El guanche en Venecia
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El guanche en Venecia

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El guanche en Venecia

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En el verano de 1496, una vez culminada la conquista de Tenerife, la última de las Islas Canarias en caer bajo el poder invasor europeo, siete de los derrotados menceyes guanches son conducidos ante la Corte de los Reyes Católicos por el capitán-conquistador Alonso Fernández de Lugo con el fin de que esos nuevos vasallos rindieran pleitesía y sumisión a los monarcas españoles. Uno de estos menceyes será posteriormente regalado por Isabel y Fernando al dux de Venecia como una exótica criatura capturada en tierras tan lejanas como confusas.¿Qué fue de ese mencey con retina neolítica una vez llegado a la República Serenísima, pujante enclave político, económico y cultural del Renacimiento emergente?A esos interrogantes responde la novela de García Ramos y nos da las claves particulares del autor sobre una historia siempre inconclusa, nebulosa y gestionada con parcialidad por los vencedores de los indígenas atlánticos de aquella época.

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Información

Editorial
Baile del Sol
Año
2015
ISBN
9788416320288
Edición
1
Categoría
Literatura
segunda parte
VIII
De cómo llegan a Venecia Alonso Fernández de Lugo y su esposa Beatriz de Bobadilla en aparente viaje de placer y de negocios, y de las aviesas intenciones del capitán-conquistador.
En octubre de 1498, Bencomo de Taoro continuaba en Padua su vida de huésped de honor de la Serenísima y de compañero inseparable de su colaborador Ursulo de la Maestranza. Días después de la llegada a Venecia de Alonso Fernández de Lugo y Beatriz de Bobadilla, pudo enterarse Bencomo de esas presencias tan inesperadas como sorprendentes. Lo comentó con Ursulo y este atribuyó esa visita de los nuevos señores de Canarias a la posible influencia adquirida por estos en la Corte española y a su delegada colaboración en tareas diplomáticas de la Corona católica. Ursulo no concedió excesiva importancia a esa noticia llegada directamente a la gobernación de Padua desde el Palacio del Dux. Bencomo acogió sus comentarios sin demasiado convencimiento, las fiebres lo habían mantenido en cama durante muchos días fríos del otoño paduano y sufría un abatimiento generalizado.
En los meses transcurridos en Padua, su instinto natural para adquirir conocimientos con prontitud le había hecho descubrir, tan solo fuera desde la distancia, los secretos saberes que se impartían en la ya vetusta universidad local. Algunos de los maestros itinerantes de ese centro superior con siglos de antigüedad se alojaban por temporadas en las dependencias de la Casa del Capitano, y Bencomo pudo, pese a las dificultades idiomáticas con el dialecto véneto cada vez más atenuadas, seguir algunas de sus conversaciones de sobremesa y enterarse de las tradiciones que veneraban y trataban de transmitir a sus aplicados alumnos del imponente Palacio del Bo. En esas conversaciones no era bien visto ocuparse de asuntos triviales, la moda humanista imponía un tono erudito y pedagógico en cada una de las circunstancias. En esos parlamentos tan elevados, Bencomo de Taoro oía hablar de otros dioses incluso superiores a su Achamán insular y al Cristo de los castellanos. Supo de la existencia de otras doctrinas que también interpretaban el mundo y nos conducían a través de él. Oyó mencionar con frecuencia los nombres de Sócrates y Platón, de Herodoto, de Virgilio y de Cicerón, y comprobó en las discusiones de todos aquellos sabios profesores el valor de la discrepancia, el libre comercio de las ideas, algo para él totalmente desconocido y excitante. Ya en la intimidad cómplice, Bencomo dialogaba con Ursulo de la Maestranza sobre todas aquellas cuestiones recogidas como migas de pan de la gran mesa de debate de los académicos de Padua, y siempre le rogaba a su servidor recitar una vez más los versos de la tragedia del hispanolatino Séneca que tan claramente profetizaban el descubrimiento de un Nuevo Mundo como el del que ahora se tenía noticia: Venient annis saecula seri / quibus Oceanus vincula rerum / laxet et ingens pateat tellus / Thetysque novos detegat orbes / nec sin terris ultima Thule, que Ursulo traducía con gusto para su señor con cierta libertad: Vendrán siglos en que el Océano abrirá sus barreras y aparecerá una vasta comarca; Tetis descubrirá nuevos orbes y no será Thule la última tierra.
Hacía unos catorce siglos que Séneca había advertido de lo que ahora era conversación diaria de los profesores de Padua y de lo que tanto asombraba a Bencomo de Taoro cuando lo oía en labios de Ursulo.
Los Fernández de Lugo fueron recibidos con máximos honores en Venecia por todas las autoridades de la ciudad. Se sucedieron las audiencias, desde la concedida por el dux hasta las de sus ministros y las de los senadores republicanos. Los introducía en todas esas entrevistas palaciegas el siempre servicial Francesco Capello, quien además había alojado al matrimonio Fernández de Lugo en su palacio del Campo de Santo Stefano.
Beatriz estaba deslumbrada con la sociedad veneciana, con el trato recibido de sus jerarquías, con la animación de las calles y, sobre todo, de la gran avenida donde se encontraba la casa del embajador Capello; maravillada de las estancias donde habían dormido durante las primeras noches, con paredes pintadas al fresco con prodigiosas imágenes de Extremo Oriente, techumbres con artesonados tan cálidos, con un mobiliario cuyo diseño ella desconocía hasta ahora; asombrada con sirvientes solícitos que todo lo resolvían, con el atractivo de los comercios de telas, con las sastrerías, con todo aquel ambiente cosmopolita que nunca pudo imaginar. Venecia era una ciudad soñada, una dulce pesadilla en la que se veía envuelta y dichosa. El anuncio por parte de Capello de que se disponía a dar una fiesta en honor de la llegada de los Fernández de Lugo a la ciudad puso muy nerviosa a Beatriz. Se veía sin ropa apropiada para tales celebraciones. Ya había sentido cierto aturdimiento al cumplimentar a las primeras autoridades venecianas y descubrir la calidad de sus vestimentas, incluso siendo hombres. Ayudada por los sirvientes de Capello visitó algunas mercerías, sastrerías y zapaterías del Campo de Santo Stefano y descubrió en ellas el esplendor de la moda llegada de Inglaterra y de la Europa del norte y enriquecida por la imaginación de los sastres genoveses, napolitanos y venecianos. Beatriz apreció las novedades de las costuras abiertas en los vestidos confeccionados con tejidos como el terciopelo, el damasco, el tafetán o el brocado, los nuevos bordes dorados o plateados que remataban las gorgueras, la flexibilidad y la gracia de los corsés y de los corpiños broslados de oro, las hombreras y las bocamangas ribeteadas con pieles de cordero, de marta, de zorro, de armiño, la levedad de los tocados, la distinción de los mantos, capas y sobretodos sembrados con hilos de oro y de plata, la costumbre de las mujeres de depilarse por entero las cejas y el nacimiento del cabello, los zapatos chapines tan de moda, el aleteo de los pañuelos y los abanicos que tantas fantasías despertaban en las reuniones sociales. Venecia era su reino soñado desde aquellas islas tan distantes y tan pobres, tan al margen de todos estos sucesos urbanos ahora vividos en las animadas calles venecianas. Todo era novedad y alegría en ese ambiente de Santo Stefano, aunque Beatriz también recorrió, muchas veces acompañada de la esposa de Capello, las cercanías del Campo Sant’Angelo y los palacios edificados en esas amplias plazas adoquinadas y rodeadas de canales románticos. En el teatro de Santo Stefano se ofrecían conciertos de música renacentista donde se había dado entrada a los nuevos instrumentos como la flauta travesera, el laúd armonioso o la viola, se ejecutaban motetes de Guillaume Machaut y de John Dunstable, y se estrenaban escenificaciones de pasajes bíblicos y de alegorías del carnaval, una fiesta de la que hablaban con pasión los patricios y los plebeyos venecianos.
Nada de aquello se parecía a la aburrida Corte española, Venecia era en esos años el centro del mundo y su ciudadanía dictaba en toda Europa las nuevas costumbres de la convivencia.
Pero el deslumbramiento experimentado por Beatriz ante todo lo nuevo que se exponía a sus ojos no se correspondía con la actitud taimada de su segundo esposo. Alonso Fernández de Lugo salía a media mañana con el embajador Capello a resolver asuntos desconocidos para Beatriz, pero que tampoco despertaban su curiosidad ni las ganas de hacer preguntas que juzgaba innecesarias. Asuntos diplomáticos o de interés financiero y comercial, como de vez en cuando le comentaba con indiferencia Lugo a su mujer, tan embriagada con los hallazgos de cada día.
Lo que ocupaba a Lugo por aquellos días era un plan inconfesable que poco a poco fue urdiendo a través de Capello sin que este consiguiera enterarse de lo que de verdad tramaba el capitán-conquistador. Lugo requería de su anfitrión contactos con el Consejo de los Diez, con los encargados de la policía secreta de la República y de prever todo asomo de revuelta en la ciudad. En una de las recepciones en el Palacio Ducal le había sido presentado uno de los miembros de ese Consejo represor, Alfredo Giustiniani, perteneciente a una de las poderosas e influyentes familias patricias. Lugo había hecho cierta amistad con Giustiniani y quedaron citados para los próximos días en la sede del Consejo, donde Giustiniani despachaba sus asuntos.
La mañana que Lugo visitó a Giustiniani pudo deshacerse de la compañía de Capello invocando la confidencialidad de esa entrevista porque en ella iban a tratarse asuntos de Estado que traía encomendados desde la Corte española.
Los túnicas negras, la guardia especial del Consejo de los Diez, estaban custodiando cada una de las puertas de las dependencias de la sede del Consejo e imponían un respeto algo siniestro a cualquier visitante.
Ya ante Giustiniani, Lugo se deshizo en elogios por la organización advertida y le preguntó a su interlocutor si podía sincerarse con un asunto de materia muy reservada. Giustiniani, en tono severo, dijo que entre sus deberes principales estaba tratar todo lo que tuviera esa índole. Lugo podía hablar con libertad de lo que fuese y mucho más si se trataba de una cuestión de Estado.
Lugo, imitando el tono severo de Giustiniani, comenzó a hablar y a exponer los propósitos de la misión que realmente lo había hecho venir a Venecia por mandato de los Reyes Católicos. Habló en voz baja.
Lugo contó que pronto iba a ser nombrado soberano de Canarias, pues ya bajo su mandato se hallaban seis islas de ese archipiélago situado frente a la Berbería y no en las Indias como se había creído entre las autoridades de Venecia. Lugo contó que algunos indígenas de la última de las islas conquistada por los castellanos, Tenerife, aún persistían en su enfrentamiento con sus tropas y ofrecían resistencia desde cumbres inalcanzables para los no conocedores de ese abrupto territorio. La ferocidad de esos bárbaros alzados y las pocas fuerzas castellanas presentes en Tenerife estaban inclinando la balanza a favor de los sublevados, que además conocían el exilio de su máximo mencey en un lugar lejano y albergaban la esperanza de un regreso próximo de su caudillo para ponerse al frente de una rebelión que los liberara definitivamente de los que ellos llamaban sus «invasores», despreciando a la religión cristiana a la que habían sido convertidos y al poder político de los Reyes de España, Isabel y Fernando, actuales aliados del dux en la Liga Santa y en otros pactos diplomáticos y políticos menores. Cualquier posibilidad de un desalojo de los castellanos de Tenerife por una acción guerrera de esos impíos alzados como la que estaba describiendo, tendría un efecto dominó en el gobierno del resto de las islas sometidas. Un peligro de esa naturaleza era tal vez infundado, pero no era ni mucho menos descartable, Lugo reconocía ante la autoridad veneciana la fiereza indígena con la que había sido combatido en esos suelos antes de conseguir su victoria, nada definitiva por lo que le estaba comentando. Giustiniani seguía el relato con rostro grave.
Lugo consideraba que los Reyes Católicos se habían equivocado enviando a Venecia a Bencomo de Taoro y dispensándole dignidad de rey, aunque fuera de rey destronado. Los menceyes de los bandos de guerra que se habían enfrentado a Lugo habían sido perdonados por sus acciones de combate, pero luego habían sido vendidos como esclavos y arraigados a la fuerza en pueblos castellanos de segunda o tercera importancia. La influencia de esos menceyes entre sus naturales había sido borrada para siempre. No era el caso del mencey de Taoro, alojado con honores de príncipe en la cercana Padua desde hacía algo más de un año, y casi convertido en un símbolo de la independencia de Nivaria, la mayor de las islas Canarias.
Los Reyes Católicos se habían equivocado con esa decisión de premiar a un insubordinado como Bencomo con un destino tan ventajoso para el mencey y tan amenazador para los intereses castellanos en Canarias. Los Reyes Católicos se habían equivocado, continuaba Lugo, pero no querían reconocerlo oficialmente ni ante el dux ni ante sus Consejos, no querían comprometer a la República con una rectificación que pusiera en ridículo los acuerdos tomados en su día por las respetables instituciones venecianas, seguramente llevadas por las indicaciones dadas por la Corona católica al embajador Capello y transmitidas por este a sus superiores.
La supervivencia de Bencomo de Taoro en Padua era un peligro para la aún precaria conquista de Canarias, una simbólica y remota, quizá, pero inquietante esperanza para los indígenas canarios alzados en las altas montañas y en los espesos bosques de Tenerife. Dispuestos a todo si un buen día se encontraran liderados por lo que han convertido en casi su dios, es decir, por Bencomo de Taoro.
Lugo dudó por algunos momentos de la coherencia de sus argumentos y reclamó de Giustiniani un asomo de convencimiento de todo lo que le había sido expuesto, acaso no con los detalles precisos de la delicada situación descrita con cierta premura y no con las palabras exactas.
Giustiniani abandonó su rostro grave y se apresuró a asegurarle al capitán español su disposición sincera a entender los entresijos de todo lo que estaba oyendo. Giustiniani alargó su brazo por encima de la mesa que lo separaba de Lugo y puso su mano sobre el hombro del español en señal de máxima complicidad.
Lugo continuó con mayor aplomo, había encontrado al interlocutor perfecto dentro del espeso entramado de poderes y contrapoderes venecianos y eso le facilitaba completar sin demasiados pudores los pormenores de su plan.
Los Reyes Católicos se habían equivocado con la decisión tomada con respecto a Bencomo y no querían reconocerlo aunque sí arreglarlo. ¿Mediante qué fórmula?
Él, Alonso Fernández de Lugo, era la fórmula. O al menos era el encargado de ejecutar la rectificación del error. El responsable de una misión confidencial que no debía poner en peligro ni a las altas jerarquías de la Corona española ni a los altos poderes de la república veneciana. Se trataba de transitar por ciertas vías subterráneas, las vías subterráneas por donde se conducen muchas veces los grandes secretos de los Estados responsables. Lugo subrayaba lo de «responsables» ante un cada vez más atento Giustiniani.
De esas misiones se sabía mucho en el seno del Consejo de los Diez, intervenía ahora Giustiniani. Ese órgano había nacido para reparar errores de Estado por las vías extraestatales. Giustiniani se apoderaba con agrado de la palabra «vía» empleada con mucho tacto por Lugo. Era la especialidad del Consejo. Lugo podía seguir su exposición con toda tranquilidad, había recalado en el lugar exacto y estaba ante la autoridad precisa.
Tanto Lugo como Giustiniani relajaron sus posiciones. El consejero veneciano invitaba a un café turco y a un zumo de naranjas griegas para recuperar las fuerzas del final de mañana. Lugo aceptó esa pausa y la agradeció para reorganizar algo sus ideas antes de seguir adelante con la maquinación de la que estaba dando cuenta.
Se levantaron de sus asientos, estiraron sus cuerpos y fueron a sentarse a unos mullidos sillones de terciopelo situados tras la gran mesa de despacho de Giustiniani y presididos por otra pequeña mesa de centro donde les fueron servidos los cafés y los zumos junto a unos baicoli, unos pequeños dulces de la ciudad elaborados en las confiterías de Rialto, según le explicó Giustiniani a Fernández de Lugo.
La historia de los pueblos no era solo la historia oficial de sus cronistas académicos, también estaba la historia no escrita, y ahora Lugo y Giustiniani se disponían a escribir esos capítulos ocultos del devenir de cualquier sociedad. Giustiniani se había situado perfectamente en lo proyectado por Lugo con el visto bueno de la Corte española, por lo menos eso había querido comprender el consejero veneciano. Se trataba, ni más ni menos, de deshacerse de Bencomo de Taoro, de desposeerlo de su privilegiada situación y de acabar con él para siempre. Giustiniani se sinceraba sin pudor alguno, como un veterano de esas guerras sucias, y Lugo agradecía su lenguaje desprovisto de prejuicios de cualquier índole. Estaban ajustando sus papeles a un intercambio teatral perfecto. Mensajero y destinatario de la cuestión de Estado se entendían sin esfuerzo alguno, aunque Giustiniani planteó algunos problemas. Los túnicas negras que tenía a su servicio eran un cuerpo especializado en la delación, el espionaje callejero y palaciego, en falsas acusaciones, en la difamación y la calumnia, siempre y cuando, enfatizaba el consejero, todo se encuentre al servicio de la salvación de la Re pú bli ca, pronunciaba Giustiniani deteniéndose en cada sílaba y agruesando su voz. Lo que le planteaba Lugo era una operación distinta, en parte muy desvinculada de los auténticos intereses de Venecia.
Lugo se desalentó con esas últimas palabras, aunque siguió el discurso del hombre en el que minutos antes había descubierto al cómplice perfecto. Giustiniani descartaba una acción criminal de sus túnicas negras porque al fin y al cabo esas fuerzas del orden estaban directa o indirectamente al servicio de la Serenísima y cualquier movimiento en falso podía poner en peligro la credibilidad de las instituciones republicanas. ¿Sabía algún asesor del dux la misión que Lugo había venido a cumplir a Venecia?
Lugo negó de modo rotundo tal posibilidad. La información privilegiada que manejaba lo había llevado sin vacilación alguna a Alfredo Giustiniani, ni siquiera a ningún otro miembro del enigmático y siniestro Consejo de los Diez.
Giustiniani se acomodó hacia atrás en el regio sillón de su mesa de despacho y tranquilizó con sus manos anilladas a un Lugo algo desconcertado por la última parte de lo que hasta ahora había sido una conversación muy bien llevada.
Giustiniani dijo con resolución que todos estos asuntos tienen sus cauces adecuados y hay que buscarlos. Él los tenía a mano.
No serían los túnicas negras los ejecutores del plan de Lugo y de los católicos monarcas españoles. No sería necesario. Existían otras fuerzas paralelas al servicio del Consejo de los Diez, y, particularmente, al servicio del departamento del que se ocupaba Giustiniani. No crea usted, se dirigía Giustiniani a Lugo en tono algo paternal, que los truhanes y los esbirros de esta ciudad no tienen su propia organización interna y saben comerciar con ella. Podría asombrarse Lugo de cómo funcionaban en Venecia y en otras ciudades-estado de la península itálica esos cuerpos clandestinos en cerrada colaboración con las policías legales. Hay que ir «por los cauces adecuados», enfatizaba Giustiniani con cierta prepotencia no disimulada: ni podían dejar mal a su República ni podían dejar mal a los reyes españoles.
Por unos días tenía que dejar en sus manos el asunto consultado, ahora Giustiniani debía asistir a un almuerzo en una hospedería del Gran Canal con algunos amigos del Consejo y era preciso suspender la entrevista entre ambos.
Dos días después tendría lugar la fiesta ofrecida por Capello en Santo Stefano a los Fernández de Lugo y allí se reencontrarían Giustiniani y el capitán español. En esas cuarenta y ocho horas Giustiniani mantendría los contactos oportunos y ya podría darle noticias de por dónde comenzar a trabajar juntos en todo lo planteado por Lugo. Giustiniani había entendido el encargo: el dux, los savi y el Senado no deben enterarse de estos planes de la Corona española.
Lugo salió a las calles del Campo de San Marcos con una alegría contenida, había encontrado al hombre buscado, ahora solo se trataba de esperar algunas jornadas hasta diseñar con precisión el formato más apropiado para acometer su plan. Se detuvo en una taberna que le salió al paso y bebió con cierta precipitación una jarra de cerveza acompañada de unas albóndigas de carne de caballo, muy apreciada en la sociedad de la laguna, según le había hecho saber el embajador Capello.
En casa de Capello todo eran preparativos y ajetreos. La sala principal estaba siendo decorada por los sirvientes y en las cocinas los chefs daban órdenes para la elaboración de los platos que se degustarían dos días más tarde. Beatriz había salido con la señora de la casa, ambas continuaban en sus afanes por presentarse ante la nobleza veneciana con sus mejores galas. Beatriz en especial no se agotaba en sus innumerables visitas a los sastres y las modistas, a las zapaterías y a los mercados de los perfumes, de los bálsamos y de los ungüentos orientales para la tersura de los senos, perfumes, bálsamos y ungüentos que tanta atracción ejercían en ella. En una de esas ferias urbanas supo también de la existencia de mágicos astringentes y colorantes que permitían simular la virginidad y nada tardó en adquirirlos y probarlos en sus locuras de amor con el desabrido Fernández de Lugo, más preocupado por sus enigmáticos asuntos financieros y comerciales que por satisfacer como era debido a la Cazadora, como ya hemos dicho se conocía a Beatriz en la Corte española.
Llegó la noche de finales de octubre de 1498 y el Palacio Capello di Santo Stefano estaba listo para la recepción que su propietario, en nombre de las autoridades venecianas, ofrecía a los Fernández de Lugo. El anuncio de la presencia en esa celebración del gran dux exigía a sus anfitriones mayores desvelos y precauciones protocolarias. Los dueños de estos palacios rivalizaban entre sí cuando les tocaba ocuparse de recibir a los embajadores o a los altos dignatarios extranjeros que visitaban la ciudad o se despedían de ella. La hospitalidad y la alegría eran ingredientes de esa próspera sociedad veneciana, que cada vez que tenía oportunidad demostraba esas vocaciones a los foráneos con todo tipo de generosidades, regocijos y esplendores.
La parte del Campo de Santo Stefano más cercana al Palacio Capello fue engalanada con pórticos florales, gallardetes en las fachadas de los edificios anejos, banderolas de papel en los cielos. Los vecinos linajudos de Capello estaban invitados al banquete y a la fiesta, como era costumbre. El humo de las cocinas, situadas bajo los tejados del Palacio Capello, alimentaba las chimeneas incrustadas en los techos y anunciaba la industriosidad de los fogones, donde el senescal, el más antiguo ...

Índice

  1. EL Guanche En Venecia
  2. Título
  3. Primera Parte
  4. Segunda Parte
  5. Colofón Galeato
  6. Sobre el Autor
  7. Derechos de Autor