Así se gobernó Roma
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Así se gobernó Roma

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Así se gobernó Roma

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La praxis política moderna es heredera de Roma. Quien busque entender los regímenes políticos actuales debe remontarse a la monarquía, la república o el imperio de Roma, y familiarizarse con su historia política: la organización del Estado, el ejercicio del poder, el pensamiento político, la gestión del imperio, las elecciones, la administración de justicia, etc. Suele decirse que el mundo griego gozó de un gobierno más limpio y honesto que el romano, pero mucho de lo que sabemos sobre el abuso de poder nos lo contaron romanos como Cicerón o Plinio el Joven: Roma poseía ciertas formas de censura y autocrítica, esenciales hoy, e inimaginables en los gobiernos persa, asirio o egipcio de la antigüedad, que ayudan a entender su grandeza y su repercusión en la historia universal.

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Información

Año
2018
ISBN
9788432147937
Edición
1
Categoría
Historia
II.
Los inicios de la República (509-264)
1. El nacimiento de un nuevo régimen
En los comienzos de la República, la tradición literaria romana sitúa la figura singular de Gneo Marcio Coriolano, un personaje contradictorio y atormentado. Su biografía se conoce a través de Plutarco, Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso, que lo muestran como la síntesis de las fuertes tensiones que sacudieron Roma a comienzos del siglo V. Descendiente del rey Anco Marcio y, por lo tanto, de familia plebeya como todos los Marcios, intentó acceder al consulado el año 492, al poco de crearse la figura del tribuno del pueblo, máximo representante de los intereses populares en Roma. Plutarco señala que en aquel entonces el Senado y los patricios se hallaban divididos sobre qué actitud tomar ante una plebe cada vez más descontrolada. Unos eran favorables al entendimiento, a condescender con sus demandas y facilitarles un mayor acomodo en la ciudad. Otros, como Marcio Coriolano, pensaban que había que actuar con mano dura, acabando con las recién estrenadas instituciones plebeyas por los medios que fueran necesarios. Plutarco añade que los patricios hacían campaña electoral presentándose ante el pueblo vestidos con la toga, pero sin túnica, para que todos pudieran observar las muchas cicatrices que recorrían sus cuerpos, obtenidas en el campo de batalla contra los enemigos de Roma. Las heridas eran el mejor resumen de los méritos del candidato, y debían bastar para conseguir la apreciada magistratura, sin tener que acudir a vagas promesas ante la plebe.
El odio abierto de Coriolano hacia la plebe de Roma y su propuesta de manipular el precio del trigo para que el hambre acabase con la resistencia popular, provocó que los tribunos de la plebe le acusaran de intentar imponer la tiranía y por ello fue condenado al exilio. Consiguió refugiarse en la corte del rey volsco Aufidio, su antiguo enemigo, que le nombró general de su ejército con el objetivo de conquistar Roma y de dar rienda suelta a su venganza. Al frente de los enemigos de Roma, Coriolano pudo cuajar sus planes poniendo asedio a la ciudad que había sido su propia casa. Solo las súplicas y las lágrimas de su madre y de su esposa pudieron aplacar el odio que sentía hacia los suyos y salvar a Roma de una destrucción segura.
Coriolano no fue rechazado y condenado al olvido, como hubiera sido lógico al tratarse de un cruel enemigo de su patria, sino que su figura pasó a ilustrar la lista de personajes ilustres de la historia de Roma, ya que su última decisión lavó la maldad de sus hechos anteriores. La reacción de Coriolano de dejarse conmover por los ruegos de su madre se convirtió en un ejemplo de vida que fue recordado por los romanos de generación en generación, engrosando el relato de lo que en Roma se conocía como mos maiorum. Las frases finales dirigidas a su madre fueron recordadas por todos como modelo de auténtico comportamiento cívico: «Venciste, le dice, alcanzando una victoria tan feliz para la patria como desventajosa para mí, que me retiro vencido de ti sola» (Plutarco, Coriolano, 36). La vida de Coriolano fue sin duda un magnífico modelo de las nuevas actitudes y comportamientos que se vivieron en Roma a partir del final de la Monarquía.
Muy apropiadamente podrían denominarse los siglos V y IV a. C. como los años oscuros de la República romana. A diferencia de otras etapas de la historia de Roma, las fuentes antiguas pasan muy deprisa por estos años, a pesar de los importantísimos acontecimientos que se vivieron en ellos, como si tuvieran miedo de tomar conciencia de un mundo sombrío y desconocido. Los propios historiadores antiguos ya advertían de esta deficiencia y se quejaban de lo poco segura que era la información sobre los inicios de la República. Dionisio de Halicarnaso (1.6.2) criticó muy duramente a los primeros historiadores romanos, como Fabio Pictor o Lucio Cincio, que escribieron sobre dicha época, de una manera sucinta y despreo­cupada. El propio Polibio comienza la historia de las grandezas de Roma con la Primera Guerra Púnica, pues no se fiaba de la información disponible de los siglos anteriores. También Livio se quejaba de que sus fuentes de información estaban adulteradas por la introducción consciente a lo largo de los años de datos falsos, consulados inexistentes, éxitos militares de dudosa precisión, etc., atribuidos a grandes hombres de la historia de Roma por sus descendientes, sin importarles distorsionar la realidad con el objetivo de aumentar el prestigio de la familia (Livio, 8.40.4). Tanto es así que no pocos historiadores recientes han avisado de la imposibilidad de conocer con exactitud los dos primeros siglos de la República, pues creen que han sido conscientemente falseados por los analistas romanos.
Durante buena parte del siglo XX, muchísimos historiadores cayeron en una visión muy pesimista de las fuentes literarias romanas. Creían sinceramente que los historiadores antiguos se habían inventado su propia historia, especialmente los acontecimientos anteriores al siglo III a. C. A consecuencia de ello se leyeron los textos literarios de forma hipercrítica, intentando averiguar dónde estaba la mentira, para así poder evitarla y alcanzar la verdad. Ello llevó a enormes elucubraciones y novedosos planteamientos en los que cada historiador intentaba ser más original que el anterior. La consecuencia fue que durante muchas décadas del siglo XX la historia de Roma ha permanecido estancada en un callejón sin salida, pues los planteamientos hipercríticos no han sabido dar ninguna solución coherente ni salvar los obstáculos que creían tener ante sí.
Desde hace unos pocos años, nuevos historiadores están volviendo a leer otra vez las fuentes: a revalorizar la información transmitida. Se ha comprobado que mentir no era fácil. Los autores romanos no tenían carta blanca para alterar conscientemente su propia historia: ni su sociedad, ni las personas afectadas lo hubieran consentido. Además, cuando los romanos empezaron a poner por escrito su propio pasado, ya existían textos de autores griegos que lo habían hecho con anterioridad, por lo que no se les habría permitido caer en esa tentación. El relato que surge de los textos literarios que se han conservado presenta una enorme coherencia en sí misma, una insistencia en sostener los mismos planteamientos, cosa que no hubiera sucedido nunca si cada cual hubiera podido dar rienda suelta a su imaginación. Recientemente, la arqueología ha venido a confirmar de forma incontestable que las fuentes romanas no se equivocaban al presentarnos su propia reconstrucción de lo que fue Roma. Solo después de un trabajo muy serio de crítica histórica se está en disposición de afirmar que el relato de los analistas romanos es sustancialmente cierto. Ello no quiere decir que no contengan errores o no se pueda leer de forma crítica. Pero de ahí a negarlo todo en su conjunto hay un enorme salto. El problema se soluciona no dudando sobre lo que han dicho en concreto, sino entendiendo por qué en la Antigüedad se contaban las cosas de una determinada manera.
Antes de que Roma pusiera por escrito su propia historia a comienzos del siglo II, ya se había creado un relato que guardaba la memoria de muchos acontecimientos anteriores: importantes logros militares, decisiones significativas del Senado, sucesos internos como la expulsión de los reyes, tratados con ciudades extranjeras, hambres, epidemias, etc. Prácticamente todos estos datos estaban recogidos en las crónicas que el pontifex maximus redactaba anualmente y que se guardaban en los archivos de Roma. Pero a nadie se le escapa que la historia no es la mera sucesión de datos y fechas ordenados cronológicamente. La historia implica presentación de los acontecimientos, un relato global y matizado que tiene en cuenta la mayor parte de las circunstancias acaecidas, la evolución de grandes procesos, etc., y ello es fruto habitual del trabajo y experiencia del historiador. Este es sin duda el problema de las fuentes romanas: cuando se escribió la primera historia de Roma en el siglo II a. C., existían muchos datos, pero faltaban explicaciones porque nadie tenía una idea clara de cómo había sido la sociedad trescientos años antes.
Pese a la abundante documentación confeccionada por el pontífice máximo y disponible en los archivos de Roma, los historiadores romanos no estaban bien preparados para el uso de un método crítico que diera una visión coherente de una sociedad tan pretérita. Por esta razón interpretaron los datos históricos como si fueran realidades del presente, en una especie de actualización errónea de pasado. Creyeron que las instituciones del siglo V y IV, los conflictos sociales, los comportamientos políticos, etc., no serían muy distintos de aquellos que acontecían en su mundo, y los presentaron como tal. De alguna manera llevaron su presente al pasado para poder explicarlo, ya que desconocían cómo había sido realmente el original. La consecuencia dramática de esta desviación metodológica ha llevado a la conclusión de que, según la visión de los historiadores antiguos, Roma apenas evolucionó en lo sustancial desde el siglo V al siglo II, porque las motivaciones, la mentalidad o las actitudes de personajes públicos o de instituciones eran exactamente los mismos que trescientos años más tarde. El error de la historiografía romana estuvo en aplicarle al mundo del siglo V la misma madurez que la del siglo II.
El efecto más inmediato de esa fuerte tendencia de la historiografía romana a retrotraer al pasado los fenómenos y las circunstancias del presente, fue la de ver la historia como un fenómeno unitario. A los propios romanos les resultaba muy difícil concebir la historia como algo dinámico y cambiante, en permanente estado de evolución. Para ellos, la historia era más una acumulación de hechos que un desarrollo constante: todo permanecía siempre igual y cada momento se distinguía únicamente del anterior por la mera aparición de nuevos matices. Difícilmente comprendían que las cosas cambian con el correr de los años, y que no podía ser la misma la sociedad del siglo V que la del siglo III a. C. La historia de la República fue siempre para los historiadores romanos el relato de su clase gobernante, de su aristocracia, presentada de manera homogénea y única a lo largo de los siglos; que permaneció siendo la misma todo el tiempo en valores y comportamiento, independientemente del momento histórico concreto: siempre dividida en patricios y plebeyos, siempre compuesta por trescientos miembros, siempre acumulando una auctoritas y rigor moral excepcionales.
Todo ello no supone un obstáculo insalvable para conocer la primitiva historia de la República. Gracias a que se entiende el método de trabajo y los condicionantes del historiador romano, se está mucho más cerca de valorar su trabajo y de ser capaces de utilizar con rigor la información que ellos aportan. Hay que saber distinguir entre hechos históricos y presentación historiográfica. No hay razones para rechazar de manera global la información que transmiten las fuentes, basta únicamente con apartar aquellas deficiencias metodológicas o elementos retóricos que las fuentes suelen introducir y que son fáciles de identificar.
La caída de la Monarquía
La etapa monárquica de la historia de Roma terminó de manera trágica el año 509. Según la tradición, una conjura nobiliaria de personas próximas al rey, de familiares y otros cargos públicos, decidieron expulsar a Tarquinio el Soberbio y poner la ciudad bajo la protección de dos cónsules: Junio Bruto y Tarquinio Colatino, con poderes paritarios y elegidos por un año. El desencadenante del proceso fue un suceso menor, utilizado por los conjurados para incendiar al pueblo de Roma. El segundo hijo del rey, Sexto Tarquinio, se había enamorado de una mujer de familia noble llamada Lucrecia, casada con un primo del rey de nombre Tarquinio Colatino. Al no responder ella a sus deseos, Sexto Tarquinio decidió violarla, lo que provocó que Lucrecia se suicidara en presencia de su padre y de su marido.
Los conjurados presentaron ante el pueblo de Roma el trágico suceso como prueba de la violencia y crueldad de la familia del rey, el cual se encontraba con el ejército asediando la ciudad latina de Ardea. Cuando los soldados se enteraron de los nuevos acontecimientos, se sumaron a la conjura y regresaron a Roma. Allí, Junio Bruto les hizo jurar que nunca más aceptarían a un rey como gobernante, quedando la institución proscrita de la historia de Roma. De esta forma tan extraordinaria y llena de retórica se instauró la República. A pesar de la envoltura novelada y pintoresca del desencadenante, las fuentes insisten en que en ese mismo año 509 se instauró un régimen de libertad basado en dos instituciones que fueron el corazón del nuevo orden político: el poder personal del rey fue reemplazado por dos magistrados llamados cónsules, que gobernaban de modo colegial durante un año, y además el ciudadano recibió el derecho de apelar a la asamblea popular cualquier decisión de un magistrado romano que considerara injusta. La República, la libera res publica, como la llamaban los romanos, tuvo desde entonces dos pilares fundamentales: los cónsules y la apelación, provocatio, con la intención de evitar que ninguna voluntad tiránica volviera a instaurarse en Roma.
Tarquinio el Soberbio no se contentó con su nueva situación, sino que buscó apoyos entre otros monarcas que le permitieran recuperar el trono. Encontró ayuda en Lars Porsenna, rey de la ciudad etrusca de Clusium, que se aprestó a poner asedio a Roma el año 508. Desconocemos si Porsenna ocupó la ciudad o no. Tito Livio señala que el valor y la audacia de los romanos, especialmente de Horacio Cocles y Mucio Escévola, libraron a la ciudad de caer en poder del rey etrusco. En cambio, otros autores latinos como Tácito o Plinio llegaron a afirmar que Roma cayó en poder de los sitiadores (Tácito, Historia, 3.72; Plinio, Historia Natural, 34.139). Sea como fuere, lo cierto es que Porsenna, en su deseo de expandirse más hacia al sur de Roma con la conquista de nuevas ciudades, fue derrotado por los latinos junto al santuario de Aricia gracias a la ayuda de Aristodemo, tirano de Cumas. Es muy probable que esta derrota obligara a Porsenna a volver a su ciudad de origen, permitiendo que la República se asentara definitivamente en Roma. No contento con su fortuna, Tarquinio el Soberbio acudió a la corte de su yerno Octavio Mamilio, rey de Tusculum, con la misma petición de devolverle el trono. Octavio reunió a la liga latina con la intención de acabar con la República romana, pero fue derrotado el año 499 o 496 junto al Lago Regilo. Ya sin más apoyos, Tarquinio se exilió en la ciudad griega de Cumas, donde murió el año 495.
No pocos historiadores recientes han criticado duramente este relato de las fuentes romanas como fantasioso e inverosímil, y por lo tanto rechazable en su conjunto. Otros especialistas han preferido condescender algo más con las fuentes, otorgando cierta verosimilitud al relato, pero señalando que el proceso no se desarrolló en los pocos años que señalan las fuentes, sino en un periodo mayor que podría abarcar hasta los años cincuenta del siglo siguiente. En su conjunto, estos historiadores piensan que las fuentes ocultan un hecho de mayores proporciones: la sublevación de Roma y de los latinos contra el poder etrusco que habían controlado el territorio a todo lo largo del siglo VI. Estos historiadores opinan que los romanos revistieron de gesta individual lo que no fue más que una lucha por el control de la Italia central, que tuvo lugar a lo largo de toda la primera mitad del siglo V.
Además de lo pintoresco del relato de Lucrecia, la valentía de Muci...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. PRÓLOGO
  6. INTRODUCCIÓN EL GOBIERNO EN ROMA
  7. I. La Monarquía en Roma (753-509)
  8. II. Los inicios de la República (509-264)
  9. III. El funcionamiento del Estado
  10. IV. Los años de la expansión (264-133)
  11. V. El final del régimen republicano (133-30)
  12. VI. El reinado de Augusto
  13. VII. Evolución institucional (14-235)
  14. VIII. La práctica de gobierno (14-235)
  15. BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA
  16. FRANCISCO JAVIER NAVARRO