LOS MENTIROSOS
Pero el tiempo apremiaba. Al barón no le quedaban muchos días y tenía que aprovecharlos. Ofrecer resistencia a la obstinación del irritado chiquillo era, lo sabían, inútil, de modo que echaron mano del último recurso, el más deshonroso, la huida, para sustraerse sólo durante una o dos horas a su tiranía.
—Lleva estas cartas certificadas a Correos—le dijo a Edgar su madre.
Estaban los dos en el vestíbulo. Afuera, el barón hablaba con un cochero.
Receloso, Edgar tomó ambas cartas. Había observado que hasta entonces su madre confiaba cualquier misiva a un criado. ¿Tramaban algo contra él? Vaciló.
—¿Dónde me esperarás?
—Aquí.
—¿Seguro?
—Sí.
—¡Pero no te vayas! ¿De modo que vas a esperar aquí en el vestíbulo hasta que yo vuelva?
Consciente de su superioridad, hablaba ya a su madre en un tono imperioso. Desde hacía un par de días había cambiado mucho.
Después se alejó con las dos cartas. En la puerta se chocó con el barón, a quien por primera vez después de dos días le dirigió la palabra.
—Sólo voy a llevar estas dos cartas a Correos. Mi madre esperará hasta que vuelva. Hágame un favor, no se marchen antes.
El barón se hizo a un lado con rapidez.
—Sí, sí, esperaremos.
Edgar se precipitó en dirección a la oficina de Correos. Tuvo que esperar. Un señor, por delante de él, planteó un montón de fastidiosas preguntas. Por fin pudo librarse del encargo e inmediatamente corrió con los recibos de vuelta al hotel. Llegó justo a tiempo para ver cómo su madre y el barón se alejaban de allí en un carruaje.
Se quedó petrificado por la rabia. Poco le faltó para agacharse y lanzarles una piedra. De modo que se le habían escapado, ¡pero con qué mentira más vulgar, más miserable! Que su madre mentía, lo sabía desde ayer, pero que podía ser tan descarada como para menospreciar una promesa, eso hizo pedazos el último resto de confianza que le quedaba. Ya no entendía nada de la vida, desde que viera que las palabras, tras las que había supuesto que se encontraba la realidad, no eran más que burbujas de colores que se hinchaban y reventaban sin dejar rastro. Pero ¿qué terrible secreto era aquel que empujaba a las personas mayores a engañarle a él, un niño, y a desaparecer como criminales? En los libros que había leído, los hombres mataban y engañaban para conseguir dinero, para hacerse con el poder o con un reino. Pero aquí, ¿cuál era el motivo? ¿Qué era lo que querían aquellos dos? ¿Por qué se escondían de él? ¿Qué trataban de ocultar bajo cientos de mentiras? Se devanaba los sesos. Oscuramente se daba cuenta de que aquel misterio era el cerrojo de la niñez, que haberlo conquistado suponía ser un adulto, al fin. Al fin, un hombre. ¡Ah, comprenderlo! Pero ya no era capaz de pensar con claridad. La rabia que sentía por que se le hubieran escapado abrasaba y enturbiaba su inocente mirada.
Corrió hacia el bosque. Precisamente en la oscuridad podría salvarse, donde nadie le viera, y allí estalló en un torrente de ardientes lágrimas. «Mentirosos, perros, impostores, canallas.» Tuvo que gritar aquellas palabras en voz alta, si no se habría ahogado. La ira, la impaciencia, la indignación, la curiosidad, el desvalimiento y la traición de los últimos días, reprimidos en pueril combate, en la ilusión de haberse hecho mayor, hacían que el pecho le estallara, y se convirtieron en lágrimas. Era el último lloro de su niñez, la última vez que lloraba de aquella forma salvaje. Por última vez se entregó, como una mujer, a la voluptuosidad de las lágrimas. En aquella hora de rabia incontrolada echó fuera de sí, en forma de llanto, todo lo que llevaba dentro: la confianza, el amor, la credulidad, el respeto... Toda su niñez.
El muchacho que entonces regresó al hotel era diferente. Era frío y actuaba con premeditación. Primero subió a su habitación, se lavó cuidadosamente la cara y los ojos, para no conceder a aquellos dos el triunfo de ver las huellas de sus lágrimas. Después preparó el ajuste de cuentas y esperó con paciencia, sin la menor inquietud.
El vestíbulo estaba muy concurrido cuando el carruaje con los dos fugitivos se detuvo de nuevo frente al hotel. Unos caballeros jugaban al ajedrez, otros leían el periódico. Las damas charlaban. Entre ellos, un poco pálido y con la mirada temblorosa, se había sentado el niño. Cuando su madre y el barón se acercaron a la puerta, un poco avergonzados al verle tan repentinamente, cuando quisieron balbucear la excusa que traían preparada, él les salió al encuentro erguido y sereno y, desafiante, dijo:
—Señor barón, quisiera decirle algo.
El barón se sintió incómodo. Le pareció que en cierto modo le habían atrapado.
—Sí, sí, después. Enseguida.
Pero Edgar subió la voz y, de manera clara y cortante, para que todos a su alrededor pudieran oírlo, dijo:
—Pero quiero hablar con usted ahora. Se ha comportado usted de un modo indigno. Me ha mentido. Usted sabía que mi madre me estaba esperando y se han...
—¡Edgar!—gritó la madre, que vio que todas las miradas se dirigían hacia ella, y se abalanzó sobre él.
Pero el niño ahora, al ver que trataban de acallar sus palabras, se puso a dar gritos:
—Se lo diré otra vez, delante de todo el mundo. Ha mentido usted de una manera infame, y eso es vulgar, mezquino.
El barón estaba pálido. La gente le miraba. Algunos sonreían.
La madre agarró al niño, que temblaba de excitación.
—Sube enseguida a tu cuarto o te azotaré aquí delante de todo el mundo—balbució con voz ronca.
Pero Edgar ya se había tranquilizado. Se arrepentía de haber actuado de forma tan apasionada. Estaba descontento consigo mismo, porque en el fondo le hubiera gustado desafiar al barón con frialdad, pero la rabia había sido más impetuosa que su voluntad. Tranquilo, sin precipitación, se dirigió hacia las escaleras.
—Señor barón, disculpe su impertinencia. Ya sabe usted que es un niño nervioso—dijo la madre tartamudeando, confundida por las miradas un tanto burlonas de las personas a su alrededor.
Nada en el mundo le resultaba más horrible que un escándalo. Sabía que debía mantener la compostura. En lugar de emprender la huida de inmediato, se dirigió en primer lugar hacia el portero, le preguntó si había alguna carta y otras cosas de poca importancia y después subió, como si no hubiera ocurrido nada. Pero tras ella se escuchó el murmullo de una ligera estela de cuchicheos y risas contenidas.
De camino hacia su habitación, moderó sus pasos. Siempre se había sentido desamparada frente a las situaciones críticas, y ante aquel enfrentamiento lo que tenía era miedo. No podía negar que era culpable. Además, temía la mirada del niño, aquella mirada nueva, desconocida, tan extraña, que la paralizaba y la hacía sentir insegura. Por temor, decidió intentarlo con dulzura, pues en un combate, de eso estaba convencida, aquel niño excitado sería ahora el más fuerte.
Sin hacer ruido abrió la puerta. El chico estaba allí sentado, sereno, frío. Los ojos, que levantó hacia ella, no mostraban ningún miedo, ni siquiera curiosidad. Parecía muy seguro.
—Edgar—empezó a decir, en el tono más maternal que le fue posible—. ¿Qué es lo que te ha ocurrido? Me he avergonzado de ti. ¿Cómo puedes ser tan impertinente, un niño como tú con un adulto? Te disculparás de inmediato ante el señor barón.
Edgar miró por la ventana. El «no» lo dijo también para los árboles. Su aplomo empezó a extrañarla.
—Edgar, ¿qué es lo que te pasa? Estás tan cambiado... No te reconozco. Siempre has sido un niño sensato y obediente, con el que se podía hablar. Y de pronto te comportas como si se te hubiera metido el diablo en el cuerpo. ¿Qué es lo que tienes contra el barón? Si te caía muy bien. Ha sido siempre tan cariñoso contigo...
—Sí, porque quería conocerte.
Se sintió incómoda.
—¡Tonterías! ¿En qué estás pensando? ¿Cómo puedes decir una cosa así?
Pero ahora el niño se enfureció.
—Es un mentiroso, un falso. Todo lo que hace está calculado y es rastrero. Quería conocerte, por eso se mostró amable conmigo y me prometió un perro. No sé lo que te habrá prometido a ti, ni por qué se muestra amable contigo, pero también quiere algo de ti, mamá. Seguro. Si no, no sería tan atento ni tan amable. Es una mala persona. Miente. Observa por una vez la mirada tan falsa que tiene. Le odio. Odio a ese mezquino embustero, a ese canalla...
—Pero, Edgar, ¿cómo puedes decir una cosa así?
Estaba confusa y no sabía qué decir. En su interior surgía un sentimiento que daba la razón al niño.
—Sí, es un canalla. En eso no me dejaré disuadir. Tienes que verlo tú misma. ¿Por qué tiene miedo de mí? ¿Por qué se esconde de mí? Porque sabe que le he adivinado las intenciones, que le conozco, a ese canalla...
—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Cómo puedes decir algo así?
Se le había secado el cerebro, sólo los labios, exangües, balbucían una y otra vez la misma frase. De pronto empezó a sentir un miedo atroz, sin saber en el fondo si del barón o del niño.
Edgar vio que su reconvención surtía efecto. Y le sedujo la idea de ganársela, de tener un compañero en el odio, en la hostilidad hacia él. Todo ternura, se acercó a su madre, la abrazó, y su voz se volvió aduladora por la excitación.
—Mamá—dijo—, tienes que haberte dado cuenta tú misma de que no quiere nada bueno. Te ha hecho ser completamente distinta. Tú has cambiado, no yo. Él te ha azuzado contra mí, únicamente para tenerte para él solo. Seguro que quiere engañarte. No sé lo que te ha prometido. Sólo sé que no cumplirá su palabra. Deberías guardarte de él. El que engaña a uno, engaña también a otro. Es una mala persona. No se debe confiar en él.
A la madre aquella voz, tierna y casi deshecha en lágrimas, le sonó como si surgiera de su propio corazón. Desde ayer había despertado en su interior una sensación de disgusto que le decía lo mismo. Cada vez con mayor insistencia. Pero se avergonzaba de darle la razón a su propio hijo. Y como tantos, huyendo de la confusión de un sentimiento aplastante, se escudó en la rudeza de la expresión. La madre se irguió.
—Los niños no entienden una cosa así. No debes inmiscuirte en esos asuntos. Tienes que comportarte como es debido. Eso es todo.
El rostro de Edgar volvió a quedarse helado.
—Como quieras—dijo inflexible—. Yo te he advertido.
—¿De modo que no te vas a disculpar?
—No.
Se hallaban el uno frente al otro, en actitud belicosa. La madre se dio cuenta de que se trataba de su autoridad.
—Entonces comerás aquí arriba. Solo. Y no vendrás a sentarte a nuestra mesa hasta que no te hayas disculpado. Yo te enseñaré a tener modales. No te moverás de la habitación hasta que yo no te dé permiso. ¿Has entendido?
Edgar sonrió. Aquella sonrisa taimada parecía ir unida a sus labios. Por dentro se sentía furioso consigo mismo. ¡Qué necio por su parte, haber permitido una vez más que el corazón se le escapara y haber querido advertirla a ella, a la embustera!
La madre salió de la habitación, sin mirarle siquiera. Temía aquella mirada incisiva. El niño le resultaba molesto desde que se dio cuenta de que mantenía los ojos abiertos y de que le decía justamente lo que ella no quería saber ni escuchar. Le resultaba espantoso ver que una voz interior, su conciencia, desgajada de sí misma, disfrazada de niño, vagando por ahí como su propio hijo, la advertía, se burlaba de ella. Hasta ahora aquel niño no había sido en su vida más que un adorno, un juguete, algo querido y que inspiraba confianza, tal vez en ocasiones una carga, pero siempre algo que marchaba en la misma corriente, al mismo ritmo que su vida. Por primera vez, hoy se había rebelado, porfiando contra su voluntad. Algo parecido al odio se mezclaba ahora en el recuerdo de su hijo.
Y sin embargo, mientras bajaba las escaleras, un poco cansada, la voz del niño sonó en su propio pecho. «Deberías guardarte de él.» La reconvención no se dejaba acallar. En ese momento, al pasar, un espejo brilló frente a ella. Indecisa, se miró en él, intensamente, hasta que vio que los labios se entreabrían en una sonrisa y que se redondeaban como para pronunciar una peligrosa palabra. En el interior se...