de falsedad por creer, o al menos sospechar, que lo que había ocurrido en el último año había ocurrido verdaderamente. Víctor, con su persistencia en recordar, transgredía las reglas del juego. Estaba fuera del juego.
Abandonó precipitadamente el París-Berlín con la premonición de que, al igual que antes para David, también para él había sido decretado el destierro: podía decirse que, al menos tácitamente, había sido expulsado de la ciudad, cumpliendo así la pena por haberse entrometido en su zona secreta. La ciudad era la misma, siempre había sido la misma, siendo individuos como él y como Aldrey los que, al pensar lo contrario, quedaban atrapados en sus propias ficciones.
Víctor sabía perfectamente que lo que había sucedido en el último año no era, en modo alguno, una ficción. Pero eso no bastaba cuando lo que se imponía era un mundo que se obstinaba en negar que sus fantasías hubieran sido, en cierto tramo de su historia, las únicas realidades. A pesar de sus resistencias la fuerza de este mundo era demasiado evidente y el propio Víctor se veía desagradablemente impulsado a reconocerlo.
La duda, aunque tenida por injustificada, hacía incesantes progresos, particularmente nítidos aquella tarde de fines de diciembre, saturadas las calles de atmósfera navideña, mientras se reproducía la estampa exacta del año anterior con una solidez tal que su sola visión desmentía que hubiera podido ser alterado, en fecha reciente, un equilibrio tan compacto. Las gentes insistían en sus costumbres, ajenas al año que no había existido.
Víctor dedicó el resto de la tarde a comprobaciones que hacía unos pocos días le hubieran parecido fútiles pero que, a partir de la muerte de David Aldrey, se le hicieron indispensables. Quería cerciorarse de lo que para él simplemente era obvio. Recorrió muchos puntos de la ciudad, circulando velozmente en su automóvil como si en cierto modo huyera de cada una de sus comprobaciones. Y no le faltaba razón para ello pues las voces, unánimemente, se pronunciaron contra él.
En el Hospital General le aseguraron que no constaba en sus archivos el internamiento de unos pacientes a los que se denominara exánimes. Nunca habían oído hablar de tales enfermos y rechazaban que pudiera darse una patología como la descrita por Víctor. Le despidieron entre chanzas y suspicacias. Tampoco la Hemeroteca Municipal le sirvió de mucho pues los archiveros le informaron que los periódicos de aquel año aún no habían sido clasificados y todavía tardarían en serlo bastante tiempo debido a ciertas innovaciones técnicas. De otra parte, las emisoras de radio y televisión no facilitaban sus grabaciones para consulta sino pasados dos años tras la emisión.
El perímetro del silencio era cada vez más extenso y amenazaba con cerrar el cerco. Las dos últimas comprobaciones que Víctor hizo antes de desistir le reafirmaron en esta idea: en la sede del Senado supo, por unos ujieres, que la institución funcionaba normalmente, al igual que siempre, y dos calles más abajo unos obreros que trabajaban en el jardín de la vieja Academia de Ciencias dijeron que, de acuerdo con sus noticias, aquel edificio llevaba años deshabitado. El vacío generaba verdades inconmovibles mientras su verdad, tambaleándose, se demostraba más y más infundada.
Recurrió, por fin, a los carretes almacenados en la caja metálica durante doce meses. Al abrirla Víctor se apercibió de que no tenía una conciencia muy clara de su contenido. Su crónica del tiempo de los exánimes podía haberse transformado, en definitiva, en la crónica de su propia enajenación, de modo que allí no se hallaran registrados los acontecimientos vividos sino, únicamente, los espectros por él imaginados. Sentía, al mismo tiempo, ganas de llegar al fondo del desafío y aunque no estaba seguro de que sus fotografías le facilitaran el camino no veía otra manera de intentar acceder hasta él.
Se encerró en el laboratorio y durante los dos días siguientes, con escasos intervalos de descanso, estuvo dedicado a revelar muchos de los carretes. Cuando por fin, terminada esta tarea, pudo examinar el conjunto de sus fotografías el balance fue, en cierto sentido, decepcionante: sí estaba contenida allí una relación pormenorizada de lo sucedido a lo largo del último año, pero enseguida tuvo la sospecha de que, fuera de él mismo, los demás que contemplaran aquellas imágenes podrían desorientarse fácilmente.
Maldijo las trampas del fotógrafo, de las que tanto se había aprovechado y que ahora se volvían contra él. Al secuestrar las escenas, arrebatándoles el tiempo al que pertenecían, el fotógrafo domesticaba su aliento primitivo para luego ofrecerlas a ojos ajenos dotadas de un tiempo neutro que él creía dominar. Víctor estaba convencido de que ésta era la fuerza de la reproducción fotográfica, superior, tantas veces, a la del modelo.
Sin embargo, en algunas ocasiones el cazador caía en su propia trampa, incapaz de sortear los artificios concebidos por él mismo. Y esto era exactamente lo que experimentaba Víctor ante los centenares de fotografías que había revelado. Le parecieron, por lo general, escenas secas, sustraídas a su tiempo original, aunque, simultáneamente, reacias a que él les insuflara su propio tiempo. Eran testimonios marchitos y, en cuanto tales, habían dejado de poseer el aroma de los minutos y de las horas.
Sin duda se encontraba ante lo que muchos de sus colegas hubieran calificado de material valioso, pero Víctor no quería llamarse a engaño: aquel material era inservible, al menos para probar la existencia de algo tenido por improbable y, por parte de muchos, por imposible. Los diversos rastros del desvarío de la ciudad perdían contundencia ante la idea firme y compartida de que la ciudad jamás había entrado en tal desvarío.
Por supuesto, reflejadas en las fotografías, se veían las sucesivas secuencias: las calles anormalmente desiertas o anormalmente abarrotadas, las cordilleras de escombros, los edificios incendiados, las concentraciones de multitudes en torno a los agitadores, las arengas de los profetas, los ejercicios temerarios de los funámbulos, las intervenciones prodigiosas de Rubén, vestido siempre con su trasnochado traje blanco. Se veían, al fin, los grandes protagonistas, los exánimes, afectados por una insólita enfermedad al principio y luego aberrantes portadores del mal, condenados a desaparecer los primeros de la memoria colectiva. Víctor se detuvo ante las fotografías de su primer reportaje en el Hospital General que dieron pie a la publicación de la noticia y también ante las que realizó, acompañado de Arias, tras los linchamientos de primavera. Las caras inexpresivas, los ojos huecos, las sombras de un miedo insondable, lo terrible, demasiado reiterativo para no volverse rutinario.
Repasó, en suma, los fragmentos del delirio. Para él eran cercanos, cotidianos, frutos de una larga convivencia. Pero bien pudiera ser que para muchos otros no fueran sino fragmentos de un montaje circense o de una escenografía operística. Nada demostraba lo contrario y, dado que lo que allí se había registrado era imposible que sucediera en una ciudad moderna y civilizada, lo más probable es que todo se debiera a la simulación y al juego. Una representación, a veces divertida y paródica, a veces sórdida, rozando el mal gusto, que, sin embargo, en poco se distinguía de tantas otras representaciones divertidas, paródicas y en ocasiones sórdidas a las que estaban acostumbradas las ciudades emprendedoras de la época actual.
Algunas figuras sobresalían momentáneamente, interrumpiendo la representación: Arias en su desvencijado apartamento, David a la salida del París-Berlín, Ángela junto al cuadro de Orfeo, Max Bertrán adoptando una pose estudiada. Eran, desde luego, figuras con luz propia. Y, sin embargo, a pesar de esto, Víctor no lograba rescatarlas del laberinto. Al margen de éste vivían en su afecto pero sumidas en él, contempladas en el mismo paisaje que poblaba el resto de las figuras, ya no le pertenecían. Pertenecían, ellas también, al gran equívoco.
La ciudad había soñado una pesadilla en la que todos, sin excepción, desempeñaban un papel. Todos estaban incorporados. Todos habían sido cómplices de un mundo que al ser, luego, rechazado los convertía a todos en habitantes de la niebla. Ninguna silueta era nítida, ninguna identidad era estable. Nadie escapaba a la niebla.
Víctor quemó todas las fotografías, añadiendo de inmediato al fuego los carretes sin revelar. Únicamente cuando el olor ácido y penetrante que desprendía la chimenea llenó toda la habitación empezó a sosegarse. Un cierto placer, no ajeno a la nostalgia, le hizo observar detenidamente las llamas violáceas que consumían su trabajo. Sus fotos habían pretendido retener el alma de la ciudad y ahora esta pretensión se descomponía lentamente bajo el efecto de un fuego que tenía algo de liberador.
La ciudad estaba comprimida en el reducido espacio de su chimenea, de modo que pudo imaginar fácilmente cómo sus distintos componentes iban quedando reducidos a cenizas. La habitación olía a asfalto quemado, a carne chamuscada, a hierro fundido: el tiempo ardía velozmente arrastrando en su disolución las pruebas de sus hazañas y delitos. Los hombres aborrecían las pruebas de su locura y no tenía sentido oponerse a esta voluntad. Cuando el fuego hubo devorado sus fotografías Víctor experimentó un notable alivio. Después de todo, era inútil obcecarse con la convicción de que él poseía tales pruebas.
Jesús Samper le llamó por teléfono para felicitarle la Navidad. Tras recordarle la conveniencia de tomar una rápida decisión sobre la nueva muestra fotográfica que proyectaba le invitó a su fiesta de Nochevieja.
—Nos vemos muy poco, Víctor. Será una buena oportunidad para que nos reunamos. Muchos amigos ya me han confirmado su asistencia. Creo que habrá más gente que el año pasado.
Víctor dejó en suspenso la aceptación, balbuceando excusas poco convincentes. Samper, antes de despedirse, se lo recriminó amistosamente:
—Te estás comportando como un misántropo, y eso no es bueno para la salud. Hazme caso, venid Ángela y tú. Os divertiréis.
Samper no fue el único: las felicitaciones navideñas llovieron desde todas partes como si los que le rodearan estuvieran empeñados en competir con alardes de efusividad. Víctor supuso que a todo el mundo le sucedía lo mismo, cruzándose los deseos de bienestar hasta formar una espesa red que, en los propósitos y las ilusiones, mantuviera alejada la desgracia.
Todos los años se repetía puntualmente en estas fechas una operación similar, de manera que las variaciones eran tan escasas que bien hubieran podido resumirse en la media docena de fórmulas que se heredaba a través de las sucesivas generaciones. Los ritos para apelar a la fortuna eran parcos y reiterativos.
A pesar de todo Víctor, durante aquellos días, escuchó tímidamente las proposiciones de sus interlocutores. Lo hizo, con una atención enfermiza casi, tratando de detectar algo que rompiera la uniformidad de las expresiones. Quería adivinar la intención callada, apoderarse del más minúsculo desliz que confirmara que aquel año no había sido como todos los años. Leyó tarjetas de felicitación o atendió las llamadas telefónicas con el espíritu del cazador furtivo que irrumpe alevosamente en terrenos ajenos para cobrarse las piezas codiciadas.
Pero buscó en vano manchas que ensombrecieran el rutinario idioma de la felicidad navideña. Ninguna alusión a que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal en los meses precedentes. Ni siquiera deseos de que el inmediato porvenir fuera menos turbio que el inmediato pasado. A juzgar por lo que leía o escuchaba el deseo de que nada perturbara la paz de la población se formulaba con la seguridad de que nada, en los tiempos recientes, la había perturbado.
De otro lado la ciudad parecía vivir de acuerdo por entero con esta regla, no permitiendo que se apreciara en su interior ningún síntoma de anomalía. No se apreciaban signos de desorden ni huellas de que los hubiera habido. Lo que en ella hubiera podido calificarse todavía de peculiar se presentaba cubierto con el manto tranquilizador de lo meramente accidental o de lo que, en cualquier caso, tenía visos de ser un simple fenómeno pasajero. Así, por ejemplo, era innegable que, en contraste con lo que era propio de estas épocas, la afluencia de extranjeros era nula y tampoco los ciudadanos viajaban al exterior. Pero, como contrapartida, se hablaba frecu...

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